Dom 01.11.2009

EL PAíS  › OPINION

Desafíos de la asignación por hijo

› Por José Natanson

Los planes de transferencia de renta condicionada, como el que anunció el jueves pasado Cristina Kirchner, se vienen aplicando en diferentes países de América latina desde los ’90, aunque en los últimos años su extensión llegó a niveles insospechados.

El caso más conocido es el del Bolsa Familia. En 2003, antes del triunfo del PT, unos 3,6 millones de familias recibían el Bolsa Escola, el antecedente inmediato del Bolsa Familia. Hoy reciben la transferencia 12 millones de familias, 44 millones de personas, lo que supone un cuarto de la población brasileña y más que el total de habitantes de la Argentina. El programa cuesta, en total, 5000 millones de dólares al año, alrededor de 0,5 por ciento del PBI y del 2,5 por ciento de los gastos del gobierno federal, y entrega a cada familia, en promedio, 34 dólares, dependiendo de la cantidad de hijos y el nivel de pobreza (las familias en situación de pobreza extrema reciben una suma extra). En un marco de crecimiento económico y junto a otras medidas complementarias, como los aumentos del salario mínimo y –tema crucial– la contención de la inflación, el Bolsa Familia ha generado la caída de la pobreza más importante del último medio siglo y, lo más notable de todo, una reducción de la desigualdad: el Gigi bajó 0,7 puntos al año entre 2003 y 2007.

Los beneficios de este tipo de programas son varios: en primer lugar, contribuyen a paliar la pobreza, y en especial la pobreza extrema de manera casi automática. A diferencia de los comedores infantiles, fortalecen la mesa del hogar y ayudan a superar la fragmentación familiar. Generan también un efecto positivo en términos de género, pues el dinero se transfiere preferentemente a las mujeres, que, según diversos estudios, lo administran mejor que los hombres. La contraprestación permite mejorar la asistencia al sistema educativo y de salud de los niños de los sectores más castigados, lo que implica que estos programas funcionan a la vez como un alivio de la pobreza y como un intento de romper su reproducción intergeneracional a través del ataque a las causas (déficit nutricionales, baja escolaridad) que la producen. Desde el punto de vista económico, contribuyen a dinamizar las economías locales, ya que casi todo el dinero transferido se destina a alimentación (el resto suele utilizarse en transporte). Finalmente, al tratarse de una simple transferencia de efectivo y no de un pago en especie, no requieren grandes inversiones de infraestructura y son relativamente fáciles de implementar.

Bien desarrollados, los programas de este tipo se convierten en un derecho social, políticamente difícil de anular, que contribuye a crear ciudadanía y a mejorar las condiciones de vida de las familias más pobres. Lo cual, por supuesto, no quiere decir que no presenten desafíos. Veamos.

Escollos a superar

La primera gran cuestión es definir el universo de beneficiarios. Ninguno de estos planes es universal en sentido estricto, porque en realidad pocas cosas lo son (el voto es universal pero sólo para los mayores de 18 años, el ingreso a la UBA es universal pero sólo para los que terminaron el secundario). Lo central, en todo caso, es que el programa abarque un universo amplio y que, dentro de ese universo, llegue a todos los beneficiarios: si se trata de las familias pobres, que todas accedan a la transferencia; si se opta por los desocupados, que llegue a todos los que no tienen trabajo. La utilización política de los planes –lo que los comentaristas televisivos suelen llamar clientelismo– se reducirá cuanto más efectivo sea el acceso y cuanto más universal sea la cobertura.

En Brasil, por ejemplo, sólo reciben el Bolsa Familia los hogares que se encuentran en situación de extrema pobreza (sin considerar su composición) y las familias en situación de pobreza simple (menos de 120 reales por mes por persona) con hijos menores de quince años o mujeres embarazadas o en lactancia. Pero, ¿cómo decidir a quién darle el dinero y a quién no? En Brasil se optó por el siguiente mecanismo: ofrecer el plan primero a los municipios más pobres del país, que a su vez debían encargarse de seleccionar, dentro de su territorio, a las familias que más lo necesitaban. Aunque parecía una buena idea, los evaluadores descubrieron que los municipios más pobres eran también, lógicamente, los que tenían más dificultades administrativas y de gestión y a los que les resultaba más difícil seleccionar a las familias, entregar los subsidios y controlar que se cumplieran las condicionalidades. Esto generaba problemas de subcobertura justamente en quienes más lo necesitaban.

En el caso argentino, el decreto oficial definió como beneficiarios a los desocupados con hijos menores de 18 años, los trabajadores en negro que ganan menos que el salario mínimo y los monotributistas sociales. El decreto dice que quedan exceptuados los trabajadores informales que cobren una remuneración superior al salario mínimo, pero quedan dudas en cuanto a la forma de probarlo. En su blog, Lucas Llach propuso invertir la carga de la prueba: que no se exija ninguna acreditación y que se establezca una penalidad alta para quien estuviera cobrando la asignación y tuviera ingresos mayores al salario mínimo. En otras palabras: todo trabajador informal forma parte del universo hasta que se demuestre lo contrario. Por otra parte, hay otros sectores que deberán ser tomados en cuenta: por ejemplo, las empleadas domésticas en blanco, a quienes sería absurdo no otorgar el beneficio, por una cuestión de equidad y para no generar incentivos para el pase a la informalidad. Lo mismo con los monotributistas de las categorías más bajas.

Otro aspecto a considerar es la compatibilización con los planes provinciales y nacionales existentes (Plan Jefas y Jefes y Plan Familias). El decreto establece que aquellas personas asistidas por algún plan social –fuera del Familias– no pueden recibir la asignación por hijo. Aunque se descuenta que renunciarán al beneficio actual para pasar al nuevo programa, el traspaso debe hacerse con cuidado para no generar vacíos, así sea transitorios.

La cuestión de la contraprestación ha generado críticas de aquellos que sostienen que, al tratarse de un derecho y no de una dádiva, la asignación debería ser incondicional, sin pedir nada a cambio. Aunque el punto es atendible, la realidad, menos filosófica, demuestra que la contraprestación da resultados. En Brasil, según los datos de la investigadora Vera Soares, la probabilidad de asistencia a la escuela es 3,6 puntos porcentuales mayor para los niños beneficiarios, mientras que la probabilidad de deserción es 1,6 punto porcentual más baja. Hay, por lo tanto, un argumento fáctico que avala la condicionalidad: funciona.

Pero debe manejarse con cuidado. En Brasil, un estudio realizado por Andrea Rodrigues Ferro y Ana Lúcia Kassouf en cuatro municipios pobrísimos del nordeste reveló que los niños beneficiarios del plan subían menos de peso que aquellos que no lo recibían, situación que fue atribuida al temor de las madres a perder la transferencia si sus hijos pesaban más de lo normal. En Nicaragua, se exigía que los niños subieran de peso como forma de controlar el destino del dinero, hasta que una investigación demostró que en muchos casos se los sobrealimentaba en los días previos a los controles médicos. Para evitar estos malentendidos, es necesario complementar la inscripción con una amplia campaña de información.

Finalmente, si el plan se implementa correctamente y se produce un incremento de la matrícula escolar y de la asistencia a los hospitales, se genera una presión sobre el sistema educativo y de salud, que no solo tiene que atender a un número creciente de niños sino que además tiene que ocuparse de chicos que pertenecen a familias muy castigadas, lo que a menudo genera dificultades adicionales. Esto exigirá un esfuerzo de coordinación entre el Estado nacional, que implementa el plan, y las provincias, que administran la salud y la educación, pues tiene poco sentido lograr que más y más chicos sigan educándose, o que más y más familias vayan regularmente al médico, si la escuela o los hospitales no pueden ocuparse adecuadamente de ellos. En la jerga de los economistas, no alcanza con incrementar la demanda; también es necesario mejorar la oferta.

La sustentabilidad fiscal

Los planes de transferencia de renta exigen una inversión importante y, lo que a menudo resulta más difícil, permanente. El esquema de financiamiento previsto por el Gobierno, que descansa en los recursos de la Anses, puede funcionar en lo inmediato, pero deberá repensarse en el largo plazo, de manera tal que el plan se sustente con fondos del Estado, es decir impuestos. Y es en este punto donde todo se complica.

Argentina recauda, incluyendo a las provincias, el equivalente al 27,6 por ciento de su PBI, según datos de la Cepal. Esto implica más que el promedio de América latina (20,2), pero menos que Brasil (35 por ciento) y los países desarrollados de la OCDE (35,9). La estructura impositiva argentina, además de relativamente estrecha, es regresiva. Se apoya sobre todo en el IVA, cuya recaudación, si se suman otros impuestos indirectos, llega al 47,3 por ciento del total. En los países de la OCDE, en cambio, no supera el 18. El carácter estructuralmente regresivo del sistema se profundiza por otros factores: los últimos datos proporcionados por la AFIP estiman que, mientras la evasión del IVA se limita al 25 por ciento, la evasión del impuesto a las Ganancias ronda el 50. Esto se agrava por el hecho de que aquí, como suele ocurrir en los países pobres, la recaudación de impuesto a las Ganancias descansa básicamente en las empresas (70 por ciento) en lugar de las personas físicas, cuando en Europa, lógicamente, ocurre al revés, pues la idea no es castigar la producción sino la renta personal. Finalmente, Argentina es uno de los pocos países del mundo (incluyendo Estados Unidos) que no gravan las rentas de capital en cabeza de las personas físicas. Las retenciones han corregido este sesgo regresivo, pero muy parcialmente, ya que la recaudación por este concepto llega a 13,4 por ciento del total.

Es interesante, en cualquier caso, revisar algunas reacciones. Tras el anuncio del jueves, los dirigentes opositores desplegaron una serie de críticas: algunas, sobre todo las relacionadas con dudas concretas en cuanto a la forma de implementación del plan, son razonables. Otras parecen menos adecuadas: por ejemplo, la crítica por lo acotado de la asignación y el reclamo de extenderla a todos los niños por parte de quienes se han opuesto a la nacionalización de las AFJP o el aumento de las retenciones, sin los cuales el programa sería obviamente imposible. En el otro extremo, los argumentos oficiales para descartar una reforma tributaria –la explicación se resume en la imagen de la caja de Pandora: como en un matrimonio, la reforma impositiva se sabe cómo empieza pero no cómo termina– también deben ponerse en cuestión. De hecho, lo mismo podría decirse de cualquier transformación económica estructural, como la alteración del tipo de cambio o las nacionalizaciones. Y en cuanto a la coyuntura, sabemos ya que los momentos de crisis –lo demuestra la historia, de la imposición de retenciones en tiempos de Duhalde-Lavagna al canje de la deuda en los primeros años K– no son malos para avanzar en cambios de fondo.

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