EL PAíS › OPINIóN
› Por Juan Carlos Tedesco *
Existen evidencias muy significativas acerca de la crisis por la que atraviesa la educación. Los datos ofrecidos por los operativos de evaluación, tanto nacionales como internacionales, señalan que un porcentaje muy alto de estudiantes que terminan la escuela secundaria tiene niveles de aprendizaje muy bajos en lengua, matemáticas y ciencias. Asimismo, los datos indican que son muy numerosos los alumnos que repiten de grado o abandonan la escuela, particularmente en los primeros años de cada nivel de enseñanza. Las causas de esta crisis son múltiples y bien conocidas: financiamiento escaso y errático durante mucho tiempo, crisis sociales profundas que deterioran las condiciones de los alumnos, de los docentes y de la oferta escolar, cambios culturales que plantean nuevas exigencias a los sistemas educativos, reformas continuas que no logran modificar las pautas de funcionamiento de las escuelas, modelos de gestión con bajos niveles de responsabilidad por los resultados, etcétera.
Con algunas variaciones en la importancia de estos factores, el diagnóstico anterior es compartido por muchos países tanto de América latina como del resto del mundo. Si algo es común en el debate educativo contemporáneo es que nadie está satisfecho con la educación disponible. Ampliar la mirada y salir de nuestra realidad nacional permiten ver algunos problemas de manera diferente. No se trata de negar la importancia y la responsabilidad de los factores antes mencionados ni de los actores vinculados con cada uno de ellos. Quisiera poner la mirada en un aspecto poco considerado y del cual somos responsables los especialistas en educación.
Hace poco tiempo se publicó en Francia un libro que reproduce el diálogo que mantuvieron George Steiner y una profesora de filosofía de un colegio secundario francés. La profesora menciona sus dificultades para manejar técnicas pedagógicas que permitan obtener buenos resultados con jóvenes de barrios pobres de París a pesar de que jamás había podido tener acceso a tantos libros de pedagogía, cursos de formación y materiales didácticos como en los últimos años. Frente a esta declaración de impotencia pedagógica, Steiner recuerda la famosa frase de Goethe: “El que sabe hacer hace. El que no sabe hacer enseña” y luego agrega, como contribución propia a esta visión denigratoria de la tarea educativa: “El que no sabe enseñar escribe manuales de pedagogía”. Steiner reivindica algunos métodos tradicionales, especialmente estudiar de memoria. Utiliza argumentos frente a los cuales los educadores podríamos escandalizarnos, pero que están adquiriendo gran aceptación en la opinión pública y en los padres.
Me parece que, en lugar de escandalizarnos, sería más serio y honesto preguntarnos: ¿Qué ha pasado para que un intelectual de la talla de George Steiner tenga tal opinión de la pedagogía y de los pedagogos? Esta pregunta adquiere mayor legitimidad cuando percibimos que el desaliento respecto de nuestra disciplina afecta también a los profesores, maestros y estudiantes de magisterio.
Las explicaciones de este fenómeno pueden apoyarse en hipótesis muy diferentes: abusos en el uso de ciertos principios, deficiencias en la formación profesional para la utilización eficaz de las estrategias pedagógicas, crisis en la cultura externa a la escuela que provoca falta de motivación por el aprendizaje y muchas otras más. Sin negar validez a estas explicaciones, creo que deberíamos prestar atención a un fenómeno que me parece estar en la base de este “fracaso” de la pedagogía: la profunda disociación que se ha producido entre teoría pedagógica y práctica de la enseñanza. Estamos produciendo un profundo cisma entre ambas dimensiones de nuestro trabajo profesional. A través de muchos testimonios podemos constatar que sectores cada vez más numerosos de profesores comienzan a desarrollar un sentimiento antiteoría. Identifican la teoría pedagógica con principios abstractos sin ninguna vigencia ni aplicación en las condiciones reales en las cuales ellos desarrollan su actividad. En el mejor de los casos, esos profesores pueden crear prácticas empíricas eficaces, pero sin un apoyo teórico que justifique esa eficacia y permita transferir los resultados. Por el otro lado, en cambio, las universidades y centros de investigación pedagógica avanzan en el desarrollo de teorías descontextualizadas, que al no ser aplicadas en la realidad se empobrecen en su propio desarrollo teórico.
Sabemos, por estudios recientes al respecto, que los futuros maestros y profesores no adquieren durante su formación inicial las herramientas básicas para desempeñarse en los primeros grados de las escuelas primarias donde se debe enseñar a leer y escribir, para desempeñarse en contextos específicos como en los pueblos originarios, escuelas rurales unidocentes, contextos de extrema pobreza, y muchos otros que existen en nuestro país. No debe haber otra profesión donde exista tanta separación entre lo que se enseña en el período de formación y lo que luego se exige en el desempeño. Al respecto, es importante mencionar uno de los resultados más interesantes del “Informe Talis (Estudio Internacional sobre enseñanza y aprendizaje)” llevado a cabo por la OCDE en 23 países, entre los cuales se encuentran dos latinoamericanos: México y Brasil. Dicho estudio muestra que si bien en el plano de las teorías predomina entre los docentes el enfoque “constructivista” basado en la participación activa del alumno en el proceso de aprendizaje, cuando se analizan las prácticas reales en el aula los docentes utilizan preferentemente los enfoques tradicionales. ¿Es un problema del sistema educativo que no admite prácticas participativas o es un problema de la teoría, que no tiene suficiente fertilidad para inspirar prácticas pedagógicas efectivas?
Es necesario reaccionar frente a este fenómeno, que tiene dimensión universal. Se impone una reflexión seria por parte de todos los que estamos involucrados en la producción de conocimientos en educación, para devolverle a la pedagogía la validez que requieren los desafíos educativos que estamos enfrentando.
* Ex ministro de Educación y titular de la Unidad de Planeamiento Estratégico y Evaluación de la Educación.
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