EL PAíS › DOS REFLEXIONES SOBRE EL ESCENARIO ELECTORAL Y LOS MODELOS EN DISPUTA
Por Mario de Casas *
Si, como sostienen algunos autores, las democracias capitalistas del presente son la compleja síntesis de tres corrientes históricas –democracia, liberalismo y republicanismo–, hay que decir que esa convergencia es parcialmente contradictoria, por cuanto algunos principios básicos de cada una de ellas son inconsistentes con principios básicos de las otras; esta inconsistencia es causa de dificultades, pero también de un típico carácter abierto y dinámico incompatible con la rigidez dogmática de algunos discursos, exacerbada en la arena electoral.
No es éste el lugar para extendernos y profundizar respecto de las diferencias entre las citadas tradiciones, cuya coincidencia central está en que cada una a su modo propone un elemento fundamental de la democracia política y el Estado constitucional: el llamado Estado de Derecho.
Ahora bien, estas corrientes y sus principios no son meras ideas flotando en un espacio abstracto; fueron planteadas, analizadas, discutidas y revisadas en distintos ámbitos y –tal vez lo más importante– expresaron valores, intereses y decisiones políticas plasmados en Constituciones e innumerables textos legales, a través de los cuales influyeron fuertemente en la configuración de sociedades, aunque de distinta manera según los lugares y las épocas.
El régimen establecido por la Constitución de 1853 constituyó la aplicación local del sistema de instituciones del capitalismo, entonces en pleno ascenso, con clara preponderancia de componentes liberales y republicanos en desmedro de los democráticos.
La oligarquía entonces gobernante tomó de la Constitución de Filadelfia –que fue estudiada y sancionada por ricos– todos los mecanismos que aseguran la mínima participación popular en el manejo del Estado. Los comentaristas y redactores de la Constitución norteamericana fueron explícitos en el sentido de que concebían la democracia como un gobierno de las elites.
Así, los sectores populares no pudieron ejercer los derechos que teóricamente les otorgaba la Constitución y cuando reclamaron por el despojo, el Estado se encargó de reprimirlos implacablemente: el sistema instituido otorgaba libertades políticas a cambio del respeto por la organización que hace posible el mantenimiento de las desigualdades sociales injustas.
Cada vez que el sistema ha amenazado sus intereses, los sectores dominantes han hecho trampa en los hechos y en el discurso: golpes de Estado, veto de candidatos, fraude, proscripción de expresiones mayoritarias y ahora la pretendida deslegitimación del Gobierno han sido las estrategias, siempre en nombre de la calidad institucional, de la república y de la democracia. Curiosas concepciones de democracia y libertad, tanto que cualquier tentativa de sustituir la explotación por sistemas más justos de distribución de la renta nacional ha estado al margen de la “convivencia”, tan curiosas que el Estado debe ser indefenso frente al poder económico y despiadado en la represión de los rebeldes.
Se deduce que hoy como siempre los sempiternos dueños de la Argentina y sus voceros en el sistema político –liberales de todos los pelajes, desde conservadores hasta radicales, más allá de pseudodiferenciaciones y denominaciones de ocasión– no carecen de proyecto. Lo que ocurre es que no lo explicitan por antipopular y, en su lugar, recitan un discurso moralista, no político, con el que –salvo por los antecedentes de algunos de sus difusores– es difícil estar en desacuerdo: una vez más un discurso tramposo.
El proyecto consiste en desandar el camino emprendido –por cierto con contradicciones– en 2003 para recuperar los privilegios perdidos. Si el resultado electoral del próximo 28 de junio les dejara algún margen para concretarlo, se confirmaría que la nuestra es una democracia restringida y dependiente en la que –por ahora– hay posibilidades de decir cualquier cosa, pero ninguna de producir aunque más no sea cambios parciales para el desarrollo y la emancipación de nuestro pueblo. Una democracia, en síntesis, que funciona como mecanismo de control social y no como sistema de transformación progresivo.
* Presidente del ENRE.
Por Martín Rodríguez *
1 Los tambores de guerra mediática sobresaltan el ánimo público, pero no pasa nada, es la democracia, cuya consistencia se mide en la capacidad de procesar pronósticos apocalípticos administrando continuidades. La democracia, quizás, encierra siempre un juego testimonial. Quién quiere ser la Alianza es una pregunta pertinente en una campaña cuya sortija opositora dice, a quien la saque, que debe ser exactamente lo contrario al kirchnerismo, así como aquella Alianza fue lo contrario al menemismo. ¿Y fue así? ¿O su suerte se jugó a favor de construir una mejor continuidad de aquél? La pregunta política de esta campaña (¿quién está en condiciones de ser el auténtico no kirchnerismo?) encierra otra peor: ¿es un programa el anti-kirchnerismo?
2 Así como los “no docentes” son un gremio del ámbito académico que se afirma contundentemente sobre su negación, la política argentina desde Menem para acá destina para el mundo opositor esa débil identidad que se afirma sobre una negación. El gesto de ser el No a algo es pararse sobre un reloj de arena. Gobierna el kirchnerismo y se opone el no kirchnerismo. El radicalismo renovado, el “acuerdo cívico” bajo el que ha reunido sus pedazos, se parece a los no docentes: nunca van a ser kirchnerismo, o sea, cualquier peronismo del momento. Y el no kirchnerismo del peronismo disidente podría quedar más atrapado en esta lógica: ¿van a abandonar a la estructura peronista? ¿A las intendencias? ¿A los gremios? ¿Van a negarse toda esa fuerza social real con la que se hacen los cambios en este país? El no kirchnerismo, entonces, ofrece dos versiones: una formal y una real. La formal, la cívica y radical, es la de aquellos que dicen emanar del espíritu institucional de la Nación. Con una versión de lo institucional para menores de 13 años: las instituciones son eso que pensaron nuestros “próceres” y que en su inercia nos lleva al paraíso. La versión real, la del peronismo disidente, en cuyas segundas líneas respira por ahora el pre-kirchnerismo, se basa en acumular lo peor de la ortodoxia peronista devenido en un evangélico coro de voces que parecen traernos las “buenas nuevas” de sus años en el desierto, detrás de Macri y De Narváez. ¿Por qué es real? Por ahora diríamos que porque sus posibilidades de ser real se basan en sus posibilidades de heredar el kirchnerismo.
3 La política argentina intenta restablecerse reponiendo el debate de ideas y colocando el foco en la calidad de las políticas públicas (en su eficacia para sortear la crisis mundial, para combatir la inseguridad), y, a su vez, en el sentido ideológico que esas políticas entrañan. El sojuzgamiento ideológico del Gobierno es elemental: está acusado de tener una. De pensar “ideológicamente” la vida nacional. Pero el mal mayor que la ingeniería política se apresta a neutralizar es la indisimulable ausencia de los partidos políticos. Y no hay mejor forma de disimulo que la sobreactuación. El entierro de Alfonsín, incluso, en sus cientos de lecturas posibles, acaso pueda incluir la lectura de que se llevó a cabo en él un entierro tardío: el de los partidos políticos. Con Alfonsín se enterraron los partidos políticos. Los restos de la prosa alfonsinista alcanzaron para contener los términos retóricos (¡y bíblicos!) en que ese entierro se podía representar: el hombre que moría legaba el mandato del diálogo y el consenso como una cáscara vacía y sólida en la que se podría llenar todo. Incluso el debate distributivo. Un diálogo sin fin, sin plazos, sin mediaciones, sin ideología. Un diálogo a la espera de que el huevo del “bien común” se empolle espontáneamente. Un diálogo que convierte a todos “en partes iguales”. Un diálogo que balcaniza la política, bajo el disimulo de que nadie está autorizado para nada. De que nadie es el Estado, no sea cosa que un gobierno ejerza la fuerza del Estado. El entierro de Alfonsín como última manifestación cívica. El entierro de Alfonsín como una lluvia de ceniza sobre los colores de la política para una edición en blanco y negro. (Blanco y negro no como realidad binaria, blanco y negro como película muda que proyecta su vuelta al pasado.) El entierro de Alfonsín por los que añoran de Alfonsín sus límites, como una ceremonia de fe laica, la danza de una fuerza sobrenatural llamada diálogo capaz de segar la cosecha política: el medio justifica olvidar los fines.
4 Hoy, mientras Carrió vuelve a los brazos del partido que sigue tallando Nosiglia, la política consuma su último ciclo de exclusiva territorialización de la mano de las “candidaturas testimoniales”. Pero en una de sus figuras se juega ese juego en que andamos: De Narváez, un hombre cuya dinámica empresaria formaliza un decidido proyecto de poder. De Narváez nos quiere hacer creer que la evolución natural de un empresario es la política. Más: De Narváez nos quiere hacer creer que un empresario de medios es un político en potencia. Ya conoce los medios, ahora va por los fines. De Narváez consuma el espectáculo político de su acumulación originaria: hice dinero para estar acá. Invierte los modos: no necesita la política para hacer dinero. Vengo con todo mi dinero para la política, dice. De Narváez consuma el ciclo de una conciencia empresarial en la que lo privado es un largo camino hacia lo público. Una extraña teoría del derrame hacia la política: hice dinero para estar acá. Un empresario testimonial. Alguien es lo que es para ser otra cosa. Lo privado y lo público. De Narváez, hijo de su propio espejismo: siempre estuvo en lo público.
5 Ay la política, ese lugar convertido en un No Lugar.
* Periodista, militante político, administrador del blog revolucion-tinta-limon.blogspot.com.
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