EL PAíS › OPINIóN
› Por Washington Uranga
Dado que la política supone la lucha por poder, es difícil en medio del fragor de los acontecimientos detenerse para analizar cuánto de verdad tienen las posiciones de los eventuales contrincantes o adversarios. Es más. En la mayoría de los casos se parte de la base –por cierto errónea– de que el éxito sólo se alcanza por la eliminación del oponente. La política argentina actual –no ha sido demasiado distinto en otros momentos– está atravesada por miradas cargadas de intransigencia, basadas en la única pretensión (¿irresponsable?, ¿imprudente?, ¿necia?) de imponer la opinión propia y el interés sectorial, sin reparar en otras perspectivas y sin atender otras consideraciones.
Es cierto cuando se afirma que lo que está en juego es un modelo. Pero dicho esto más allá de cualquier diseño político. Lo que está en juego es un modelo de vida. Es la disputa entre afianzar y defender lo propio y pensar, por contraposición, en lo colectivo, como bien público y como sentido social.
Y lo anterior no supone disolver o hacer desaparecer las diferencias. Las discrepancias, por más importantes que sean, no tienen que resolverse necesariamente bajo la lógica de “vencedores” y “vencidos”. Hay otras formas de manejar la diversidad y las discrepancias. Pero para lograrlo hay que ponerse en el lugar del otro. O como se dice en el lenguaje cotidiano: ponerse en los zapatos del otro. Equivale a proponerse salir de la mirada propia para conocer desde otro lugar, para comprender los argumentos de quien está situado en otro espacio. Porque el conocimiento no está desvinculado del poder: cada uno conoce también desde la mirada de poder que tiene y desde allí acepta y descarta como verdadero o falso aquello que le es favorable o adverso.
Hasta el tan proclamado diálogo requiere condiciones mínimas, porque de lo contrario es apenas un escenario para el intercambio de proyectiles simbólicos. Dialogar es distinto para los representantes de los productores agropecuarios y para el Gobierno, para los trabajadores de Kraft y para la empresa. Salvo, claro está, que en todos prime la disposición a la escucha y a la construcción colectiva. No parece ser lo que está ocurriendo. Ni en los casos mencionados ni en las actitudes de encumbrados dirigentes sociales, empresariales, religiosos y políticos. Dialogar es un significante vacío si no hay apertura a calzarse los zapatos del otro, aunque ello no signifique resignar lo fundamental de las propias posiciones.
¿Es una mirada ingenua de la política? Podría decirse, en todo caso, que es una mirada acerca de la política. Una mirada que se apoya en la necesidad de construir el bien común, de generar una “casa común” para que todos y todas la puedan habitar con dignidad. Que no rehúsa el conflicto, sino que lo inscribe dentro de la naturaleza de la historia humana, pero que reconoce que todos tenemos que revisar nuestras convicciones (porque nadie es dueño de la verdad absoluta) y nuestras pretensiones (porque la dignidad y los derechos de la mayoría tienen que estar por encima de los beneficios de los menos).
Puede ser ingenuidad. Pero también puede ser una manera diferente de pensar la política y la construcción colectiva; desde otro lugar, apostando a la diversidad como riqueza, al conflicto como dinamizador y al diálogo como herramienta. Puede ser un sueño, pero también es la esperanza de transformar la política en una actividad creativa, productiva y positiva y no simplemente en un escenario sólo apto para aves de rapiña. Seguramente es un sueño y también una esperanza. En el mismo sentido que lo afirmaba Paulo Freire en Pedagogía de la esperanza: “No hay cambio sin sueño, como no hay un sueño sin esperanza”.
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