Martes, 8 de diciembre de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio González *
Por fin llegamos al ápice. Pinky ya les ha tomado juramento. Estamos en la antepuerta de un hecho que podrá tener innúmeras consecuencias para el país. Se abrió una brecha en la historia. Una “illusion comique”, como diría Corneille, por la cual la locutora de nuestra adolescencia ha llamado a jurar por las entidades inmateriales que rigen la terrenal política: patria, evangelios, constitución. No desdeñamos los juramentos, que para los antiguos se hacían sobre la empuñadura de una espada. No estaremos ante la jura de Bolívar en el Monte Sacro, pero por fin en nuestro país se fusionaba una biografía televisiva y un ensueño parlamentario. Basado éste en una mayoría efectiva y una promesa de acción a largo plazo. No podemos ver esto como una entelequia, pues las elecciones se hicieron, los resultados fueron esos, el cómputo de votos se corresponde efectivamente con una nueva mayoría en las cámaras. “La realidad –en fin– es la única verdad.” No es el fugaz noticiario de aquel jueves, que se desvanecerá luego. No, es un fenómeno complejo, urdimbre no convencional, que exige nombre propio. A falta del que vaya a tener, ahora lo llamaremos “el gobierno de Pinky”. El triunfo en una fisura de la historia –¿efímero?, ¿irrevocable?– de una coalición turbadora, que busca por derecha el gran resarcimiento. En otros tiempos lo hubiéramos denominado un triunfo de la reacción, pero ahora inclinado sobre banderas de movilización social e invocaciones a los desposeídos. Complicado momento.
Los dioses que nos sobrevuelan, plenos de furia, parecen haberse saciado. Napoleón dijo a los soldados ocupantes de Egipto “cuatro mil años de historia os contemplan”. Con modestia, Pinky podría decir que a través de ella varias décadas de televisión contemplaban a los diputados de derecha, izquierda y centroizquierda del denominado “bloque A”. Tomando no la Bastilla por asalto sino una letra del alfabeto, prefirieron considerarse activistas de una gesta fundacional. ¿Qué inauguraban? En primer lugar, un tipo de concertación que había sido proclamada hasta el hartazgo por quienes prepararon este momento, “el fin de la crispación”, el “quiéranse los unos a los otros”. De Narváez entremezclado con los que tantas veces proclamaron su pasión por un país socialmente justo, Carrió entremezclada con los que en muchos momentos se expresaron en tonos muy duros contra la política entendida como abstractas categorías morales, los de Macri entremezclados con los que habían pronunciado voces de emancipación. Puede sorprender esta amalgama, se la dirá momentánea, exigida por la impericia de los oficialistas, los desaciertos gubernamentales, la terquedad de los funcionarios del Gobierno –no el de Pinky, el otro–, o lo que sea. Pero su oscuro cántico de demolición no resuena desconocido en la historia argentina, ni sería la primera vez que se da en nuestros laboriosos juegos políticos.
Se ha dicho –el Gobierno también ha dicho– que este bloque A –catalogación deliberadamente incierta– se deshilvana ante el mero soplo de la realidad, cuando aparezcan las más variadas situaciones que se presentan ante las cámaras legislativas. Habrá distintos tipos de leyes, si progresistas una cosa, si ordenancistas otra cosa, distintos énfasis en tal o cual cuestión, una formación de mayorías para asuntos de una índole y mayorías de otra composición si la calidad del asunto cambia. Podrá ser así, es la dinámica parlamentaria por excelencia, el caleidoscopio de los duchos negociadores. Pero lo ocurrido va más allá de la lógica de los bloques parlamentarios, pues a la Coalición del Jueves la excede su profundo pacto de estilos, y su urgencia sustitutoria le otorga una textura casi homogénea. Podemos llamarlo el “bloque Pinky”.
No será el bloque histórico gramsciano, pero es el Bloque A. Se trata de una perspectiva de trabajo a más largo plazo, fundada en una trama cultural que se fue forjando, por ejemplo, desde la Mesa de Enlace, o por el impulso de demolición perseverante que logró avances decisivos en la tarea de deslegitimar el Gobierno con varios fármacos discursivos muy probados: el discurso de la impostura de los gobernantes –se mencionaba su pasado borroso–, el discurso de la indumentaria –se mencionaba su visualidad excesiva–, el discurso de la corrupción –no que no sea un problema, pero se predica como una forma fija de imputaciones premoldeadas, un órgano discursivo preparado menos para reconstituir la institución pública que para inspeccionarla o inhibirla–, el discurso de la seguridad –también, no que no haya trágicos y oscuros delitos cotidianos a resolver, sino que también se trata de encuadres discursivos previos, que no inventan los hechos, pero van a su encuentro con el ánimo de construir una tesis inmediatista sobre la calamidad política, enraizada en el miedo privado y una axiomática culpabilidad pública–. Todo esto y mucho más hicieron girar en la rueda del molino que originó al “gobierno Pinky”.
A ese gobierno pinkista, sublevado subsuelo de la gente que ya encontró fabricado su propio sentido común, ahora le ha sido recomendado que no pierda el hilo de los temas que congregan antes que los “ideológicos”, que separan. Que impidan su desmembramiento no tratando cuestiones urticantes. No, no. Abocarse a lo ya instituido por los editorialistas de los grandes matutinos. No es tiempo para que los notorios caballeros de la intriga neoderechista se separen de los abanderados de la dignidad de los pueblos o que los luchadores por el igualitarismo social tomen su propio rumbo al margen de los representantes de las grandes corporaciones. Todos parecen haber acatado. Por el momento no se “crisparán” con rarezas de sus respectivos credos subyacentes, todos se tornarán apacibles repúblicos moralizantes y de vez en cuando podrán socorrerse con sus temas blasfemos, antiguos discursos herejes o apaciguadas convicciones de izquierda.
No dudamos de la buena fe con la que éstas se expresen, pero algo ha pasado en el país por medio de lo cual una dualidad de bloques parlamentarios pareciera ser el molde en que se anunciaría el futuro colectivo. ¿A y B nos permitirán avizorar las correspondientes divisiones sociales y, una vez más, componer otra encrucijada de la vida nacional? No, ni siquiera los bloques jacobinos y girondinos de la Asamblea francesa se derramaron aquella vez sobre toda la sociedad. Con más razón, no vemos que vaya a prosperar esta suma de heterogeneidades, una de ellas conformada alrededor del foco constitutivo de un denuncialismo de derecha, y la otra a través del apoyo a un gobierno con diversas y complejas ondulaciones, pero regido por un afán de cambio social del que no tiene posibilidades de retirarse.
Todo concurre a que sea necesaria una señal de alerta para las izquierdas, las tradicionales y las que no necesariamente provienen del anaquel formal del que surge esta gran estirpe política. Son convocadas, enaltecidas y contempladas con una desconocida fruición por los medios de difusión conservadores. ¿Qué es esto? O bien son tránsitos heterogéneos que deben aceptarse, meras recreaciones de la coreografía parlamentaria con alianzas de momento, penosas tácticas que todo político progresista empleó alguna vez en su camino al triunfo. O bien significan un grave síntoma del pensamiento político argentino, depuesto en su vigor y autenticidad. Síntoma que traduce un éxito real de las culturas que promueven un orden social clausurado y un cierre histórico, por más que sea una unión circunstancial o que, como puede ocurrir, las izquierdas enclaustradas en ese esquema de reclusión puedan luego emanciparse. ¿Sería esa la vía para que las reivindicaciones adeudadas se cumplan? ¿O meramente concurrirán a nutrir compungidos lamentos, años después? También la historia argentina ha visto muchas veces esto.
¿Y el Gobierno qué debe hacer? Se ha escuchado el desfile de pesimismos y optimismos varios. En ese plano, todos tienen siempre un poco de razón. Pero en verdad, es necesaria otra cosa, una consistencia anímica que brote de otros enunciados. O si cabe, poner conceptos que lleven a un nuevo entusiasmo colectivo, a un vuelco en la opinión. ¿Cómo? Difícil saberlo, no somos ni como Durán ni como Barba. Sólo que no queremos el futuro gobierno de Pinky y sus espadachines. Pero un recomienzo del vuelco, del giro conceptual, de la virada –como otras veces ya las hubo– podría entenderse como una idea que saque las acciones público-gubernativas de cierta atadura al estanque del absoluto presente.
Es preciso ahora darle un nombre al futuro, a lo que se quiere, a aquello por lo que será adecuado y digno luchar. No podría ser, como a veces se dice, un “capitalismo serio”, pues es fórmula inadecuada, peca por explicitación indolente, genera indiferencia, los pueblos sospechan que no son banderas que valgan la pena de ser vividas. Es carente de apelaciones al compromiso, sólo pone un tilde de abstracta moralidad y modernidad institucional a lo ya vasta o ingratamente conocido. ¿Y entonces qué? ¿Poner las palabras concisas de otro orden? Ninguna precisión de las que quedan flotando en el rumbo de la historia sería algo más que una reiteración o un cierre de caminos. Entonces, mejor dejar en un velo imaginativo el nombre que define aquello por lo que se lucha. Que se ensaye decirlo con multiplicidad de palabras. Una idea con rango utópico que se propague a la carne del presente, que pueda sonar a algo así como una sociedad de los justos, una patria de los socialmente iguales, una emancipación con nuevas militancias, una sociedad autónoma del trabajo y la cultura, una Argentina de esfuerzos colectivos reconocidos y equitativa distribución de bienes. Podrá parecer candoroso lo que digo, pero en el imperio de los signos que a diario se nos brinda, ¿quién hubiera imaginado el rudo utopismo del gobierno de Pinky? Fueron apenas algunas horas. Que no sean muchos años más.
Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.
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