EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
Buena parte del sindicalismo argentino jugó un papel central en el apoyo a las reformas neoliberales. Muchos sindicalistas, por no decir la mayoría, consintieron la flexibilización laboral y la desregulación de los mercados a cambio de la preservación de sus tres grandes resortes de poder legal –el monopolio de planta, la negociación colectiva centralizada y el control de las obras sociales– y de una serie de negocios espurios imposibles de cuantificar.
Durante los ‘90, Víctor de Gennaro lideró los “sindicatos de perdedores”, los gremios estatales que más sufrieron las políticas de privatización y achicamiento del Estado. En 1992 fundó la CTA, un nucleamiento de gremios mayoritariamente estatales que, además de protagonizar algunas de las disputas más duras contra el menemismo, buscó crear un nuevo modelo sindical, más democrático e interesante (el Instituto de Estudios de la CTA fundado por Claudio Lozano es un buen ejemplo). Hombre decente, que vive en la misma casa de siempre en Lanús, De Gennaro funcionó, durante aquellos años, como un refrescante contramodelo del típico sindicalista gordo y enjoyado.
Aclarados estos puntos, vale la pena sumarse a la discusión planteada en los últimos tiempos sobre su posición frente al Gobierno, su planes de lanzar un “instrumento” político y su siempre pospuesto proyecto de crear un PT a la Argentina.
En sus reiterados discursos, De Gennaro ha planteado su intención de crear un “movimiento social, cultural y político” que tendría un “instrumento electoral”. Aunque no ha dado mayores precisiones más allá de una vaga retórica antidelegativa (“Es hora de empezar a gobernarnos”, dice en la página web), se trataría de un partido político que funcionaría como reflejo de las organizaciones sindicales y sociales, subordinado a ellas. La idea misma de “instrumento” es ilustrativa al respecto.
El planteo es problemático por diferentes motivos. Hace, digamos, cincuenta o cien años, tal vez tuviera sentido la idea de un partido como reflejo incondicionado, como expresión automática de los intereses de una determinada clase o grupo social: los partidos obreros de la Europa de entreguerras, por ejemplo, o los partidos liberal-burgueses de principios de siglo.
Pero la idea no parece muy adecuada para el momento actual. En tiempos de globalización cultural, segmentación económica y polarización social, la sociedad se ha complejizado y fragmentado, atomizada en miles de sectores, identidades e intereses superpuestos y contradictorios. Sin caer en nihilismos, es necesario reconocer que ya no hay sectores predefinidos e inmutables a los cuales representar, sino miles de grupos en constante cambio y mutación.
No se trata, desde luego, de que los “trabajadores” o los “obreros” no existan más, pero sí de reconocer que, considerados en el sentido tradicional –trabajadores formales organizados– representan a una parte minoritaria de las clases subalternas, donde también están los excluidos, los informales, los pequeños cuentapropistas, los beneficiarios de planes sociales, los jubilados, los desocupados. En un país con el 45 por ciento de la población trabajando en negro, con una tasa de sindicalización del 20 por ciento, los “trabajadores” –incluyendo, o empezando por, los estatales– constituyen solo una parte de los sectores populares, incluso una parte relativamente privilegiada.
Por eso la idea de un partido que sea un simple “instrumento” de una organización sindical previamente existente merece una puesta en cuestión. Y lo mismo con las organizaciones o movimientos sociales, otra de las patas del “movimiento político”: hasta los profesores universitarios más fascinados por estas nuevas experiencias deberían reconocer que están integradas por una porción muy minoritaria de los sectores populares. Se trata, aunque a muchas personas de clase media bienpensantes le cueste admitirlo, de un sector mucho más individuado de lo que algunos quieren creer. Como señala Robert Castel (Las trampas de la exclusión, Topía), lo que suele definirse como “excluidos” no conforma una clase, ni siquiera una clase en sí: se trata de una sumatoria de trayectorias individuales, una agregación de historias de vida dispersas, paralelas, que no dan forma a un todo unitario y cuya representación política es muy difícil de concretar.
Todo esto no implica que el salto de una organización sindical o social a una de tipo político-electoral sea imposible, pero sí que es difícil. En sus discursos, De Gennaro suele poner como modelo al PT brasileño. Su origen, en efecto, se remonta a las históricas huelgas de los metalúrgicos del ABC paulista de 1979 y 1980, que marcaron el inicio de lo que luego se conocería como el “nuevo sindicalismo brasileño” liderado por la CUT: independiente del Estado y de las empresas, capitaneado por las comisiones internas de las fábricas y organizado de manera democrática y abierta, era muy diferente del sindicalismo verticalista y corporativo, férreamente controlado por el gobierno, heredado de la Era Vargas. El nuevo sindicalismo mantenía una saludable distancia con la izquierda tradicional, se movía pragmáticamente y buscaba articular sus reclamos en un amplio frente antidictadura.
El primer gran paso a la política se produjo en 1979, cuando Lula, convertido ya en jefe de los metalúrgicos, viajó a Brasilia en busca de apoyo y descubrió que, de los 482 diputados del Congreso, sólo dos eran de origen obrero. Fue así como, el 10 de febrero de 1980, en el salón de actos de un colegio católico de San Pablo, se fundó el PT. Formado un poco al estilo de los partidos laboristas europeos de los ‘50, el PT descartó el marxismo ortodoxo como doctrina y abrazó una ideología más pragmática y difusa. Lo dominaban los sindicalistas, que ocuparon 12 de los 16 cargos de la comisión directiva, a quienes se sumaron otras corrientes: grupos de intelectuales de clase media, ex militantes de partidos de izquierda, organizaciones sociales como el Movimiento Sin Tierra y las comunidades cristianas de base.
Pero eso fue solo el comienzo. El PT recorrió un largo camino durante el cual fue aceptando, conociendo y utilizando en su provecho las reglas de la democracia electoral. En 1982, Lula perdió las elecciones para gobernador de San Pablo, en 1986 ganó las de diputado federal, en 1989 perdió por primera vez las presidenciales contra Fernando Collor de Melo y en 1994 fue derrotado por Fernando Henrique Cardozo, que volvió a ganarle –lo aplastó en la primera vuelta– en 1998. En el medio, Marta Suplicy ganó y perdió la intendencia de San Pablo, el PT gobernó (y luego perdió) la alcaldía de Porto Alegre, y fue derrotado una y otra vez hasta que finalmente –Bolsa Familia mediante– logró penetrar en los estados del Nordeste. Todo esto en alianzas ultrapragmáticas con el PMDB e incluso con el conservador Partido Liberal.
Las concesiones de Lula fueron enormes también en el gobierno. No sólo por la decisión de designar a dos neoliberales convencidos al frente del Ministerio de Hacienda y el Banco Central en los inicios de su primer mandato, sino por el ingreso del PT a las zonas más vidriosas del opaco sistema político brasileño. Si algo reveló el escándalo de los sobornos del 2005, que le costó a Lula todo un gabinete y casi le cuesta la presidencia, es que el PT había perdido el aura de partido limpio conquistada durante el impeachment a Collor, para convertirse en una fuerza política más. Y no fue la única concesión de Lula a la realpolitik: quienes se quejan de los aliados impresentables del kirchnerismo deberían prestarle un poco de atención a la decisión de Lula de sostener en la presidencia del Senado a José Sarney a pesar de las múltiples denuncias de corrupción en su contra, a cambio del apoyo de las bancadas del PMDB a las leyes oficiales. La gobernabilidad se paga cara también en Brasilia.
Pero lo que se pretende subrayar aquí no es el giro pragmático del PT ni la flexibilidad de Lula, sino el carácter sinuoso y escarpado del camino recorrido. El PT no saltó de un día para el otro, sin concesiones ni cicatrices, de un pulcro sindicalismo obrerista al poder nacional, sino que desarrolló una trayectoria larga y por momentos muy ambigua, durante la cual su máximo líder se expuso personalmente –y en democracia la forma más clara de exponerse no es ir a la televisión sino presentarse a elecciones– en varias oportunidades.
Recuperando el hilo del argumento, repasemos en dos líneas la trayectoria de la CTA. Monolíticamente opositora al menemismo y rápidamente enfrentada al gobierno de la Alianza, la central se dividió a partir de la asunción de Kirchner en mayo de 2003. Algunos sectores, entre ellos el grupo de Luis D’Elía, se acercaron al oficialismo, otros (Eduardo Macaluse, Marta Maffei) permanecieron en el ARI de Elisa Carrió durante un tiempo y otros (Claudio Lozano) exploraron caminos propios. En esta trayectoria, De Gennaro fue adoptando una posición cada vez más crítica frente al oficialismo. Si en pleno conflicto por la 125 organizó un acto en respaldo de Eduardo Buzzi, últimamente ha dicho que Carlos Tomada funciona como “el jefe de personal de los grandes grupos económicos” y que el actual es un gobierno de “ajuste”.
Detrás de la posición intransigente de De Gennaro está la idea, que ya hemos comentado, del kirchnerismo como una simulación. En palabras del sindicalista, como un “verso”, una distracción falsamente disfrazada de progresista, lo que definiría un panorama de confrontación política en el cual un gobierno de derecha compite con una oposición que también lo es. El punto es crítico: el actual es un gobierno con luces y sombras, qué duda cabe. Pero incluso los más enojados podrán admitir que ha recogido algunas de las banderas que la CTA viene levantando desde hace décadas, como la Asignación Universal o la nacionalización de las AFJP. En estos casos, el acompañamiento de los sectores de la CTA cercanos a De Gennaro, como Claudio Lozano, llega después de mucho trajín, a regañadientes, como si no les quedara otra.
Como señalamos, Lula tuvo que enfrentar varias derrotas antes de ganar la presidencia. Ocurre que, en un sistema democrático, la principal forma de acceder al poder no es a través de la construcción sindical o social, sino por vía de los votos. En democracia, ningún proyecto político realmente transformador y con vocación verdaderamente mayoritaria puede plantearse un horizonte de cambio sin someterse a la prueba electoral. Y es aquí donde aparece lo que los marxistas de antes llamaban la contradicción fundamental: los sectores populares siguen inclinándose mayoritariamente por el peronismo, en su versiones oficialista y disidente, menemista o kirchnerista. Los resultados de las últimas elecciones en el segundo cordón del conurbano, donde las fórmulas De Narváez-Solá y Kirchner-Scioli obtuvieron, sumadas, el 70 por ciento de los sufragios, son elocuentes.
Que los habitantes de Tres de Febrero se obstinen en elegir a Mario Ishii o que los de Ituzaingó insistan en apoyar a Alberto Descalzo quizás sea decepcionante, pero es –como diría Perón– la realidad. Construir castillos de naipes en un mundo ideal no parece el camino más inteligente para intentar cambiarla.
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