EL PAíS › OPINIóN
› Por José Natanson
La independencia de los bancos centrales, se ha recordado en estos días, es una de las reformas estructurales reclamadas por los organismos internacionales y la comunidad financiera en los ’90, con el argumento de que las crisis de deuda e inflación de las décadas anteriores eran consecuencia, en esencia, de la falta de rigor en el manejo de la política monetaria. El objetivo consistía en alejar a la entidad encargada de regular la estrategia monetaria y financiera del país de la influencia política. Algunos países fueron más allá, recurriendo, como Argentina, a esquemas convertibles, lo que implicaba la directa eliminación de la política monetaria. Y otros, como Ecuador y El Salvador, dieron todavía un paso más, mediante la dolarización de la economía, lo que implicaba la desaparición lisa y llana de la moneda.
Como Ulises, que se ató a las velas para no ceder a los cantos seductores de las sirenas, los gobiernos se autolimitaban para no caer en los peligrosos excesos ochentistas.
En este marco, quince países latinoamericanos, entre ellos Argentina, declararon la independencia del Banco Central en algún momento de los ’90. Algunos, como Bolivia, Costa Rica y Uruguay, admiten cierta flexibilidad y permiten a las entidades, por ejemplo, cubrir las necesidades de liquidez por un lapso corto, mientras que otros lo prohíben. Y hubo algunos países que no siguieron la tendencia, entre ellos el muy neoliberal Colombia, donde el presidente del Banco Central sigue siendo el ministro de Hacienda, o Guatemala, que establece como objetivo del Banco Central no sólo resguardar el valor de la moneda sino velar por el “desarrollo” del país (lo cual demuestra que poner metas amplias no garantiza nada).
El debate teórico acerca de las ventajas y desventajas de la independencia del Banco Central es interesante y está lejos de estar saldado. De un lado, quienes defienden esta idea sostienen que es la única forma de resguardar el valor de la moneda evitando el aumento de la inflación. Algunos autores trascienden el debate economicista para llevar la justificación más allá: en “La independencia del Banco Central y la democracia en América latina”, Salomón Kalmanovitz sostiene que la moneda es, más que una unidad de valor o de cuenta, un signo de la salud de un orden social, por lo que su estabilidad contribuye al bienestar general y, en definitiva, ayuda a consolidar la democracia.
El Banco Central no es el único caso de una institución sustraída del control democrático. De hecho, existe un poder –el Judicial– con rango constitucional más elevado que el Banco Central cuya elección no es resultado de la voluntad popular. Existen, también, poderosísimas burocracias, dotadas de una amplia autonomía, cuyos miembros no eligen por voto directo, sino por decisión del Poder Ejecutivo (la policía, por ejemplo) o del Ejecutivo y el Congreso (en el caso de los generales o los diplomáticos). Asimismo, la historia enseña que aquellas instituciones u organismos que exigen una alta competencia técnica necesitan ciertos mecanismos –carreras profesionales, ascensos por concurso y antecedentes, cuerpos técnicos capacitados, equipos legales, etcétera–, para lo cual es necesario preservar de los vaivenes políticos a al menos un sector de sus burocracias. El Banco Central es un ejemplo, pero también la Comisión Nacional de Energía Atómica, el INTA o la Secretaría de Finanzas.
Del otro lado, quienes cuestionan esta tesis argumentan que un Banco Central autónomo que logra garantizar el valor de la moneda no beneficia a todos por igual, sino especialmente a quienes poseen grandes cantidades de esa moneda y de activos líquidos. “Esa ‘independencia’ puede ser menos favorable a quienes posean esos activos en mucho menor medida y su interés, por ejemplo, sea la distribución o multiplicación de esa moneda nacional entre muchas personas, más que la preservación de su valor frente al de otras monedas extranjeras”, explica el blog La Barbarie.
Y, más allá de los intereses, hay que considerar también la cuestión de la responsabilidad. Al desengancharse del control político, el presidente de un Banco Central independiente evita someterse a la sanción popular. Si, en cambio, son los gobiernos los que controlan la institución, entonces pueden ser responsabilizados por la sociedad y, eventualmente, castigados en las urnas. Esta es la tesis de Joseph Stiglitz (“Central Banking in a Democratic Society”).
Como se ve, el debate es complejo. Algunos casos cercanos ayudan a ponerlo en perspectiva. Entre 1998 y 2000, Ecuador vivió la peor crisis económica de su historia: el sucre se devaluó de 4500 a 25.000 por dólar, la inflación acumulada arañó el 300 por ciento (en 1999, el propio presidente, Jamil Mahuad, admitió que el país registraba la tasa de inflación más alta del continente) y la deuda se multiplicó exponencialmente, hasta superar el 100 por ciento del PBI. El caos económico se combinó con una serie de manifestaciones sociales que reclamaban la renuncia del presidente. En marzo de 1999, desesperado, Mahuad declaró un feriado bancario por una semana que incluyó el congelamiento masivo de los depósitos. La situación siguió fuera de control, con la inflación in crescendo y el PBI estancado. Menos de un año después, Mahuad anunció la dolarización plena de la economía y convirtió a Ecuador en el primer país latinoamericano en sacrificar voluntariamente su moneda. Todo esto con un Banco Central cuya independencia había sido sancionada dos años antes, en la reforma constitucional de 1998.
Fernando Henrique Cardoso acababa de asumir su segundo mandato como presidente cuando la crisis económica iniciada por el crac ruso de 1998 terminó de estallar. Pese al préstamo de 41,5 mil millones concedido por los organismos internacionales y a pesar de las promesas de implementar un recorte fiscal “dramático, definitivo y permanente”, la fuga de capitales, el incremento de la deuda y las presiones devaluatorias se habían hecho insostenibles. La decisión del estado de Minas Gerais, el segundo más importante del país, de declarar el default de su deuda terminó de acelerar los tiempos. El 15 de enero, Cardoso anunció que el país ya no contaba con reservas suficientes para seguir defendiendo la cotización del real y anticipó una devaluación moderada que, sin embargo, se le escapó de las manos. Dos semanas después, el real, que durante cinco años había estado anclado a un valor de uno a uno con el dólar, se había devaluado a 2,17. El Banco Central también era independiente.
En 1994, poco después de la asunción de Rafael Caldera como presidente, Venezuela entró en una fase de inestabilidad política y económica que derivó en una crisis mayúscula: la inflación había llegado al 50 por ciento en 1993, las reservas se reducían y el Fondo de Garantía de Depósitos, creado para llevar tranquilidad a los ahorristas, estaba prácticamente vaciado. En junio estalló la crisis bancaria: un tercio de los bancos, entre ellos algunos de los más importantes, tuvieron que cerrar sus puertas. El gobierno anunció la suspensión de la compra venta de dólares, impuso transitoriamente el control de cambios y liberó la tasa de interés. En los meses siguientes, el bolívar se devaluó en un 70 por ciento, los combustibles se encarecieron 800 por ciento, la inflación siguió en aumento (103 por ciento en 1995) y el PBI a los tumbos (cayó 2 por ciento ese año). La autonomía del Banco Central regía desde el 4 de diciembre de 1992.
Ahorramos al lector el relato del caso argentino, que seguramente conoce y probablemente vivió en carne propia, y retomamos el hilo del argumento. La autonomía del Banco Central es una política controvertida desde el punto de vista teórico sobre la que no hay evidencia concluyente. Contrafácticamente, es fácil probar que un Banco Central autónomo no garantiza el valor de la moneda y, mucho menos, la estabilidad macroeconómica, tal como demuestra el relato de estas tres crisis latinoamericanas (hay más). En este marco, que una institución como el Banco Central se encuentre apartada de la influencia política –es decir, apartada del control de los funcionarios democráticamente elegidos– puede ser bueno o malo según el contexto, pero no garantiza nada. Es cierto que la mayoría de los países desarrollados cuentan, sobre todo desde los ‘70, con bancos centrales independientes, aunque en algunos, como en Japón, se trata de una independencia muy limitada. Pero también es verdad que la crisis mundial demostró que esta supuesta independencia deja de operar en tiempos de emergencia, tal como revelan los constantes “pedidos” de los gobiernos a sus bancos centrales (Fed incluida) para bajar las tasas, implementar salvatajes de bancos o aportar dinero para rescatar a empresas quebradas. En general, lo que se comprueba en la práctica son diferentes tipos de cooperación entre el gobierno y la autoridad monetaria, más o menos formalizadas, pero nunca una completa hostilidad.
Y ésa era justamente la situación argentina al cierre del sábado. La discusión sobre la validez o no del decreto por el cual Martín Redrado fue desplazado es pantanosa: el Gobierno dice que tiene atribuciones para hacerlo, la oposición dice que debería haber convocado antes a la comisión legislativa encargada de “aconsejar” o no la remoción, el Gobierno dice que no pudo hacerlo pues no está constituida, la oposición dice que sus miembros ya están designados, el Gobierno dice que los representantes han sido elegidos pero no formalizados, ya que las comisiones aún no fueron instituidas formalmente, la jueza María José Sarmiento falló contra el decreto, el Gobierno apeló...
Más allá del debate acerca de la legalidad del decreto, cuya resolución está en manos judiciales, vale la pena arriesgar algunos comentarios sobre lo ocurrido en las últimas horas. En primer lugar, parece difícil que un gobierno –aquí o en cualquier lugar del mundo– conviva durante nueve meses con una autoridad monetaria en rebeldía, una señal de desgobierno económico difícil de admitir. Pero que la lógica política sugiera la necesidad de desplazar a Redrado una vez desatada la tormenta no implica que la decisión original haya sido acertada, ni que se haya puesto en práctica de forma inteligente. El estilo decisionista de los Kirchner puede resultar efectivo en ciertos momentos, pero genera costos. Aunque es cierto que Redrado apoyó en su momento el pago al FMI, que dejaba a la Argentina con muchas menos reservas que ahora, y aunque es verdad que gestionó con solvencia uno de los pilares del diseño económico K (el tipo de cambio administrado), su lealtad, como la de Cobos, evidentemente no estaba asegurada: el Gobierno había recibido varias señales acerca de la resistencia que despertaba el Fondo del Bicentenario –incluyendo un pedido de informes de la Corte e inequívocas señales lanzadas por Redrado– que prefirió no atender.
Y ahora, en un contexto polarizado, el debate se encuentra, una vez más, en un lugar un poco absurdo. La oposición ha vuelto a su lucha antimonárquica, Elisa Carrió insinuó la posibilidad de avanzar en un juicio político a Cristina y Pino Solanas denunció a la Presidenta ¡penalmente! Pero así como no parece sensato interpretar la posición oficial como un signo de autocratismo, tampoco parece lógico denunciar, desde el Gobierno, una conspiración fríamente urdida (como si entre Cobos y Redrado operara un comando único) o interpretar cualquier jugada opositora en clave destituyente: los bloques opositores tienen todo el derecho del mundo a intentar voltear los decretos por vía legislativa, del mismo modo que el Gobierno ha recurrido al veto cuando lo ha considerado necesario (y eso no le pone una corona). Algo similar sucede con la idea de gesta antiortodoxa, que ya ha comenzado a circular, como si la decisión de disponer de reservas para el pago de la deuda no fuera un paso más de la conservadora estrategia trazada por Amado Boudou para volver a los mercados internacionales de capitales (algo que, por otra parte, el establishment venía reclamando desde que el Gobierno había decidido recurrir a Venezuela para obtener financiamiento).
Y en el final, la pregunta de siempre: ¿Por qué este tipo de episodios derivan en una escalada absurda, como si cualquier decisión equivaliera al asesinato del archiduque de Austria? El estilo del Gobierno, la intransigencia de la oposición, la debilidad kirchnerista después de la derrota electoral, la perspectiva de 2011... son todos buenos motivos, pero la situación se repite y debe haber algo más. Con la cultura política sucede como con las brujas: nadie las ha visto pero que las hay, las hay.
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