› Por José Natanson
La mesa de diálogo entre el Gobierno y los partidos opositores incluye, como punto uno del temario, la propuesta de reflotar la ley de internas abiertas, obligatorias y simultáneas que había sido derogada en el 2006. El oficialismo parece entusiasmado, la oposición no ha dicho que no y se ha ido creando un consenso muy superficial pero muy amplio alrededor del proyecto. El tema, sin embargo, merece una discusión.
El primer efecto posible de una norma de este tipo afecta a los partidos, con el riesgo de que, en lugar de fortalecerlos, termine debilitándolos. El razonamiento es simple: al abrirse la participación, el voto de los afiliados “vale” lo mismo que el de los independientes (o incluso menos, pues es probable que los candidatos consideren que es más rendidor conquistar a los independientes, que son más). Esto puede erosionar el vínculo candidato-afiliados, independizando al primero de los segundos y restándole autonomía a la organización partidaria, cuyos contornos, ya de por sí difusos, se diluyen aún más. Así, se ampliaría todavía más la distancia entre el partido y sus candidatos, lo que a su vez puede reforzar dos de los grandes males que este tipo de normas deberían corregir: el personalismo y el decisionismo.
Como sostienen Adriana Gallo y Victoria Sheepshanks (“Representación política y democracia partidaria. El debate en torno a las primarias en los partidos de América Latina), “la paradoja es que se intenta mejorar la representatividad de los partidos a costa de procedimientos que tienden a desligar a las organizaciones de sus candidatos”.
Pero hay más. En la medida en que el candidato ya no debe su lugar en la lista a los militantes ni al partido sino a la ciudadanía en general, queda más atado que nunca a la opinión pública, lo que fortalece el imperio de la imagen por sobre los programas y las ideas. Esto debilita el rol de los partidos como generadores de plataformas políticas y produce además un efecto ideológico. Y es que, aunque muchos de los que impulsan este tipo de iniciativas, especialmente desde las ONG, se obstinen en presentarlas como si fueran ideológicamente neutras, lo cierto es que no lo son: un candidato que debe su lugar a la ciudadanía y no a su partido tenderá a expresar los valores generales de la sociedad antes que las ideas de su organización, lo que puede resultar en un vaciamiento programático de las fuerzas políticas, tal como advierten Flavia Freidenberg y Francisco Sánchez López (¿Cómo se elige un candidato a presidente? Reglas y prácticas en los partidos políticos de América Latina).
Desde el punto de vista de la vida interna de los partidos, lo primero que habría que cuestionar es la idea de que una norma de este tipo contribuirá de manera automática a democratizarla, disolviendo las estructuras oligarquizadas, debilitando el poder de los aparatos y acercando la sociedad a las fuerzas políticas.
En el contexto de una sociedad apática y con escasa vocación participativa, parece difícil que las grandes mayorías populares se involucren en la interna de un partido simplemente porque se les ofrezca hacerlo. Pero incluso si lo hacen, podrán participar sólo de la última fase del proceso selectivo, que es más largo y cuya definición seguirá concentrada en las minorías de siempre. Puede suceder que la pregunta de hoy –¿quién elige a los candidatos?– retroceda sólo un escalón –¿quién elige a los precandidatos?– sin que cambie gran cosa.
El impacto sobre los afiliados también debería ser tenido en cuenta. Como es obvio, la internas abiertas, obligatorias y simultáneas desvalorizan el valor de los afiliados al quitarles peso relativo en la decisión más importante de un partido: la nominación de candidatos. El derecho a definir las listas es uno de los incentivos más importantes, en algunos casos el único, para afiliarse a una fuerza política. Si ese derecho se extiende a todo el mundo, se diluye, y la afiliación pierde sentido. No se trata de reivindicar la ilusión de una militancia masiva que hace al menos dos décadas que no existe en la Argentina, pero sí de señalar los efectos que una norma de este tipo podría generar sobre los –pocos– militantes que aún quedan.
Las cosas pueden llegar a lo insólito. En la ley de internas abiertas del 2002, se daba la absurda situación de que el afiliado sólo podía participar de una interna (la de su partido), mientras que el no afiliado podía elegir en qué interna participar. Como señala Miguel De Luca en un lúcido artículo sobre el tema (“Desventajas y riesgos de las internas abiertas, simultáneas y obligatorias”), “se trata sin vueltas de un castigo para quien se compromete y participa”.
Otro punto que conviene analizar es cómo la imposición de internas abiertas afecta la imagen de partidos y candidatos. En “Ventajas y desventajas de las internas abiertas”, Ana María Mustapic imagina dos escenarios. El primero es una interna de baja intensidad: si los precandidatos de un partido acuerdan los ejes de un programa común y coinciden en un núcleo básico de ideas, entonces es posible que la contienda se desplace a las imágenes y las cualidades personales de los candidatos, lo que podría alimentar la sensación social de que la disputa se centra en problemas menores y alejados de las preocupaciones de la gente: la crítica por el internismo.
Si, en cambio, la interna gira alrededor de ejes ideológicos sustantivos, la sociedad tal vez se interese más y quizá la competencia adquiera un fuerte sentido político. El problema es que, en ese caso, las chances electorales del partido, tensionado por una dura interna, disminuyen: la crítica de la bolsa de gatos.
Las últimas elecciones demostraron que los temores acerca de irregularidades generales en las elecciones resultan muchas veces infundados (aunque hubo varios casos puntuales a nivel local o incluso provincial).
Sin embargo, las internas abiertas abren la posibilidad de que un partido intervenga tramposamente en la vida interna de otro. Esto puede suceder si los partidos que consensuaron sus candidaturas son eximidos de realizar una interna, en cuyo caso tienen a sus afiliados disponibles para incidir en la interna de la fuerza rival de la manera que les resulte más provechosa, por ejemplo inclinando la balanza por un candidato poco taquillero.
Pero la intervención puede darse incluso si aquellos partidos que consensuaron sus candidatos son obligados a participar de las internas: el partido de lista única puede utilizar a una parte de sus afiliados para votar a su candidato, mientras que el resto se dedica a lo que verdaderamente importa: influir en el partido rival. Como señala De Luca, no es absurdo pensar este escenario en una provincia en la que un partido gobierna desde hace décadas, tiene una fuerte organización territorial y un liderazgo firme.
Durante décadas, las leyes electorales de la mayoría de los países tendían a respetar el principio de libertad de organización. La ley argentina de partidos, sancionada en 1985, exige un mínimo de democracia interna a través de la elección de autoridades de forma periódica y la disposición de un órgano independiente del Poder Ejecutivo (la justicia electoral) para controlar estos procesos. Bajo esta ley, algunos partidos y alianzas celebraron internas abiertas muy masivas, como la pionera de Izquierda Unida en 1988 (Zamora-Vicente), la aliancista De la Rúa-Fernández Meijide o la que enfrentó a Domingo Cavallo con Gustavo Béliz.
En los últimos años, la tendencia apunta hacia una mayor intervención del Estado en los asuntos internos de los partidos. Esto tiene una explicación: el debilitamiento de los partidos como grandes agregadores de intereses sociales y formuladores de plataformas ideológicas ha ido reduciendo cada vez más sus funciones, hoy limitadas básicamente al reclutamiento de personas para cargos públicos, convirtiéndolos en virtuales entidades paraestatales. Esto exacerba el viejo problema del financiamiento electoral mediante recursos públicos, del que la última campaña kirchnerista fue un ejemplo ostensible. Pero también está la cuestión del financiamiento privado, de la política como negocio, de lo que la campaña de Francisco De Narváez es una ilustración no menos notable.
Parece lógico entonces establecer nuevas normas que regulen la vida interna de los partidos y controlen su financiamiento. Lo que no es seguro es que las internas abiertas sean la mejor solución. Como es obvio, las internas duplican costos y extienden los tiempos de las campañas. Y si hay varios casos de internas transparentes y exitosas, también los hay de algunas muy cuestionadas, como la interna abierta del PJ porteño de 1990, que consagró a Carlos Corach como candidato a senador, y de otras también escandalosas, donde la participación de independientes fue limitada y donde el candidato elegido resultó un fiasco: la interna radical de noviembre de 2002, en la que se impuso Leopoldo Moreau, que en las elecciones generales obtuvo el 2,34 por ciento de los votos.
La crisis de representación, la apatía ciudadana y el debilitamiento de los partidos son datos irrefutables que sería tonto negar. El problema es que se ha impuesto, como irreflexiva respuesta, un sentido común bastante frívolo (en los medios, en la sociedad y asombrosamente también en buena parte de la clase política) alrededor de algunas reformas que se plantean como mágicas: la lista sábana (aunque se sabe que es el único sistema que garantiza la proporcionalidad), el voto electrónico (aunque –de acuerdo con el sistema que se utilice– no deja constancia física, lo que impide los recuentos posteriores, y además reduce a un grupo minúsculo el número de personas capaces de auditar una elección), y ahora las internas abiertas.
Las operaciones de ingeniería electoral son iniciativas complejas cuyos efectos muchas veces resultan imprevisibles. Pasa lo mismo que con la cocina francesa, con la preparación de, digamos, una cassoulette de petits gris de Namur aux herbes fraîches: uno pone ciertos elementos, define una combinación y puede esperar razonablemente cierto resultado, pero nunca sabe exactamente con qué se va a encontrar. No es hacer papas fritas. Conviene tener cuidado.
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