EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
Tradicionalmente, la pobreza se mide de manera muy simple, en función del ingreso monetario. El Banco Mundial, por ejemplo, considera que una persona es pobre si gana menos de dos dólares por día e indigente si gana menos de uno (el organismo sostiene que este parámetro apunta a superar el caos metodológico y estandarizar criterios de medición, aunque sus críticos argumentan que se impuso como una forma de diluir los efectos sociales negativos de las reformas de los ’90). La Cepal toma para sus mediciones las estadísticas oficiales de los países, pero a veces construye canastas propias. El Indec también se basa en este criterio: el umbral de indigencia, fijado por la Canasta Básica Alimentaria, es de 454,57; la línea de la pobreza, calculada en base a la Canasta Básica Total, que incluye alimentos y servicios no alimentarios, es de 1025,13.
Las críticas a esta forma de medir la pobreza han alcanzado un sólido desarrollo teórico y práctico, en buena medida como resultado de los trabajos pioneros de Amartya Sen, el Premio Nobel de Economía cuyas investigaciones en Bangladesh demostraron que en 1978, cuando la región atravesaba su peor período de hambruna del siglo, las exportaciones de alimentos se incrementaron exponencialmente. A partir de estos hallazgos, Sen propuso redefinir los índices de bienestar, cuestionó al PBI como parámetro principal de riqueza de un país (el argumento clásico es: la construcción de un basurero a cielo abierto en un municipio hace aumentar el PBI, y lo mismo la construcción de una bomba nuclear), sentó las bases de nuevos y más complejos índices (como el Indice de Desarrollo Humano, que integra seis indicadores) y avanzó en una redefinición del concepto de pobreza.
La idea de Sen es que la línea de pobreza no permite apreciar los diversos grados de vulnerabilidad y que es necesario, por lo tanto, elaborar una medición basada en el bienestar de los individuos, lo que implica reincorporar la dimensión ética y humana a los problemas –e indicadores– económicos. Bajo la noción de que los factores geográficos, biológicos y sociales pueden agudizar o mitigar el impacto de los ingresos en cada individuo, Sen sostiene que no alcanza con estimar el dinero que recibe una persona para saber si es pobre. Un ejemplo simple: dos personas pueden tener el mismo ingreso, pero si la primera vive en una villa, sin cloacas y agua corriente, y la segunda en una casa del Fonavi provista de los servicios esenciales, no tiene sentido situarlas en el mismo nivel. Conceptualmente, entonces, la pobreza debe ser vista como una privación que impide a los individuos, socialmente considerados, el desarrollo pleno de sus capacidades. La pobreza es, en última instancia, falta de libertad.
Dos semanas atrás, el gobierno francés recibió las recomendaciones de una comisión de alto nivel presidida por Sen y por Joseph Stiglitz e integrada por Jean Paul Fitoussi, encargada de proponer una nueva forma de evaluar la situación económica y social, que propuso cambiar el modelo estadístico para reorientarlo a la medición del bienestar y la felicidad de los ciudadanos. El hecho de que el muy derechista Nicolas Sarkozy haya sido el impulsor de la iniciativa revela la flexibilidad y la audacia de la nueva derecha europea (no todo lo bueno viene de la izquierda, ni siquiera en Francia).
La semana pasada, el director de la Encuesta Permanente de Hogares del Indec, Claudio Comari, explicó a Página/12 que el organismo buscará modificar la metodología de medición. Para Comari, la estimación de ingresos actual no da cuenta del fenómeno de la pobreza en su totalidad, por lo que es necesario incorporar al índice otros beneficios (mencionó el programa Remediar, el plan de Seguridad Alimentaria y los planes de vivienda).
La declaración de Comari sería sensata si no fuera porque apenas dos días antes el Indec informaba que la pobreza había caído en el primer semestre, en forma interanual, de 17,8 a 13,9 por ciento, al igual que la indigencia, que se situaba en 4 por ciento, convirtiendo a la Argentina en el único país de América latina cuyos indicadores sociales mejoran en tiempos de desacaleración económica, alza del desempleo e incremento del precio de varios productos que componen la canasta básica.
No es una novedad. La intervención del Indec, que lleva ya dos años y medio, es una decisión oscurantista en el sentido más medieval de la palabra, cuyo corazón es la negativa a difundir las bases de datos a partir de las cuales se elaboran las estadísticas (si lo hicieran, los cuantitativistas nerds podrían construir sus propias canastas, y sus propios índices, con información confiable). La decisión genera una serie de efectos negativos largamente comentados: distorsiona estadísticas que le permitirían al Estado mejorar sus decisiones; afecta las expectativas de la población y del sector privado, que especula con tasas inflacionarias superiores a las reales; echa una sombra de dudas y desconfianzas sobre el conjunto de las decisiones gubernamentales; produce costos políticos –y electorales– imposibles de estimar; y permite un festival de estadísticas de grupos privados, ONG y universidades de desigual confiabilidad (el Barómetro de la Deuda social Argentina elaborado por la UCA, cuyos resultados suelen ocupar la tapa del diario La Nación, por ejemplo, se sustenta en una encuesta nacional de 1100 casos, contra 40 mil hogares de la EPH).
Pero hay otras consecuencias. En un país con una larga historia inflacionaria, los sectores más privilegiados tienen el know how necesario para cubrirse de los efectos de la suba de precios: acumulan stock, patean el pago a proveedores, difieren los egresos con cheques a corto plazo. La clase media también tiene herramientas, si no para evitar al menos para mitigar el impacto de la inflación. Como la pareja de Federico Luppi y Julio de Grazia en Plata dulce (olvidable película cuya linealidad argumental sorprende incluso para los cánones cuadriculados del cine argentino), puede apelar a instrumentos financieros simples, como los plazos fijos, la compra de bonos o de dólares. E incluso dentro del universo de aquello que los peronistas definen como trabajadores, la inflación impacta de manera diferencial: los empleados formalizados pueden reclamar, a través de sus sindicatos, aumentos salariales por encima de los índices oficiales, sumas no remunerativas, incrementos de las asignaciones familiares, rebajas en el impuesto a las ganancias: el aumento del 17 por ciento conseguido por los camioneros ya en abril de este año es una muestra de la potencia negociadora de los gremios fuertes.
En cambio, los trabajadores informales, los excluidos y los pobres carecen de estos colchones para los momentos difíciles. De entre todos los efectos negativos que produce la intervención del Indec, tal vez el más grave sea el redistributivo. Y es que, utilizado con inteligencia y criterio social, un instituto de estadística puede funcionar como una herramienta del Estado para proteger a sectores que –careciendo de un sindicato que los proteja o un banco para especular o un salario mínimo– al menos cuentan con una cifra oficial a partir de la cual plantear sus reclamos.
Desde su asunción, el kirchnerismo apostó a la idea de que la mejor vía de inclusión social es el trabajo. Los avances de los primeros años de la Era K no se apoyaron en el despliegue de nuevas políticas sociales, sino en la mejora del mercado laboral producto del crecimiento económico y de las políticas de salario implementadas: el desempleo, que arañó el 25 por ciento en el peor momento de la crisis, comenzó a bajar, mientras que el trabajo formal inició un proceso de recuperación bastante sorprendente. En este marco, la pobreza comenzó a caer, desde el techo del 54 por ciento al que había trepado en el segundo semestre del 2002, hasta niveles que hoy, intervención del Indec mediante, resultan difíciles de estimar.
La idea de que los avances sociales debían producirse como efecto de la recuperación del trabajo emparentaba al Gobierno con las experiencias nacional-populares del pasado y revestía de un progresismo auténtico a su política económica. En efecto, los grandes impulsos redistributivos de la América latina moderna –el populismo de los ’40 y ’50, las revoluciones nacionales, el desarrollismo de los ’60 y ’70, las reformas agrarias– concebían a la cuestión social y la cuestión económica como partes de un todo indivisible.
El problema es que, en tiempos de globalización e hipercompetitividad supertecnificada, este esquema no es suficiente para resolver los problemas sociales de economías de alta desigualdad como la argentina. En un país en el que alrededor del 40 por ciento de la población trabaja de manera informal, con una tasa de sindicalización que no supera el 37 y que se reduce al 20 si se cuentan los empleados no registrados, una parte importante, quizá mayoritaria, queda afuera de este tipo de beneficios. La idea de incorporación social mediante el trabajo es excelente, pero insuficiente para atender las necesidades de una sociedad cuya economía excluye estructuralmente a un porcentaje importante de la población.
Retomando el planteo inicial, la pobreza es un fenómeno complejo que, en sociedades sofisticadas y fragmentadas, resulta cada vez más difícil de solucionar. Tratar de capturar su complejidad mediante un cambio en las mediciones nunca será una buena idea si no se implementa de manera técnicamente transparente y profesionalmente confiable, de modo de devolverle al Indec la legitimidad perdida (el Indice de Desarrollo Humano Argentino, que se presenta este lunes, utiliza en parte datos del 2006, al no poder acceder a los del 2009). En este marco, el Ingreso Universal para la Niñez quizá no sea una solución perfecta pero sí podría ser un avance, cuyo consenso es cada vez mayor: el hecho de que Francisco de Narváez haya presentado su propio proyecto no debería leerse como una simple señal de oportunismo sino como un indicio de un clima político que sería tonto no aprovechar.
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