EL PAíS › OPINIóN
› Por Ricardo Forster *
Mientras el miércoles por la noche miraba el debate de los candidatos a diputados por la Capital Federal no podía dejar de preguntarme, por un lado, si existe la ingenuidad en política y, por otro lado, si todavía persiste entre nosotros la profunda desideologización de los años ’90, época, como todos recordarán, en que se anunció a los cuatro vientos una doble muerte: la de la historia y la de las ideologías, con lo que se habían vuelto vetustas y anacrónicas las referencias a derechas e izquierdas. En el tiempo dominado por la lógica del mercado y la estetización posmoderna de todo, ningún anclaje significativo podía ofrecer nada relevante, ninguna memoria política podía perturbar el juego de equivalencias que borraban historias, posicionamientos, conflictos, herencias político-culturales, resistencias, derrotas, hegemonismos, explotaciones, clases sociales, violencias (y la lista es demasiado extensa como para continuarla). Una nueva forma de lenguaje pasteurizado, construido con los retazos del marketing, la publicidad y la reingeniería empresarial, se ocupó de darle rienda suelta a la neutralización de la política, a su sometimiento a las gramáticas audiovisuales y a los designios de la industria del espectáculo.
Clausurado, por inactual, el tiempo de las derechas y las izquierdas, lo que reinó durante aquella década y hasta 2003 fue una suerte de naturalización de las construcciones neoliberales. Naturalización del mercado como referente primero y último de todas las relaciones sociales; naturalización de una estructura de valores que proyectó a escena al ciudadano-consumidor, ese mismo que concibió la vida social y democrática como si fuera un paseo de compras por un shopping center que, eso sí, tenía que venir con satisfacción garantizada; naturalización de una forma extrema de individualismo asentada sobre la fragmentación social y la profundización de la brecha entre ricos y pobres; naturalización, también, de la pobreza que se equiparaba a la lluvia, a un fenómeno de la naturaleza y que sólo podía ser tratado desde la perspectiva de la filantropía; naturalización del periodismo y de las corporaciones mediáticas como reaseguro de la misma democracia, silenciando los intereses defendidos por esas mismas corporaciones; naturalización de la reducción de la política y de los políticos a las demandas de las nuevas estéticas televisivas. Todas estas naturalizaciones venían a esconder un sistema de dominación que a lo largo de varias décadas llevó, hasta alcanzar dimensiones escandalosas, a la concentración de la riqueza en cada vez menos manos y a vaciar la relación entre democracia, política y litigio por la igualdad.
Mientras que en el debate televisivo Carlos Heller fue el único que intentó, con diversa suerte, regresar sobre los núcleos ideológicos que se estaban poniendo en juego, los otros tres candidatos se dedicaron mancomunadamente a descargar casi todas sus baterías sobre el kirchnerismo. No sorprende que ésa haya sido la estrategia de Michetti y de Prat Gay, ambos son deudores directos e indisimulados de una derecha que no se nombra como tal escondiéndose en la retórica del fin de las ideologías; sorprende que alguien como Pino Solanas, que dice expresar una posición nacional y popular, se haya dedicado todo el programa a bombardear a un gobierno que tiene como principal contrincante precisamente a la derecha neoliberal entramada en la alquimia de corporaciones económico-mediáticas y de partidos que simplemente se han transformado en correas de transmisión de esos intereses concentrados.
Pino Solanas eligió la estrategia de horadar la candidatura de Heller, desconociendo lo realizado en estos últimos años, jugando sin disimulos el juego de la derecha que lo trata como a una niña bonita que viene a legitimar lo que en la boca del macrismo o del gorilismo neorradical sería imposible de lograr. Pino colocó su prestigio, aquel que viene de una película como La hora de los hornos, para acabar favoreciendo a la única alternativa real de poder, la derecha restauracionista y privatizadora, que puede venir a sustituir al kirchnerismo en esta etapa histórica. No hubo, en prácticamente todas sus intervenciones, una denuncia de esa alianza neoliberal que viene, desde el año pasado, avanzando como una amenaza poderosa sobre los aciertos, y no sobre los errores, primero del gobierno de Néstor Kirchner y ahora de Cristina Fernández; no hubo junto a un denuncismo antigubernamental efectista algo equivalente dirigido contra aquellos que no sólo vienen por todo en la Argentina sino que buscarán también desestabilizar al resto de los proyectos populares que vienen desplegándose en Sudamérica y de los cuales este gobierno ha sido una parte fundamental. Poco o nada parece importarle a Pino Solanas el destino de Bolivia, de Ecuador, de Paraguay; poco o nada le preocupa el regreso de la derecha al poder, porque él y los suyos se imaginan como los herederos de la caída del kirchnerismo.
Así como el diputado Lozano votó junto con toda la derecha contra la Resolución 125 e hizo lobby para que los senadores de Tierra del Fuego hicieran lo propio, el miércoles pasado, en el debate televisivo, Solanas se dedicó a criticar con saña y sin ninguna mediación posible a un gobierno que, más allá de deficiencias y errores, ha hecho girar el tiempo argentino hacia una perspectiva reparadora de lo popular. Nuevamente termina por elegir quedarse junto a aquellos que desguazaron al Estado, que brutalizaron la política, que naturalizaron la pobreza y la desigualdad social, y lo hace recurriendo a un arsenal supuestamente progresista y popular, algo semejante a lo que su aliado de la Federación Agraria, Eduardo Buzzi, viene haciendo desde el 11 de marzo de 2008, habilitando a la Sociedad Rural a través de los recursos simbólicos de una federación que se pasó con armas y bagaje al campo de sus antiguos enemigos.
Quisiera imaginar, amigo lector, que es posible que exista la ingenuidad en política, que lo de Solanas fue simplemente una estrategia, muy mezquina, para restarle algún voto a Heller y ganarlo para su lista en esa apuesta por convertirse en el nuevo referente de una alternativa popular; quisiera creer en esa ingenuidad o en esa pequeñez, pero algo de lo impropio, algo que no nació en el debate televisivo de los candidatos sino que se viene expresando desde hace más de un año, me hace dudar, ahora, de mi propia ingenuidad a la hora de preguntarme por qué ese silencio de piedra para criticar a la derecha restauracionista, mientras se descargan todas las granadas sobre un gobierno acosado por esas mismas corporaciones de las que nada dicen realmente Pino Solanas y Claudio Lozano o que, en el momento de la verdad, terminan por defender como lo hicieron durante el debate por la 125. Nada más difícil que disputar efectivamente la renta y no, como otros, que sólo lo han hecho de forma retórica; nada más claro que ver cómo actúan las corporaciones y a quién quieren desbancar para entender si estamos ante una ficción, como dicen Pino Solanas y los suyos, o ante una compleja lucha política, económica y cultural. ¿Ha sido acaso una ficción la disputa por la renta agraria extraordinaria, o la que se abrió con la renta financiera a partir de la reestatización del sistema jubilatorio, o la que se avecina en la disputa por la renta simbólica a través de la nueva ley de medios audiovisuales? La derecha, estimado Pino Solanas, sabe cuándo algunas cosas van en serio o cuándo otras son mera cháchara testimonial.
Muy diferente ha sido y es la actitud tomada por Martín Sabbatella que, aunque no coincidamos en su decisión de presentar en estas elecciones una candidatura propia y diferenciada, lo ha hecho sin desconocer los méritos de lo realizado por el Gobierno y sin apelar a la lógica de la impostura y de la denuncia espectacular ni, mucho menos, dejando de criticar centralmente a la derecha. Lo ha hecho y lo hace con honestidad y sin plegar sus banderas y sus ideas. Lo de Pino Solanas ha sido de otro orden, ha tenido una virulencia verbal que sólo se podría conjugar y corresponder si su oponente fuera esa derecha restauracionista que espera paciente su turno para volver a ser la dueña de los destinos del país. Pero no, él y su partido han elegido como enemigo al gobierno sin importarle nada o casi nada la recuperación del sistema jubilatorio, la reestatización de Aerolíneas Argentinas, el saneamiento de la Corte Suprema, la política de derechos humanos, la defensa del trabajo y del salario en un contexto mundial de crisis y de políticas atentatorias contra los intereses de los trabajadores en la mayor parte de los países centrales, la construcción de un espacio latinoamericano atravesado por lo democrático, lo popular y lo emancipatorio que, entre otras cosas, contribuyó a frenar a la derecha fascista y separatista de la Media Luna boliviana, que les otorgó a 1.800.000 ciudadanos sin ninguna cobertura el derecho a jubilarse, que viene mejorando ostensiblemente la inversión en educación e investigación... Han preferido el sí... pero como forma de desconocer el giro histórico que se dio en nuestro país desde el 25 de mayo de 2003; han preferido el discurso de la impostura y de la ficción como si nada hubiera sucedido realmente y todo fuera apenas un engaño que no hace otra cosa que encerrar la continuidad del menemismo.
Mucho queda por hacer y por profundizar; muchos son los flancos débiles y las deudas con los que menos tienen; mucho queda por resolver con relación a los recursos naturales, a la protección de los glaciares, a la verdadera reconstrucción de un Estado devastado, a la imperiosa necesidad de llevar al Congreso una nueva ley de medios audiovisuales y a profundizar la redistribución de la riqueza; también mucho y decisivo queda por hacer a la hora de construir nuevas formas políticas de participación popular. Seguramente el 29 de junio estaremos discutiendo todo esto y más, sabiendo que un mismo espíritu emancipatorio debería reunirnos a todos aquellos que seguimos imaginando un país más justo, igualitario y libre; y sabiendo, también, dónde está el peligro, allí donde la amenaza de una restauración conservadora insiste sobre nuestro tiempo argentino.
* Ensayista, doctor en Filosofía, profesor de la UBA.
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