EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
La gran novedad que trajeron estos últimos días de campaña es que se incorporó el ridículo.
Hay que ubicar a esa palabra en un contexto muy preciso. Uno tiene todo el derecho de opinar, por ejemplo, que rotular a este gobierno como progresista se da de bruces contra la realidad. Y tanto por derecha como por izquierda. Aun cuando se tuviera en cuenta todo lo bueno que hizo, sobran motivos de cuestionamiento legítimo. La brecha entre ricos y pobres se mantiene intacta. No hubo una construcción de alianzas que garantice la posibilidad de continuar disputando terreno y, peor todavía, terminan recostados en los punteros del peronismo bonaerense. La acusación por haber erigido un capitalismo de amigotes es de muy improbable refutación. Unos cuantos megaanuncios o globos de ensayo acabaron como platos voladores: los miles de millones de dólares que allegarían los chinos, el tren bala, el pago de un saque al Club de París. La ausencia de todo plan de desarrollo conocido que no consista en depender de la soja. El horrible manejo de la crisis con los gauchócratas, más allá de su justeza de ideario. La mantención de un sistema impositivo escandalosamente injusto. Una lista que puede ampliarse, casi, todo lo que se quiera. Sin embargo, también es lícito confrontarla no ya con aspectos positivos puntuales sino mediante el registro de la correlación de fuerzas realmente existente; es decir, cuánto más podía haber avanzado (o cuánto más cabía esperar de, que es más o menos o lo mismo) un gobierno que en definitiva es expresión de la brutal crisis de representatividad estallada en 2001. Que es hijo de improvisaciones naturales a partir de la magnitud de esa explosión, que dejó a medio mundo desnudo y a los gritos. Visto en izquierda ortodoxa, un gobierno de burgueses tan explotadores como cualquiera. Visto por la derecha, un híbrido inclasificable que despierta desconfianza entre los “inversores” y el mundo desarrollado. Visto por lo que se llama centroizquierda, un modestísimo avance a cuya izquierda está la pared o una pared que tranquilamente puede ponerse más a la izquierda. Visto por la derecha, que no tiene centro, una amenaza sin más ni más que en el conflicto con los campestres motivó que se llamara a destituirlo. Pero digamos que la sola presencia de esa tensión discursiva inhabilita que pueda hablarse de un “ridículo”.
Si quiere hacerse, asimismo, un listado de las barbaridades y penurias que dejaron las gestiones de la derecha, el conjunto es igualmente válido. Remataron el país, objetivamente. Las deudas monstruosas, externa e interna; la extranjerización sádica de la economía; la fantasía del uno a uno; la desindustrialización; una cifra de pobres que llegó a la mitad del pueblo y otra de desocupados que trepó al 20 por ciento; el recorte al haber de los jubilados. Son datos que nadie está en condiciones técnicas o intelectuales de negar. Nadie. Lo hizo la derecha. Y mejor que no vayamos apenas un poco para atrás porque tenemos que incluirles el genocidio, claro. Pero todos esos factores también son contrastables desde una visión de derecha lúcida y/u honesta. Esto último, la honestidad, no desde una valoración moral sino con una ética de la aceptación histórica. Pueden decir que mataron a todos lo que tenían que matar porque la circunstancia de época no les dejaba otra opción. Pueden decir que el desquicio en que concluyeron los ’90, apreciado en mirada ecuménica, no fue al fin y al cabo más que un daño colateral –facturable a errores políticos y administrativos– de la modernización irreversible que necesitaba el país tras décadas de estatismo inoperante. Pueden decir que hay ejemplos como el chileno y el brasileño, demostrativos de que el problema fue local, aunque desde ya que sin meterse en la distribución de la riqueza de esos modelos tan eficientes. Es otra lista que también puede amplificarse, casi, todo lo que se quiera. Y uno puede estallar de indignación frente a esos argumentos, pero tiene que tomarse el trabajo de refutarlos. En consecuencia, la caracterización de “ridículo” queda tan inválida como en el bloque conceptual anterior.
Estas aclaraciones vienen a cuento de que el ridículo citado al comienzo remite, tan sólo, a sucesos de estas últimas jornadas de campaña. El periodista cree que, de no efectuarlas, así sea corriendo el riesgo de ser impreciso, daría curso a encontronazos bizantinos que pretende evitar, del tipo “los Kirchner viven en el ridículo con sus pretensiones progres” o “De Narváez y Michetti hacen el ridículo en cada afiche o spot donde prometen la nada misma”. No. Aquí hablamos de haberse recurrido, literalmente, a una demagogia terrorista que, en su afán de meter pánico en la clase media, cruzó todo límite ya no (solamente) de moral o ética, sino de lógica estricta, de sentido común, de comprensión estructural. No es el caso de Macri, quien, con un impresionante desparpajo que revela su pureza ideológica, sinceró para el aplauso su pretensión de que se reprivatice todo: Aerolíneas, el servicio de aguas, las jubilaciones. Ahí tenemos a un tipo de derechas que vale la pena, que no oculta, que no trampea, que a lo sumo puede ser contrastado con la eficiencia de su mandato. Y menos que menos es el caso de De Angeli, un animal capaz de requerir a voz en cuello que debe juntarse a los peones de las estancias, subirlos a la camioneta y decirles a quién hay que votar. Y mucho menos que menos es el caso de Jorge Chemes, ex titular de la Federación de Asociaciones Rurales de Entre Ríos y candidato a diputado de Carrió, quien dijo que, “como en la guerra, hay que ir matando a los de la primera fila, hay que barrer a la mayoría, a la mugre, para después empezar a remar. Lo primero es el enemigo –concluyó–, al que hay que matar”. No. No es el caso de ellos. Ellos no son los mejores de la derecha, pero sí son la derecha sanguínea y explícita que hace a la sinceridad de la clase que representan. Ellos son lo que transparentan el debate y las intenciones reales. Ellos son el mejor tributo de estas pampas a la frase inmortal de Franklin Roosevelt sobre el dictador nicaragüense Anastasio Somoza: “Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.
No. Acá hablamos de los que anunciaron que si gana el oficialismo se vienen la estatización de la banca, la devaluación y la confiscación de los depósitos. O más que eso: acá hablamos de los que condimentan la sopa para que eso efectivamente pase, producto, dirán, de las turbulencias institucionales (que ellos habrán generado). Pero antes que eso: eso sí que es el ridículo. Eso sí que es inventar. Eso sí que no debe perdonarse. Sean de una derecha bien, frontal. No de una que cae en el patetismo de adjudicarle a este Gobierno aspiraciones de revolucionario.
Viva Macri. Viva De Angeli. Viva Biolcati. Viva Grondona. Y volvé Neustadt, que te perdonamos.
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