EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por J. M. Pasquini Durán
No hay razón, legal o política, para que el Gobierno pierda la batalla sociocultural por el Fondo del Bicentenario, como le sucedió con la Resolución 125 sobre las retenciones a la exportación agropecuaria. Comienza a perderla, sin embargo, porque los opositores encontraron una idea-fuerza: “Hay que convocar a sesiones extraordinarias del Congreso”, para la que el oficialismo no tiene réplica equivalente. Todas las versiones conspirativas, de adentro y de afuera, son insuficientes para satisfacer el sentido común del ciudadano que no atina a explicarse la negativa gubernamental a extraordinarias como no sea por el temor a perder la votación y, en consecuencia, a dar marcha atrás con el proyecto que fundamentó los DNU (decretos de necesidad y urgencia) sobre el uso de reservas para pagar la deuda y el relevo del titular del BCRA debido a su negativa a ejecutar una decisión de política económico-financiera internacional.
Es sabido que la marcha oficial no está habituada a los retrocesos; pero encerrarse en argumentos formalistas, da la sensación de improvisación y debilidad en la gestión del Poder Ejecutivo y la consiguiente pérdida de credibilidad pública sobre su competencia para manejar asuntos complejos, pese a las evidencias en su favor del pasado inmediato. La memoria social, cuando algo la fastidia, olvida rápido. Lo peor de todo es que alguien tendrá que levantar la factura de esta ocurrencia y, por lo que se pudo ver en el pasado, los traspiés de economía los pagan los titulares de la cartera. Nada menos aconsejable cuando el país reabrió el canje y comenzaron negociaciones con tenedores de bonos.
Los opositores tienen la ventaja de contar con el aparato mediático de las mayores y menores empresas que se sintieron afectadas por la Ley Medios de Comunicación Audiovisual y que están dispuestas a respaldar todo lo que debilite al Gobierno, para ver si pueden impedir la ejecución de las nuevas normas legales. También opera desde la extrema derecha, camuflada como “oposición”, la fuerza remanente, que no es poca, de los defensores del terrorismo de Estado y de los nostalgiosos del neoliberalismo conservador de los años ’90. Por último, en esta sencilla enumeración hay que mencionar a los grupos económicos concentrados, además de los que controlan el poder mediático, muchos de ellos beneficiados por las políticas estatales, que ponen primero su temor a lo que llaman “el populismo”, algo así como el sucedáneo imaginario del comunismo, antes que cualquier otra consideración. Desde ya, los llamados “fondos buitre” hacen su aporte, ya que quieren abortar la reapertura del canje.
Con este “viento de cola”, las oposiciones políticas de centroderecha parecen más de lo que son. Ni siquiera se preocupan por las contravenciones de sus conductas particulares. Sanz y Morales, los dos encargados de la UCR, hace una semana, parados ante las cámaras y micrófonos en la puerta del BCRA (Banco Central de la República Argentina), aseguraban que defenderían a Redrado del autoritarismo presidencial. A los pocos días, en la Comisión Bicameral que trataba los DNU, el mismo Morales, en nombre propio y en el de Sanz, declamaba que el ex titular del BCRA era una pieza secundaria, casi insignificante, que lo mejor que podría hacer sería irse para no perjudicar más al país.
Del mismo modo, en distintos sets de TV se pudo ver en los últimos días a legisladores que reclamaban “soluciones políticas” al problema, cuando muchos de ellos fueron horas antes promotores de la “judicialización”, dándoles intervención a los jueces en un asunto del gobierno (Ejecutivo y Legislativo). La mención completa de marchas y retrocesos, improvisaciones y contradicciones, más una serie de inconsistencias de los opositores, darían lugar a varios tomos con relatos de la picaresca, si no fuera porque algunas consecuencias pueden ser muy serias. En la tarde de ayer, el teleespectador podía pensar que había dos ministros de Economía, Boudou y Redrado, por la manera en que cada uno hablaba sobre las operaciones en los mercados como si el otro no existiera.
El rigor de las posiciones y los graves tonos de las declaraciones opositoras no le dan fuerza a la idea de las extraordinarias sino la necesidad de una porción considerable de la sociedad, sobre todo de las clases medias, de poner a prueba la fortaleza del Gobierno. Los que detestan y los que apoyan, unos para derrotar, otros para robustecer influencias, quieren que la presidenta Cristina consiga sus victorias, o fracase, allí donde ahora ya no tiene mayorías absolutas, ni simples. Para eso es necesario que el oficialismo busque acuerdos con algunas porciones de esas oposiciones que no deberían estar recostadas hacia las derechas.
Hace menos de una semana, este diario publicó un reportaje a Néstor Kirchner, donde el ex presidente imagina la confluencia en el proyecto oficial de dos fuerzas distintas: el PJ y el centroizquierda. Para algunos son agua y aceite, pero hay quienes piensan que los Kirchner no pretenden reunirlas en un mismo frente sino lograr un solo punto de coincidencia, el que se acuerde a la hora de las internas. Mientras tanto, la tarea oficial sería menos áspera. Para conseguirlos, a los barones del “pejotismo”, sobre todo en el Gran Buenos Aires, la Casa Rosada los distinguió de diferentes maneras. No hay constancias tan claras, en cambio, de actitudes parecidas con los partidos de centroizquierda. El oficialismo no tendrá este apoyo sólo porque sus principales enemigos sean de derecha. Peor aún: en la confusión de los tiempos actuales se ha visto a más de una izquierda pasar del brazo con quien no debía pasar.
Es comprensible que, después de seis años de gestión, la paciencia del Gobierno no sea la misma que en los primeros momentos, pero los movimientos sociales que están en la calle, algunos aliados hasta anteayer, tienen que ser recibidos y conversados hasta que se les caiga la lengua, en lugar de dejarlos en la calle, perturbando a otros. Hay algunos que son irredentos porque no esperan soluciones del sistema, pero no serán ellos los que influyan en los votos de centroizquierda sino la habilidad presidencial para lidiar con los revoltosos de manera que el tránsito en la ciudad sólo sea interrumpido por las obras de Macri.
Es mucho lo que puede hacer el oficialismo, pero también el centroizquierda tendrá que aportar esfuerzo propio. Cuando algunos núcleos piden una investigación de la deuda externa, es saludable como una firme y consecuente posición moral desde hace décadas, pero en términos políticos a esta altura más bien es un saludo a la bandera. Al menos mientras la consigna sea sólo un título y nada más. ¿Quién audita, por cuánto tiempo y sobre qué montos de cuáles períodos? Raúl Castells y Nina Peloso ayer ya pusieron su grano de sal para desacreditar la consigna, haciéndose detener en los salones del BCRA y del Nación.
Desde la izquierda es bastante común presentar al oficialismo y sus principales adversarios como “la misma cosa”. Esa visión, más allá de un posible error de análisis, anula la capacidad de usar la propia fuerza para impulsar lo mejor de cada momento, de unos, de otros o de ninguno. Marx creía que la burguesía capitalista debía avanzar en el mundo colonial para desarrollar las fuerzas productivas y gestar al proletariado revolucionario que terminaría con los burgueses. No siempre las profecías de la izquierda se compadecen con la historia real. Nadie pide que bajen las banderas sino que las hagan avanzar con ímpetus renovados, en lugar de plegarse a las indecorosas maniobras en las que suelen enredarse algunos jefes de la derecha local.
Este es un período que tiene a prueba a la mayor parte de la Unión Sudamericana. Por motivos distintos, cada cual los propios, hay crispaciones, para emplear el término de moda, en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Paraguay y Brasil. Chile tendrá que decidir mañana, en segunda ronda, si se vuelca más a la derecha o insiste con la Concertación. Cada uno de los desenlaces tendrá algún impacto en el cuerpo nacional. Aunque ninguno estremecerá más que las imágenes de la catástrofe en Haití. El terremoto es un accidente de la naturaleza, pero sus consecuencias tienen directa relación con las condiciones de vida de la población. Un sismo de igual magnitud, con epicentro también en zonas urbanas, ocurrido hace algunos años en Japón, dejó un saldo de 15 a 20 muertos. En Puerto Príncipe, las cifras provisionales cuentan cien o ciento veinte mil los cadáveres esparcidos por la ciudad. La dimensión de la tragedia recuerda que la lucha contra la pobreza es la tarea principal de la política.
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