EL PAíS › OPINIóN
› Por Octavio Getino y Susana Velleggia *
Medio siglo atrás, para quienes éramos jóvenes adultos en esa época, el “deben ser los gorilas, deben ser”, servía a millones de argentinos para distinguirnos, a menudo con humor, de aquella fauna simiesca en la que convergían milicos y civiles cómplices de las sucesivas dictaduras que asolaron una y otra vez los derechos sociales y democráticos de los argentinos e hicieron hasta lo imposible para convertir a la Nación en una factoría sometida a los poderes imperiales de turno. Gorilas en cuya encarnadura trepadora asomaban las apetencias de poder autoritario y antinacional de numerosos políticos, empresarios campestres y de los otros; dueños de medios, periodistas y opinólogos; jerarcas de la Iglesia, además de algún figurín de la cultura y las artes entonces en boga. Ellos, protagonistas o cómplices, detentaban el poder dictatorial y la censura absoluta sobre los medios, pero la mayor parte del pueblo argentino era dueña de las calles del país, y, como sentenciaba Perón, entre el poder sobre los medios y el poder en las calles, este último habría de ser el más importante, como demostró la historia de aquellos años.
Ha pasado medio siglo y las cosas pintan diferentes. El pueblo argentino, es decir la Nación, enfrentó sucesivas crisis de origen interno y externo, que desembocaron en lo que, sintéticamente, podríamos denominar tsunamis económicos, sociales y políticos que, al articularse con un gran tsunami cultural, hicieron que el problema fuera mucho más complejo y difícil de superar. Este es el que hoy se despliega de manera obscena ante nosotros.
La personalización de la furibunda campaña “anti-K” emprendida por los sectores –que antes llamábamos gorilas– entre los que sobresalen hoy los medios de (in)comunicación y una “dirigencia política” opositora ultrista, de derecha e izquierda, tan carente de ética como de proyecto nacional, no es sino una estrategia enmascaradora para la imposición de los mismos intereses que significarían otra vez el retroceso del país. Ellos son los que en las últimas décadas contribuyeron a y se solazaron con, el desmantelamiento, la extranjerización y la oligopolización de lo que fuera un ambicioso –y factible– proyecto industrial nacional, con las catastróficas políticas cuyas consecuencias los argentinos estamos aún padeciendo.
En esta nueva era la antigua pelambre está mutando a oscuro plumaje y, cual obra del realismo mágico, han aparecido figuras insólitas en disputa a los picotazos por el poder que, aunque genéticamente están emparentadas al simiesco elenco anterior –ahora imposibilitado de apelar al cuartelazo como práctica de “estilo”– intentan ocultar sus verdaderas intenciones y se metamorfosean en buitres.
Los rotulados “fondos buitres” encontraron inmediatas extensiones en los “políticos buitres”, “comunicadores buitres”, “sojeros buitres”, “jueces buitres”, llegando incluso a contagiar a más de un intelectual de prestigio que despliega sus flamantes plumas negras en entrevistas televisivas junto a viejos gorilas reciclados. Esta bandada, que necesita alimentarse de carroña para apoderarse de todo aquello que le reditúe beneficios corporativos, configura una versión sainetesca de “unión democrática” mediática donde se amontonan divas televisivas oficiantes de madamas; políticos desmemoriados ex funcionarios de ex gobiernos atroces; un vicepresidente esquizofrénico que brinda lecciones de cinismo gratis; ex artistas beneficiarios de subsidios oficiales ayer y hoy opositores atacados de buitrismo extremis; periodistas de derecha pagados por izquierda; fabricantes de encuestas de opinión; pseudopitonisas desvariantes que escriben cartas denigratorias del país a gobiernos extranjeros, rogándoles su intervención civilizatoria en estas bárbaras pampas; gurúes económicos que jamás aciertan en sus predicciones... ¡Vaya “institucionalidad” que quieren endilgarnos!
Esta escenificación de la política-espectáculo, a la par de obstruir las capacidades de análisis y reflexión, incentiva las más atávicas pulsiones destructivas que toda sociedad guarda, en mayor o menor medida, en su seno. Es violencia en estado puro. La diseminación de tan enorme potencial destructivo es un fenómeno cultural y sociopsicológico de nefastas repercusiones, materiales y simbólicas. Los buitres atentan contra nuestros derechos y libertades, desde el momento que nos obligan a sobrellevar esta pesada mochila confeccionada por ellos a la medida de sus intereses y delirios. Pretenden hacernos cómplices o rehenes de su espectáculo. No lo fuimos, no lo somos y no lo seremos, pese a los errores que el gobierno democrático cometa. Entendemos que es nuestra obligación, como ciudadanos, contribuir a superarlos. Y esto, no por puras razones políticas o ideológicas, sino por un elemental sentido de la dignidad como nación y seres humanos.
Más indigna el empeño del plumerío alborotado, por su componente machista y porque el escarnio constante a la figura que, mal que les pese, representa a todos los argentinos, ofende y desvaloriza al pueblo que la votó. Sólo unidos por el odio “anti” y por la expectativa de reparto de los despojos de la política que están liquidando a picotazos, insensibles a todo lo que rebalse los límites de sus ombligos, nos sobrevuelan amenazantes con indisimulada vocación rapiñera. Ellos buscan destruir el proyecto que, con gran esfuerzo de nuestro pueblo y de la Presidenta votada por la mayor parte de éste, tratamos de construir después de tantas frustraciones.
En esta coyuntura histórica sería de una ingenuidad imperdonable suponer que podrá calmarse tanta furia destructiva con medidas tibias y “buenos modales”. Las restauraciones conservadoras son brutales e impiadosas y, si de algo carecen es de buenos modales, según nos consta. Hoy se requieren respuestas más enérgicas y contundentes aún que las de hace medio siglo para no tener que lamentarnos cuando ya sea tarde por la pérdida de los derechos que tan trabajosamente vamos re-conquistando.
* Cineasta y socióloga.
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