EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca *
¿Estamos viviendo el prólogo de la reaparición del bipartidismo en la Argentina? Hacen falta algunas aclaraciones. En primer lugar, el peso determinante del peronismo y el radicalismo en el sistema político nunca desapareció totalmente. En la elección de 2003, el justicialismo se presentó dividido en tres listas, lo que constituyó el éxito de la maniobra de Eduardo Duhalde para bloquear una eventual unificación del partido detrás de la candidatura de Carlos Menem. Se dijo que aquello fue una “gran interna peronista” o una forma disfrazada de aplicación de la ley de lemas; puede aceptarse, pero a condición de reconocer que el peronismo puso en alto riesgo su posibilidad de ganar la elección si un candidato no partidario (Ricardo López Murphy estuvo muy cerca) lograba entrar en el ballottage. El radicalismo fue a la elección formalmente unificado pero su base electoral se dividió espontáneamente entre dos candidaturas extrapartidarias, López Murphy y Elisa Carrió, y otra oficial, la de Leopoldo Moreau, que cosechó un magro 2 por ciento de los votos.
Fue el tiempo de las profecías sobre la desaparición de los partidos. Una numerosa corriente analítica confundía la centralidad de los medios de comunicación y las encuestas en la configuración de la escena política (fenómeno que, por otra parte, atraviesa todo el mundo desde hace un par de décadas) con la licuación de las identidades políticas históricas y el definitivo ocaso de las estructuras que las organizan. Durante el mismo 2003 las sucesivas elecciones provinciales que abarcaron a casi todo el país y ocuparon todo el año, quedó demostrado que la política no puede reducirse a la instancia de las audiencias televisivas, ni los liderazgos pueden prescindir de la evocación de símbolos y el uso de aparatos territoriales: peronistas y radicales se repartían la abrumadora mayoría de los votos y de las gobernaciones a lo largo y ancho del país.
Desde entonces vivimos una suerte de empate entre los impulsos hacia nuevas coaliciones fuertemente personalizadas, capaces de atravesar las fronteras de las pertenencias políticas históricas y la supervivencia de las estructuras partidarias, progresivamente reconvertidas en áreas de influencia de caudillos provinciales y locales. Con la propuesta de la “transversalidad”, Néstor Kirchner intentó, apoyado en la centralidad de su emergente liderazgo, influir en la dirección de un reagrupamiento político en torno de dos coaliciones, de centroizquierda y centroderecha, en el que los dos partidos históricos ocuparían un lugar secundario. Toda la primera etapa del gobierno de Kirchner está atravesada por la tensión entre el impulso renovador y las demandas de gobernabilidad. Con el tiempo, la transversalidad sería suplantada por la “concertación”; no fue un simple cambio de nombre: los sujetos centrales dejaron de ser líderes locales del centroizquierda para pasar a ser gobernadores radicales, mucho menos identificados en términos ideológicos con el discurso gubernamental pero dotados de una fuerza territorial crucial para el proyecto de liderazgo transpartidario del entonces presidente. Ya a esa altura, el justicialismo había pasado a ser el soporte central del gobierno kirchnerista.
La concertación ganó una elección pero nunca terminó de nacer. A la salida de la elección, Kirchner intuyó que, en la etapa que se abría, la amenaza principal a su liderazgo vendría del Partido Justicialista y, en consecuencia, se concentró en su reorganización y en el ejercicio de su conducción. El conflicto agrario aceleró los tiempos y cambió las formas de la puja en sentido contrario a los intereses del grupo gobernante. Se debilitaron sus apoyos sociales y ese debilitamiento disparó simultáneamente las rebeldías internas en el justicialismo y la ruptura, en lo fundamental, de la concertación.
El Gobierno juega hoy su suerte electoral al desempeño de Kirchner en la provincia de Buenos Aires y de los gobernadores provinciales que, mayoritariamente, se mantuvieron fieles a su conducción. Su objetivo es salir de la elección con capacidad de incidencia en el debate postelectoral que inevitablemente se abrirá en el peronismo.
Mientras tanto el radicalismo, después de un prolongado eclipse político-electoral –que incluyó el apoyo institucional del partido a la candidatura de Roberto Lavagna, quien renunció al acuerdo prácticamente al día siguiente de la elección presidencial de 2007– encontró en las contingencias de los críticos días de la puja por las retenciones móviles un recurso inesperado: el vicepresidente Julio Cobos, previamente expulsado de por vida del partido por integrar la concertación kirchnerista, se convierte en una referencia política central para la opinión pública opositora. Una casualidad del juego político-institucional –la siempre muy improbable oportunidad del desempate en una elección del Senado– fue la ocasión para un matrimonio impensado entre un liderazgo escarnecido por su institución y esa misma institución que necesita de ese liderazgo.
Esta semana, mientras la campaña electoral se recluía en lo que parece ser su sede natural, los tribunales de Justicia salieron a ocupar espacios con dos hombres que aspiran a situarse en el centro de la coyuntura postelectoral, el ya citado Cobos y Carlos Reutemann. Cobos para sacarse una foto con quien ha sido convertido en estos días por la oposición mediático-política, con una no pequeña ayuda de Kirchner, en un perseguido político, el candidato De Narváez, y Reutemann para juramentar que no se unirá al kirchnerismo después del domingo 28. Ambos personajes juegan un juego muy parecido, el de las frases cortas políticamente correctas que ocultan cualquier definición política que pueda afectar su idilio con el consenso moderador antipolítico que tiende a reinar en el país. Ambos son también referencias obligadas a la hora de pensar un futuro bipartidista de la política argentina.
Hasta ahí los parecidos esenciales. El santafesino necesita revalidar sus aspiraciones en una elección provincial que luce más reñida de lo que esperaba; Cobos, en cambio, participa en la campaña con perfil bajo, tratando de desplegar sus fuerzas en el terreno del Acuerdo Cívico sin quedar, al mismo tiempo, completamente prisionero de sus ya visibles limitaciones electorales. Reutemann tiene un obstáculo principal a superar, la interna del PJ: un triunfo en esa sede lo proyectaría a la candidatura presidencial con grandes posibilidades de éxito; el vicepresidente necesita combinar una forma más o menos airosa de alejarse del Gobierno (forma que no le será deliberadamente facilitada desde la Casa Rosada) con una reinserción gradual y presentable en la UCR. Pero aún después del éxito de esa compleja operación debería resolver otro problema: cómo ganar una elección y asegurar viabilidad de un eventual gobierno con los recursos exclusivos de la parte “no peronista” de la política argentina. Es ahí cuando Cobos decide hacer de la necesidad virtud. “Por ahora” él no es un dirigente partidario. Entonces aprovecha su condición de outsider para el intento de extender su radio de influencia: ¿por qué el vicepresidente no puede dialogar con un candidato de otra fuerza política?, ¿no estamos acaso en la hora de los consensos y la moderación? Con el radicalismo habrá que acordar después porque finalmente el partido no tiene más alternativa al personalismo de Cobos que el personalismo de Carrió, más arduo y hoy con menos expectativas electorales.
Las declaraciones de Carrió después de la entrevista Cobos-De Narváez generan la curiosa situación de un radicalismo sacudido por una reyerta “interna” entre dos dirigentes que no pertenecen al partido. El episodio es revelador de una tensión central que probablemente atraviese a la política después de estas elecciones. El ascenso de Cobos y de Reutemann como emblemas de un bipartidismo no se sabe si resucitado o mal enterrado, significa el enfrentamiento con los liderazgos que expresaron de modo más significativo el desafío que esa fórmula política enfrentó en estos años. Para que el santafesino y el mendocino encarnen la vieja competencia en nombre del nuevo consenso hace falta que le ganen la pulseada a Kirchner, Mauricio Macri y Carrió. Es, en algún sentido, una batalla entre la clásica alternancia opaca en la que radicales y peronistas se critican mutuamente desde la oposición para conseguir el gobierno desde el que aplicarán políticas similares y el proyecto de una diferenciación política que atienda razones tan subalternas como los programas y los proyectos de país alternativos. Algo de esto también se juega en estas elecciones.
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