EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Hay una opinión predominante en el Congreso nacional que venció las barreras que suelen dividir a oficialistas y opositores: aun los más críticos terminaron aceptando la necesidad de una nueva ley de medios audiovisuales, aunque los opositores no abandonaron el afán de criticar algunos artículos (la mayoría sugeridos en editoriales periodísticos) de la media sanción votada por mayoría en la Cámara baja. El mayor temor en la Casa Rosada –de ahí el apuro por la sanción– era que la demora en el tiempo permitiría que el poderoso aparato de presión y propaganda de los empresarios de medios quebrara la voluntad de congresistas hasta disminuir el número indispensable. El Ejecutivo puso el apuro, pero fue determinante el valor de diputados de centroizquierda que se quedaron al debate final de Diputados y mostraron que, si el resto de la oposición hubiera hecho lo mismo, habrían logrado más cambios en el articulado del proyecto de ley.
Los socialistas y algunos de los hombres de Pino Solanas, entre otros, dejaron de recibir alabanzas y amplios espacios noticiosos en los mismos medios que les endulzaban los oídos hasta el día anterior, pero cumplieron con sus convicciones y, además, hicieron sus aportes a la innovación cultural. No fue un acto revolucionario, pero aceptaron el deber de principios de las izquierdas democráticas en las sociedades modernas. Hay otras batallas que demandarán compromisos de distinto calibre si la presidenta Cristina arremete con una ley a la renta financiera y la muy postergada reforma política. Podrán criticar los modales del oficialismo o el estilo avasallante derivado de la cultura de mayoría (proscripta y perseguida por décadas), pero si avanza en esa dirección renovadora, de todos los gobiernos de esta etapa de continuidad democrática, con la excepción del Juicio a las Juntas del terrorismo de Estado al comienzo del período de Alfonsín, habrá sido sin duda el más revulsivo de todos, incluido el primer gobierno Kirchner.
A lo mejor nada de esto alcanza para asegurar la continuidad del bloque que encabeza el matrimonio en otro período gubernamental, pero sus realizaciones serán honradas en algún momento, ojalá más temprano que tarde, de un modo parecido al que recibe hoy en día la memoria de Arturo Illia o, en otros planos, de Arturo Frondizi. Es posible que las capas medias urbanas y rurales, colgadas del barrilete de los más ricos, no soporten por más tiempo el estado de crispación que hoy sacude a cualquiera que procure informarse de las novedades del país y del mundo. Una crispación desmesurada habida cuenta de que el mundo entero fue sacudido por un derrumbe financiero con muy lejanos precedentes y el país pudo mantenerse sin caer exhausto en ningún pozo. Si hoy el número de pobres es igual o mayor que en años anteriores, pese a las “tasas chinas” de crecimiento de seis años seguidos, es porque le faltó la decisión al Gobierno de redistribuir las riquezas con el mismo coraje político que le inspiró la ley de medios.
Todavía está a tiempo de sacudir la modorra de los discursos inútiles y realizar un programa renovador en la producción y el trabajo de todo el país, aunque tenga que utilizar una porción de las reservas apiladas con tanto mérito. Del mismo modo con que se pagó al contado la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y se negocia la cancelación de la deuda con el Club de París y los tenedores de bonos, así podrían invertirse fondos para reconstruir la red ferroviaria nacional, la infraestructura vial y de puertos, además de un plan de viviendas populares en número suficiente para hacer diferencia. Debería ser un plan épico, capaz de incentivar el optimismo nacional y sacar al país de estas disputas entre hombres de negocios.
Así como es posible reconocer avances en algunos sentidos, al Gobierno le quedan deudas pendientes, de esas que interesan a las familias trabajadoras, a las provincias abandonadas, a los jóvenes sin futuro de vida y a tantos otros ciudadanos que están siendo ganados a la idea de la corrupción impune. Cada día hay un pequeño o gran escándalo, en los que se habla de millones y millones, sin que nadie vaya preso. Es sabido que la Justicia es lenta y que los abogados defensores son rápidos, pero si uno quiere saber cómo terminará la investigación de los medicamentos truchos podría remitirse a cualquiera de los escándalos que han estremecido el interés público, pese a que muy rara vez tuvieron un final a la vista. Terminaron en enigmas sin solución y en responsables libres de culpa y cargo. Ha pasado un cuarto de siglo y todavía la mayor parte de los terroristas de Estado envejece en sus residencias y muchos con pensiones que paga el Estado con fondos de todos.
Si el Poder Judicial está enviciado por sus propias debilidades, los otros dos poderes tienen que encontrar la manera de sacudir el árbol y abrir nuevos caminos. Toda la oposición se engolosina hablando mal del Consejo de la Magistratura porque –dicen– desde allí la Casa Rosada controla a jueces y fiscales que quieren investigar la corrupción, pero lo cierto es que el mentado Consejo no muestra el fruto de su trabajo en mejorar los tribunales y abrirles paso a los millones de expedientes que esperan turno, juntando polvo en algún anaquel olvidado. Hasta la Corte Suprema cayó en la volteada y ya se acabó la luna de miel. Ahora son acusados por divulgadores del porro, aborteros y, en el mejor de los casos, se los presenta como un grupo bien intencionado que ordena limpiar el Riachuelo, pero esas aguas siguen tan asquerosas como siempre sin que nadie tenga castigo. ¿Cuándo fue que dejó de regir en el país la norma elemental que imponía penas al culpable porque “el que las hace, las paga”? ¿O nunca fue así?
A lo mejor este rosario de rezongos, que se escuchan a diario en la calle, resulten demasiado pequeños para alguien, como la presidenta Cristina, que está dedicada a reformar las instituciones financieras del mundo, pero es casi seguro que las informaciones que recibe el ciudadano, y las que quiere recibir, están muy lejanas de los salones alfombrados de hoteles de lujo y de salas elegantes, donde un pequeño grupo –lo llaman el G-20, como en una novela de espías– tiene la osadía de pensar el nuevo mundo que renace, como el Ave Fénix, de las cenizas del que destruyó la codicia sin límites de los apostadores financieros, pero sin eliminar a los jugadores. Hasta el FMI, que no acertó ninguna previsión ni dio ningún alerta válido y sigue repitiendo sus viejas recetas de alquimistas fracasados –lo que anda bien, sus expertos logran que ande mal a corto plazo si los dejan intervenir–, anda dando vueltas por el mundo con sus bronces lustrados y sus pergaminos impolutos, como si no tuvieran ninguna culpa por los muchos males que han sacudido a los países en desarrollo. Mientras tanto, en Honduras el drama se convirtió en sainete, pero ha quedado el golpe de Estado sin que ninguna institución internacional tenga el peso suficiente para influir en las decisiones de ese pequeño país centroamericano. Es tan ridícula la impotencia, que en Washington se preguntan con alguna sorna: ¿Ahora quieren que intervengamos, cuando nos criticaron durante todo el siglo pasado por meter las narices en asuntos de terceros?
A la gente de la antigua Terrabusi, sin empleo para el día de mañana, el G-20 no les va ni les viene. Cuando la Presidenta viaja, ¿nadie se hace cargo de la población de este país? ¿O es que todos los funcionarios están ocupados con la ley de medios? Una mejor distribución de tareas también contribuiría a mantener en alto el prestigio del Gobierno.
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