EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
Vamos con una comparación ligada al fútbol, para compensar un poco el vocabulario bélico y crispado que describe las campañas. Un “penal” a cambio de “tropas”, “recalentamiento”, “alta tensión”, “duros cruces” y “bunkers”. Se está por ejecutar un penal en un partido importante, supongamos el reciente Ecuador-Argentina. La situación depende de dos protagonistas, el ejecutor y el arquero. Pero ningún hincha se privará de proponer la estrategia a su paladín, en general de viva voz, aunque lo esté mirando por tevé. Habrá muchos motivos para una conducta tan ineficaz, ninguno racional. Sin duda uno de los principales es emocional: es imbancable quedarse pasivo en una instancia decisiva.
En las campañas políticas, salvando todas las distancias, ocurre algo similar. En los tramos finales prima el voluntarismo, el afán de intervenir para mejorar el score. Desde luego, hay personas más cercanas a los candidatos que la hinchada. En contrapeso, es también real que, a menudo, ya no queda un penal que pueda volcar el resultado. Alguna vez se produjo el efecto Atocha. Hace décadas, un barbado Richard Nixon (se supone) se dejó birlar la elección en un debate con John Kennedy, apuesto y bien rasurado. Esos ejemplos son memorables, precisamente porque son infrecuentes. En verdad queda poco sustantivo por hacerse, no por parte de uno como en el penal sino de un conjunto mínimo de jugadores.
Pero nadie que esté en el rectángulo de juego se resigna a la inacción cuando la adrenalina fluye a torrentes. De ahí que en la última semana cualquier publicista crea que es Goebbels en persona y que (a diferencia de Goebbels, que tenía un arsenal que manejó en tiempos largos y escalonados) pueda hacer segregar saliva en un santiamén a una multitud de ciudadanos reactivos.
Y que los candidatos compren consejos cuasi mágicos, que fungen más como contención que como regla de eficiencia.
Las narrativas del periodismo, de los candidatos y de los consultores acicatean la tendencia. Hay un hecho cierto, muchos votantes se definen los últimos días. Eso no implica, seguramente, que su juicio no se haya ido macerando (acaso de modo imperceptible y hasta inconsciente) en semanas, meses o aun años previos. Las agendas han sido instaladas, se han generado varios imaginarios respecto de los candidatos, hay identidades previas que tienen su peso. Quizá todo lo que se haga en estas horas sirva tanto como una directiva a Tevez, gritada desde algún bar en la Argentina. Pero es artículo de fe de quienes participan en campaña que hay todavía resquicios para la voluntad y la creatividad.
Juegan a favor de esa pulsión los discursos de los encuestadores, centrados en los indecisos o en el votante móvil que se pronunció en sondeos anteriores y vira a último momento. La empiria sugiere que los indecisos tendrán conductas afines a sus símiles (sociales, culturales, ideológicos o geográficos) ya definidos. Y que el voto móvil es un dato residual, más funcional para que los consultores abran el paraguas ante eventuales errores predictivos que para anunciar cambios enormes en la intención de voto.
Así que a moverse se ha dicho. Dos issues se han presentado en las semanas postreras, el de la polarización en la provincia de Buenos Aires y el de las privatizaciones. Hablemos de ellos, yendo por partes como proponía el metodólogo Jack the Ripper.
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La polarización, merced al voto útil opositor, es una hipótesis habitual, sensata, porque alude a una conducta racional de los votantes. En general, el consenso de los analistas y encuestadores registra que, en Buenos Aires, Francisco de Narváez pesca en ese río revuelto, en detrimento de los radicales.
En 2007 Elisa Carrió y Roberto Lavagna bregaron por forzar ese efecto, sin mayor éxito. La líder de la Coalición Cívica primó sobre el ex ministro pero era percepción extendida que el kirchnerismo ganaba, lo que debe haber desalentado el voto útil.
Ahora, da la impresión de haberse producido el fenómeno. La reacción del Acuerdo Cívico y Social (ACyS), el pato de esa boda, fue lógica pero tal vez tardía. Los boinas blancas primero inculparon a las encuestas que los mostraban a la baja. Luego, denunciaron la proclividad de los peronistas a rejuntarse después de las contiendas electorales. El argumento es sugestivo, porque se basa en precedentes palpables, muchos de ellos cercanos. Pero, quizá, no suene convincente presentado tras un año de convivencia pacífica y acuerdos parlamentarios del ACyS con el macrismo y el peronismo ruralista. También es peliagudo, a esta altura de la competencia, contrarrestar la impresión de que la pelea entre De Narváez y Néstor Kirchner es decisoria y hasta agónica.
Los referentes de Unión-Pro cantaron un retruco conspirativo asombroso: hablaron de un pacto Carrió-Kirchner. Como disuasivo suena pobre, es difícil convencer a alguien de que los dos políticos más antagónicos surgidos del 2001, los más intransigentes, se hayan conjurado. Claro que hay algunos amagues kirchneristas, también extemporáneos, por darles aire a los radicales en la provincia. Daniel Scioli virtió alguna frase elogiosa con ese rumbo, cuesta imaginar que mueva el amperímetro. Pero de ahí a un pacto...
Claro que las campañas son el imperio de la táctica y que el resultado las santifica o crucifica retrospectivamente. Y, como nadie sabe a ciencia cierta cuál de todas las movidas determinó la posición final, cualquiera podrá mañana decir que algunas (en verdad inocuas) tuvieron un impacto enorme.
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La exaltación de las privatizaciones fue un raro injerto de Unión-Pro. El discurso de esta fuerza se asentaba en dos ejes fuertes. El primero, un antikirchnerismo sin fisuras. El segundo, la vacuidad seudorrepublicana que exalta el diálogo y los consensos gambeteando con garbo toda alusión a los objetivos a los que apuntarían esos instrumentos tan loables. Gabriela Michetti dio una lección de cómo aquerenciarse en ese “no lugar” de la política en todas sus intervenciones, incluida la del debate en A dos voces.
Mauricio Macri introdujo una ruptura con una drástica definición a favor de las reprivatizaciones. No fue un desliz, ya que su planteo fue remachado luego por De Narváez.
La sorpresiva aparición de Claudia Rucci con un discurso bien opuesto –-más estatizador que Hugo Moyano y hasta que el oficialismo (ver nota central)– puede obedecer a un cambio de criterio, a la ambición de una ofensiva catch all o a un ataque de sinceridad de una candidata de segundo rango. En horas, se verá.
Seguramente alentará el discurso conspirativo de los cívico-radicales. Los peronistas son incorregibles, podrán decir, engalanándose con una de las frases menos redondas de Jorge Luis Borges, una de esas boutades políticas tan inferiores a su obra artística.
En cualquier caso, toda la temática de las privatizaciones metió ruido en la muy prolija campaña del empresario-filántropo. Un ruido que, digámoslo, otra vez difícilmente tenga entidad para torcer el resultado final.
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Por supuesto hay muchas tareas útiles para desplegar en el tramo final, abandonada por casi todos la clásica costumbre de convocar a actos masivos. Reclutar e instruir fiscales, construir comandos de fiscalización, preparar los lugares de seguimiento del escrutinio. También es momento para el despliegue territorial, sea en sus manifestaciones más o menos clientelares o en el reforzamiento cara a cara de las lealtades partidarias o a un referente local. Los radicales, por ejemplo, se afanarán en azuzar la pertenencia, tratando de paliar la poca bolilla que le dieron al “efecto Alfonsín” en su liturgia y en sus discursos, al menos en los distritos más grandes. Hay quien cuenta que en provincia se nota más esmero en esa labor y que a más de cuatro dirigentes porteños conspicuos no les molestaría una floja performance de Elisa Carrió, mirando a 2011 y a Julio Cobos. Un sospechómetro ahí, por favor.
En cuanto a los reacomodamientos discursivos, el cronista mantiene su escepticismo. Los habrá, en tributo a la hiperkinesis, a la fe en los milagros, a la impropiedad de quedar impertérrito en un trance excitante. Y quién sabe, hasta por ahí sirven de algo.
En todo caso, el cronista no puede arrojar la primera piedra. El estuvo, pocos días ha, en el comedor de su casa pidiendo primero que Messi pateara el penal y luego suplicando a Tevez que shoteara un taponazo alto, al medio del arco.
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