EL PAíS › OPINIóN
› Por Carlos Slepoy
¿Qué diría usted si le dijeran que la ley penal califica como homicidio doloso la muerte intencional de un argentino (o un boliviano), un gitano (o un aymara), un negro (o un blanco) o un judío (o un católico) porque lo que sanciona la ley es el propósito de matar a alguien por su nacionalidad, etnia, raza o religión? ¿Y qué diría si esa misma ley penal excluyera de su consideración como homicidio la muerte intencional de un obrero, un estudiante, una mujer, un político, un ateo, un intelectual, un esquizofrénico, un parapléjico y así hasta el infinito, cuando la intención de quien comete el delito fuere matarlo debido a cualquiera de estas características, pero no en atención de su nacionalidad, etnia, raza o religión? Me atrevo a adelantar que no entendería tal desigualdad ante la ley. Atribuiría a desvarío la decisión de los legisladores que así lo decretasen.
¿Y qué diría de los jueces que no repararan tamaño dislate fulminando con la nulidad esa ley por vulnerar la Constitución, las leyes nacionales y los tratados internacionales que prohíben toda discriminación cualquiera sea la condición de la persona? ¿Qué diría si esos jueces, cediendo a la tentación de no cuestionar a los legisladores desvariados, no calificaran como homicidio la muerte intencional de cualquier persona? Presumo que no lo comprendería. Es que el bien jurídico protegido es la vida y para el derecho (y para el sentido común) no tiene relevancia, al menos no debería tenerla, cuales sean la nacionalidad, las ideas, la etnia, el género, la raza, la situación social, la religión o la condición física o mental de la víctima.
Aunque usted no lo crea, esa insólita desigualdad de trato es la que están consintiendo los tribunales de nuestro país que dictan sentencias respecto de los crímenes cometidos por la última dictadura. Basándose en que la Convención Internacional para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio incluye solamente como grupos protegidos a los grupos nacionales, étnicos, raciales y religiosos, opinan que queda fuera de la posibilidad de sancionar por genocidio el propósito de destruir cualesquiera otros y, en consecuencia, los delitos de que fueran víctimas múltiples grupos humanos en nuestro país. Como interpretan esta Convención en forma rígida y limitada aplican un delito distinto, el de crímenes de lesa humanidad, como si éste fuera un cajón de sastre para introducir en él cualquier crimen masivo. Asumen, en general, que la intención de la dictadura fue destruir esos grupos pero, como consideran que se trataba de grupos políticos, y estos no estarían incluidos en la Convención, no se habría cometido un genocidio en nuestro país. Con seguridad declararían inconstitucional una ley que estableciera que es homicidio doloso la muerte intencional de una persona y no de otra según fuera su condición, pero en cambio no consideran contraria a la Constitución y a los tratados internacionales una norma que incluiría a unos grupos y excluiría a otros en el crimen de genocidio. Es muy grave y obedece a distintos equívocos.
En primer lugar, la dictadura no sólo se propuso eliminar lo que podrían considerarse como grupos políticos en sentido estricto, que también, sino un amplio espectro de colectivos de nuestro país –todos aquellos opuestos al modelo de sociedad que impusieron los represores–. (Por cierto, ¿en qué grupo político habría que incluir a los cientos de niños secuestrados?)
En segundo lugar, así como el homicida atenta contra la vida individual de una persona, el genocida atenta contra la existencia del grupo. Como vimos, distinguir una vida de otra constituye una aberración jurídica. Por ende, también lo es distinguir un grupo de otro.
En tercer lugar, la Convención que sanciona el genocidio fue dictada en 1948. Muchos ríos han discurrido desde entonces y, en el derecho internacional, mares. Tratados y resoluciones múltiples señalan que las normas protectoras de los derechos humanos deben entenderse dinámicamente, atendiendo al fin para el que han sido dictadas, teniendo en cuenta sus precedentes, la evolución del derecho y el contexto en que deben ser aplicadas. Así como el concepto de ataque generalizado o sistemático contra una población civil es lo que caracteriza al delito contra la humanidad en sentido genérico, el propósito de destrucción del grupo es lo que define al genocidio. Este crimen es el que se cometió en Argentina y no el primero. Aun si los jueces argentinos entendieran, como lo vienen haciendo mayoritariamente, que la Convención no protege a determinados grupos, ¿no es hora de que declaren a la Convención discriminatoria y la completen en el único sentido posible, es decir, incluyendo en el delito a aquellos que ésta excluiría?
Estas reflexiones no son más que una introducción al meollo de esta cuestión: la trascendencia que tiene asumir que la sociedad argentina fue víctima de un genocidio.
Quede dicho en todo caso que la labor de los jueces no es aplicar mecánicamente las leyes a determinados hechos, eso podría realizarlo una computadora. Entre otras, su tarea es interpretar las normas y cuando su literalidad es equívoca o irracional, como en este supuesto, deben hacerlo de modo que sirvan a los fines para el que fueron dictadas y no consentir discriminación de ningún tipo, como lamentablemente muchos vienen promoviendo en la cuestión a que se alude.
P.D.: Se nos murió Don Mario. Siempre será temprana la muerte de los que aún después de muertos nos siguen dando tanta vida.
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