EL PAíS › OPINION
Empresarios que salen a la luz y hablan tal cual son. Una derecha sin palabra. El debate se amplía. Los puntos más cuestionados. Los posibles aliados del oficialismo, su prosapia y sus intenciones. Reformas posibles. Prospectiva en Diputados y en Senadores. Un elogio a la caja de Pandora democrática.
› Por Mario Wainfeld
Daniel Vila, presidente del Grupo Uno, dice que el proyecto de ley de Servicios de comunicación audiovisual es la mayor violación constitucional desde el golpe de Estado de 1976. El empresario ranquea por debajo al propio terrorismo de Estado, al arrasamiento de la legislación laboral, a la confiscación de jubilaciones producida por la Alianza, a tantas normas que la Justicia declaró violatorias de la Carta Magna. El planteo no resiste un análisis serio, sólo da la talla de la furia de las corporaciones empresarias, cuyo apego a la ley y a la democracia se supedita a la defensa de sus intereses creados. Reclaman seguridad jurídica y al mismo tiempo presionan para sacar de arrebato una ley sobre ART que mantenga cláusulas que el Supremo Tribunal declaró inválidas hace pocos años.
El poder de los mandatarios y los legisladores es usualmente refractario a la luz, como sus rostros. El de Vila, un protagonista poderoso desde hace años, emergió por necesidad. Como cuando se destapó el impresentable Marcelo Bombau en defensa de TSC o cuando ignotos ejecutivos de AFJP asumieron la visibilidad democrática, que los desnuda poco calificados para la convivencia y la polémica abierta.
Algo similar les ocurre a importantes dirigentes de la derecha. El diputado nacional Francisco de Narváez, a la sazón socio de Vila, tras su importante aporte al discurso político (“alica, alicate”) casi no emite palabra. Hasta sus contingentes aliados asumen que le falta aptitud para hacerlo en un contexto en el que existen réplicas y refutaciones.
Le preguntan a Carlos Reutemann su parecer. Contesta, es su estilo, con una oración unimembre: “Como Chávez ¿no?”. No añade sustancia ni desarrollo al lugar común. Mira a la cámara como un chico pillado en falta en un examen para el que no estudió, fantaseando que sacará el puntaje mínimo para zafar.
Varios referentes del establishment, esperanzas blancas, encuentran un escollo severo en el manejo del idioma castellano. Están entre los que reclaman más juego para el Parlamento, donde les pasan el trapo tanto sus adversarios cuanto dirigentes con rodaje político que comparten en sustancia su posición.
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El debate, empero, avanza. Es una primera victoria, digamos gramsciana, del oficialismo y de quienes lo acompañan en la reforma. Temas que fueron tabú durante años se ventilan al aire libre. Se habla sobre monopolios, sobre abuso de posición dominante, se repasan privilegios cristalizados en los últimos treinta años. La posición de quienes quieren cerrar la puerta es poco airosa: deben empezar haciéndose cargo de que la norma vigente es anacrónica, que lleva las marcas indelebles del autoritarismo procesista y la desaprensión privatista del menemismo, que arrasó el patrimonio público. La propia invocación de eventuales monopolios futuros como un riesgo los introduce en un declive que les complica la existencia.
La polémica aviva otros pedidos referidos a la libertad de expresión, la agenda se expande. Se recuerda la “cláusula de conciencia” contenida en el Estatuto del periodista, ONG y legisladores deploran su tenaz incumplimiento. El cronista propone una perspectiva, subestimada por el discurso dominante. Toda la temática de los medios está cruzada por relaciones de poder. Las grandes empresas compiten por el poder político. Las relaciones entre patronales y trabajadores de prensa suman su lógica propia al usual conflicto de intereses, en ambas priman las correlaciones de fuerzas. Por eso fue injusto el ex presidente Néstor Kirchner cuando respondió de mal modo al periodista Leonardo Míndez homologándolo al grupo Clarín, en el que trabaja, y haciéndolo cargo de una línea editorial que no es su responsabilidad. Reacciones de ese tipo subestiman las complejidades del trabajo periodístico, menoscaban su profesionalidad y rebajan una discusión que, a pesar de todo, levanta vuelo.
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El oficialismo procura apurar la votación y varios partidos opositores dilatarla, para hacerlo en el escenario más propicio para sus chances. Todos tienen derecho, ese tironeo forma parte del juego parlamentario que también tolera triquiñuelas como el road show propuesto por la diputada radical Silvana Giudici, cuya finalidad ostensible es diferir el tratamiento en el recinto. No es sensato indignarse por esas tácticas, tampoco tomárselas demasiado en serio o priorizarlas respecto del fondo del asunto.
Hay un acuerdo implícito, chocante, entre algunos cruzados del Gobierno y sus contrapartes opositoras: es el de juzgar esta ley una criatura kirchnerista. Por cierto, la iniciativa es del oficialismo, que tiene la extraña capacidad de transformar una derrota electoral en el comienzo de una ofensiva política. Pero la propuesta se decantó en años de construcción democrática, recoge legados memorables, como los conocidos “21 puntos”, un aporte sustancial para la ampliación de ciudadanía. La operación de los críticos tiene un sentido: descalificar el proyecto por ser la enésima manifestación del chavismo kirchnerista. La sustracción del oficialismo es menos racional. Negarle arraigo histórico a una medida la debilita de cara al futuro.
La densidad del cambio propuesto impacta en el mundillo periodístico (que no repite los emblocamientos del conflicto con “el campo”, muy adversos al Gobierno) e impulsa a los partidos de centroizquierda a plegarse.
El oficialismo enfrenta un desafío, conformar una mayoría parlamentaria amplia en la que los aliados tengan el imprescindible voto pero también voz. Reconocerles entidad, participación y protagonismo es funcional para cimentar la calidad institucional y construir un consenso extendido. Lo bello no quita lo útil, también es imprescindible para que Diputados apruebe la ley.
En la reciente conferencia de Unasur en Bariloche, la Presidenta buscó a su par colombiano Alvaro Uribe para que se sumara a la consabida foto de los asistentes. El gesto, inteligente, debería ser tomado como ejemplo para la política doméstica. La intención dominante de los diputados de centroizquierda es votar afirmativamente pero sin ser traccionados o “llevados a los talerazos”. Estar en la foto, meter mano en el texto, prorratear el capital simbólico de una medida relevante son demandas lógicas. Un reto para la muñeca y la tolerancia de los operadores del kirchnerismo, que suele ser muy desaprensivo con las premisas de los otros, así sean los que los acompañan, y que ha pagado por eso en los últimos años un precio muy alto.
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El socialismo, el SI, Proyecto Sur, los apodados radicales “K”, otros bloques progresistas tienen un camino hecho en la materia. Ni el más enfadado defensor del statu quo puede endilgarles sospechas de autoritarismo o avasallamiento de las instituciones. Reutemann, es verdad, acusó a Hermes Binner de manejos “nazis” durante la campaña, pero nadie lo tomó en serio, como ocurre cuando se explaya un poquito. Gustavo López, que tuvo un comportamiento ejemplar como interventor del Comfer en las trágicas y enloquecidas jornadas de diciembre de 2001 (pidiendo mesura a los comunicadores y frenando los reclamos de censura de varios moradores de la Casa Rosada), defendió con altura y serenidad los lineamientos del proyecto oficial. Aliados con esos pergaminos embellecen al oficialismo, su concurso debería apaciguar paranoias exageradas pero no siempre mal intencionadas.
Las pretensiones de este conjunto de legisladores son variadas y sería temerario dar por selladas aprobaciones o rechazos hoy. Pero todos tienen un denominador común que es levantar el piso de la ley, reforzando los controles al poder del Ejecutivo.
Los puntos más cuestionados ya son moneda corriente, el lector interesado los habrá hojeado o escuchado en esta semana. La autoridad de aplicación, regulada en el artículo 40 del proyecto, tiene cinco integrantes, tres oficialistas. La bancada del Frente para la Victoria (FPV) parece estar dispuesta a agregar un integrante más, de origen “federal”, esto es, proveniente de las provincias. Algunos de sus virtuales aliados prefieren que se agregue una silla para un representante del mundo académico. Para el cronista suena muy poco práctico desligar a la autoridad de gestión del Ejecutivo, aunque se puede mitigar su mayoría. La experiencia internacional comparada privilegia el criterio sugerido por el Gobierno. La posibilidad de crear un ente público no estatal diferiría la puesta en funcionamiento del nuevo sistema y abriría una polémica difícil de zanjar acerca del origen y la legitimidad de sus autoridades.
La habilitación de las telefónicas para competir por las licencias es otro punto ríspido. La amenaza de la expansión monopólica está prevista en el proyecto pero, dada la magnitud y el desempeño previo de las empresas de ese sector, la norma puede mejorarse regulando con más firmeza las restricciones. O estipulando un ingreso paulatino al mercado.
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Los diputados del FpV suponen que cuentan con los apoyos imprescindibles y algo más. En Senadores, tabula el cronista, es otro precio. En primer lugar, la lógica imperante impide al oficialismo en la Cámara alta aceptar correcciones que harían volver el proyecto a Diputados, con final incierto. Pero esencialmente, porque el sistema D’Hondt con piso bajo permite que la Cámara de Diputados cobije a minorías variadas, expresivas del pluralismo social. El Senado es tradicionalmente más conservador. El actual, formateado por el Pacto de Olivos, añade una característica: es el reducto del bipartidismo tradicional, poco afecto a los avances y muy permeable a las presiones de las corporaciones de todo pelaje. La preeminencia de peronistas y radicales se matiza algo en los distritos gobernados por fuerzas nuevas: Capital, Santa Fe y Tierra del Fuego. Pero la hegemonía de los viejos partidos vive y colea.
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El gobernador Binner, congruente con su trayectoria previa, se diferenció del núcleo del entrópico Acuerdo Cívico y Social. No quiere quedar pegado al gobierno nacional pero tampoco encerrado en un colectivo conservador, máxime si Julio Cobos, perdonándole la vida, le “ofrece” la vicepresidencia. También incide, dicen en su torno, su interés en crear un canal y una radio pública en una provincia colonizada por estribaciones de los oligopolios nacionales. Los municipios santafesinos también pugnan por entrar en el espectro. La vivacidad de la sociedad civil y los alineamientos políticos recientes del interior provincial auguran que esos nuevos actores no serán mansos y tranquilos frente al kirchnerismo.
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Otro implícito simplista recorre el ágora: es la eternidad del kirchnerismo, en la que dicen creer propios y ajenos. Sin embargo, viene de perder una elección, hay aroma de alternancia en Argentina y en los países vecinos, desde 1928 ningún oficialismo gana tres presidenciales seguidas por acá... El panradicalismo, el peronismo disidente (si subsisten las coordenadas actuales, difíciles de remover) tienen perspectivas más que pasables de llegar a la Rosada en poco más de dos años.
Un cambio de legislación puede encontrar a los jugadores con los roles cambiados, en un lapso muy breve. El poder democrático, a diferencia de los económicos, es por plazo acotado y se pone a prueba regularmente. Una minucia a menudo olvidada en tantos análisis gobiernocéntricos que subestiman o encubren a otros actores que no se someten a la voluntad popular ni a nada que se le parezca.
Cada vez que se defiende un esquema de poder consolidado se apela al espantajo de la anarquía o (así fuera) la indeterminación del futuro. El ancien régime, parafraseemos ese razonamiento clásico, no será gran cosa pero otorga tranquilidades. El futuro es impreciso, quién sabe cómo manejarán sus libertades los nuevos poseedores de derechos. En todos los ámbitos, pero en especial en el tercio reconocido a entidades sin fines de lucro, ésa es la gracia. Abrir la puerta a la participación y al pluralismo puede producir corrientes de aire. Comparado con lo que hay, suena muy refrescante.
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