Lun 09.11.2009

EL PAíS  › OPINIóN

Con quiénes quedarse

› Por Eduardo Aliverti

Todos hablan de un clima de violencia. Y hasta de “anarquía”. Sea porque los medios espejan el humor colectivo o porque lo producen (el periodista insiste en creer que se trata de una simbiosis), no se debe caer en la extravagancia de ignorar el tema.

Una primera visión es sobre los hechos en sí mismos, que dejan mucha tela para cortar en su proyección ideológica aunque ésta, después, quede encerrada a su vez en una mucho mayor. Los episodios que encabezan esa traza de estado de ánimo son el conflicto de los trabajadores del subte y la renovación de las protestas piqueteras. La suma de ambos fue el combustible que hizo estallar los nervios de clase media, y bastante para arriba más otro poco para abajo. Un primer dato es que los avatares se circunscriben a las dificultades de transporte público en Capital y conurbano bonaerense; de modo que, por lo pronto, no es objetivo expandir la sensación de “caos” a todo el país. Pero el segundo dato, sin perjuicio del primero, es que efectivamente hay demasiada gente afectada y que eso crea un choque serio de intereses y necesidades. Todo lo cual es una obviedad, a la que sin embargo hay que remitirse porque las inclinaciones de cada quien hacen que se caiga en extremismos emocionales y analíticos. Es decir: que sólo es un drama de porteños y adyacentes o que es un símbolo de la Argentina completa. Y no es ni un exceso ni el otro. Porque es cierto que lo que acaece en Buenos Aires y alrededores fija la agenda mediática, y con ello la construcción de “sentido común” general y lo que “la gente” piensa que tiene que pensar. Pero no es lo que les pasa a 40 y pico de millones de habitantes. Si fuera por lo negativo, además, es mucho más grave lo que ocurre en zonas del interior devastadas por la sequía. Eso refleja un drama estructural que incluye una vasta Córdoba ya sin agua. Y en términos de vida cotidiana es enormemente más complicado que arreglárselas para viajar si, de vez en cuando, debe esquivarse la 9 de Julio, o con la Panamericana cortada, o sin subte. ¿Qué pasa si se coteja eso con el despliegue mediático que merecen las colas en los colectivos y la bronca de los automovilistas de y hacia la Capital? Pasa que da una visión porteño-céntrica de cómo nos va en la vida. Que es nuestra vida y vale, vaya, pero no la única. Y entonces hay que ponerse a pensar en cómo los medios nos hacen la cabeza, con el inconveniente de que pensar es todo un trabajo y que es mejor dejarse llevar por los impactos primarios.

Luego, siempre dentro de lo coyuntural y de los primeros círculos concéntricos, vendría si las tácticas de quienes luchan, en forma más manifiesta o expuesta, son todo lo pensadas y eficientes que deberían ser. Los laburantes del subte, que en número y capacidad militante superan ampliamente a la burocracia del sindicato oficial, pelean por el reconocimiento gremial. Y ese aspecto combativo debería ser juzgado como beneficioso por el conjunto de la clase trabajadora: si ganan el conflicto se sentaría un precedente importante para que otros sectores se animen a pelear por nuevos y mejores derechos laborales. Pero la problemática es mucho más grande porque quedan aislados de la simpatía popular en tiempos que, desde hace rato, no son protagonizados por la conciencia de clase. “La gente” quiere viajar y llegar a su trabajo y a su casa, y que no la jodan. Reclamarle espíritu solidario sin más ni más es fantasioso. Ahí aparece la pregunta de si no cabría imaginar métodos de disputa más creativos. Sin embargo, eso tiene el límite de cuáles podrían ser cuando la tensión llegó hasta este punto gracias, entre otros motivos, a la tozudez gubernamental de continuar amparándose en el unicato del sindicalismo verticalista. Un aspecto que se extiende al rechazo de otorgar personería gremial a la CTA, para seguir confiando en un gremialismo de amigotes que, con excepciones, representa a nadie cada vez más. Kraft ya había sido un antecedente, cercano y explícito, de que la dirigencia tradicional está en un serrucho imparable de decadencia, al margen de los errores que se cometan por parte de los delegados más aguerridos.

Hay cierta analogía con las manifestaciones de los movimientos sociales. “Algunos de sus jefes deberían elevar la mira de objetivos. Un muy estimable colega de la derecha periodística más seria, Ignacio Zuleta, escribió el miércoles pasado, en Ambito Financiero, que “los piqueteros presumen de ser una etapa superior del punterismo político, surgidos de la crisis de la dirigencia y que en sus respectivas vecindades desplazaron del poder al intendente, al puntero político, al comisario, a los partidos de la oposición, al cura y al narcotraficante”. Y tiene razón, con la salvedad de que debe apuntarse a (algunos de) quienes están al frente de esos grupos en lugar de emblocar a todos sus integrantes, como si debiese demandarse “responsabilidad” a los que perdieron todo o nunca tuvieron nada. Es ahí donde cuenta la estatura que deben tener los líderes, en su lucidez política. Para ganar hay que mostrar realizaciones, despertar confianza, explicar bien, y no quedar sospechados de que sólo es cuestión de conseguir un plan de ayuda. No es lo mismo Milagro Sala, quien encabeza en Jujuy una de las más formidables experiencias de organización popular de base, que unos pretendientes de revolucionarios que acaban como meros revoltosos funcionales al sistema. Pero también en esto hace falta que el Gobierno se haga cargo de que, tras la crisis de 2001, el drama social de los marginados fue antes barrido debajo de la alfombra, a través del asistencialismo y la cooptación de las organizaciones, que apuntado para ser resuelto en el mediano y largo plazo. Si eso tuvo justificación en que lo urgente antecedía a lo importante, a medida que la economía se recuperaba dejó de tenerla porque no fue aprovechado para corregir los núcleos duros de pobreza e indigencia. Los invisibilizaron por un tiempo, nada más. Y ahora resulta que se da la paradoja de su reaparición cuando se aprueba la asignación universal por hijo, porque algunos de esos colectivos sociales quedan fuera de la distribución a favor de los eternos caudillos distritales del PJ. El Gobierno y los movimientos terminaron entrampados en su habitualidad.

Pero lo que queda es nada menos que el contexto mayor que, también paradójicamente, no requiere de muchas líneas. Porque bien por encima de toda esa fenomenología hay, ya ni siquiera agazapado, el ataque y las construcciones fantasmales de los sectores del privilegio. Es hora de reiterar, sin cansarse nunca, que deberían activarse reflejos inmediatos cuando los garcas de toda la vida empiezan a hablar de violentos, de zurdos, de patotas, de prevenirse, de los derechos del ciudadano de a pie, de las instituciones violadas, de parar como sea a la inseguridad, de la corrupción desenfrenada, del campo que no da más y de los ataques a la prensa. Ya los conocemos a esos tipos. Nos quedamos con sus acusados.

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