EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
¿Hay antecedentes, en este país, de procesos electorales en los que un factor externo es puesto sobre la mesa como elemento central?
Es probable que no. O que deba retrocederse, tirándolo muy de los pelos, hasta “Braden o Perón”. Sería forzado porque, en aquella época ideologizada de mediados del siglo anterior, la referencia a optar entre lo que significaba el embajador yanqui y el todavía incipiente líder de masas remitía a hacerlo entre dos modelos de país. Uno que se basaba en anclarse como satélite del también flamante imperio estadounidense, para alcanzar estadios de desarrollo; y otro que apostaba, o decía hacerlo, a una concepción autónoma. Algún kirchnerista ultra podrá afirmar que hoy se juega lo mismo con todas las diferencias del caso, pero lo cierto es que este tiempo no tiene tantas pretensiones épicas (más bien ninguna). Como sea, y para no entrar en polémicas bizantinas que los argentinos todavía no resolvieron ni quizá resuelvan nunca, esa antinomia de los ‘40 era mucho más contundente que la de ahora, cuando si se va un tanto para acá o un tanto para allá parece quedar resuelto en “Gran Cuñado”. Y además, todo era entonces bastante, o demasiado, más sincero y sencillo. Se estaba de este lado o del otro, y no se recurría a artilugios como los que acaban de situar a Venezuela cual medida de lo que podría ocurrir aquí si los K son ratificados en las urnas. “Artilugios” es, en realidad, un término muy modesto para referirse a una de las maniobras más tramposas de que se tenga memoria. Puede vérsela cual episodio de construcción de sentido y/o como táctica electoral directa, porque se aúnan intereses de los factores de poder económicos con objetivos opositores, a fin de advertir sobre el peligro inminente de una ola estatizante que se comerá a los chicos crudos. No parecería buen momento para asustar con ese ogro, visto el renacido papel intervencionista que el Estado tiene en los países centrales. Pero en campaña todo vale y si sale mal después no se acuerda nadie.
Hugo Chávez anunció hace un par de años que entre sus objetivos figuraba crear un polo sidero-metalúrgico estatal; y hace menos que empezó a ratificarlo en los hechos, al nacionalizar una de las empresas-madre del sector, “del” grupo Techint. Para empezar no a ponernos de acuerdo sino, simplemente, a certificar datos, Techint es hoy parte de un holding internacional con base decisoria en Luxemburgo. Allí opera el emporio angloindio Arcelor Mittal, que controla el negocio del acero en Europa con inversiones en la Federación Rusa, Egipto y los mismísimos Estados Unidos, y al que se suele vincular a Techint. En cualquier caso, los accionistas argentinos, descendientes de la familia Rocca, tienen una participación minoritaria. Por lo tanto, hablar de Techint como “empresa argentina” es, por lo menos, un apunte no exento de humorismo. De todos modos, así se conceda que se trata de un polo empresario en el que “lo nacional”, como muy eventual burguesía ídem, tiene mucho de potencia simbólica (esto también pretende tener dosis de humor), es inconcebible que la nacionalización de algunas empresas en Venezuela haya desatado acá semejante reacción corporativo-mediática. Como si fuera cosa de que la Argentina se bajó los pantalones ante una potencia extranjera, por no defender intereses que ni siquiera son propios. Todas las cámaras patronales, todos los voceros periodísticos del establishment, toda la derecha junta como nunca se vio de mucho tiempo a esta parte, todos juntos contra Chávez para pegarle a los K en un tablero que debiera ser algo más limpio y que, a decir verdad, fue contaminada por los propios K gracias a martingalas como las de las candidaturas “testimoniales”, entre otras. O sea: es una campaña lo suficientemente ensuciada, aunque tal vez no más que otras, en la que finalizan habilitadas pelotudeces tales como usar de ariete a un monstruo chavizante.
Resulta, sin ir más lejos, que ese mismo esperpento, Chávez, acaba de conseguir un acuerdo con Lula, estimado en alrededor de 4 mil millones de dólares, para que los brasileños financien proyectos de inversión de sus empresas, en Venezuela. Se dejó trascender, no sin insidia, que el arreglo es a cambio de que Caracas jamás tocará los intereses de las compañías brasileñas. Pero, claro, en primer lugar son efectivamente sociedades del país inversor. Y en segundo, los venezolanos tienen derecho a hacer lo que mejor les parece, tanto como en su momento asistieron a la Argentina comprándole bonos del Tesoro para prestarle un financiamiento del que carece al cabo del default. La salvedad es que no exigieron, en canje, que los argentinos se ataran a programa de ajuste alguno. Ahí es donde queda destruido el discurso de la derecha acerca de que el Fondo Monetario, o cualquiera de los organismos-ladilla de los Estados Unidos, habrían cobrado más barato. El problema es que estas densidades se subsumen en fuegos de artificio. Por caso, el kirchnerismo se defiende apuntándole a Techint que depositó en el exterior la primera cuota indemnizatoria del gobierno venezolano por la estatización de Sidor. Y deja, como si tal cosa, el flanco de que Santa Cruz nunca retornó al país la plata que mandó afuera durante la crisis de comienzos de siglo. El gobierno argentino funciona así, a la deriva del humor con que se despierten en Olivos o El Calafate. El rumbo-macro puede ser correcto desde una perspectiva progresista, pero las ínfulas personales lo contaminan hasta el extremo de ponerla en (serio) riesgo. En medio de esos cruces temperamentales retroalimentados entre unos y otros, se relativiza que el tema de fondo es que el accionar de Venezuela estaba anunciado con larga antelación; que no hay de por medio una empresa argentina; que aun cuando la hubiera rige el derecho soberano de un Estado extranjero; y, sobre todo, que la alianza estratégica con Chávez, si es que en verdad es eso con el objetivo de estimular un cabo de articulación sudamericano, está demasiado por encima de los negocios de Techint. Para volver a los brasileños, y sin que esto suponga adherir a cierta visión casi idílica de sus políticas de Estado y de cómo logran mantenerse al margen de sus turnos gubernamentales (aunque algo de eso hay): Lula insistió, ahora mismo, en pedirle al Senado de su país que apruebe el ingreso de Venezuela al Mercosur. Hay una pinta de carácter estratégico, en torno de para dónde salir disparados, que guarda distancia abismal con los eternos cipayos de la presunta burguesía argentina.
Es poco serio, en obvia síntesis, el revuelo que se armó por las estatizaciones de Chávez. Y más lo es que se las relacione con alguna meta parecida por parte del gobierno nacional, como si aquí estuvieran en juego situaciones similares a las del venezolano. Deberían inventar algo mejor que usar a Chávez como testaferro de sus intenciones.
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