EL PAíS › OPINIóN
› Por Amílcar Salas Oroño *
1 Comunicadores, periodistas, intelectuales y políticos insisten hoy en la necesidad de “parlamentarizar” las decisiones políticas. Una “presencia” más cotidiana del debate parlamentario haría más “equilibrado” el juego político y permitiría la construcción de una cultura política más “plural y republicana”. Un extendido slogan comunicacional se ha apropiado de nuestras pasiones políticas: “ahora es el tiempo del Parlamento”.
2 En la historia latinoamericana, el Parlamento ha sido una figura institucional de variantes connotaciones: superpuesto con las tradiciones ibéricas de los Cabildos, fue un capítulo repetido en los trasplantes constitucionalistas locales y reorganizó, junto con el ejército y otras sociedades de intereses privados, la composición de las diferentes facciones políticas de las elites nacionales. Durante gran parte del siglo XX fue el objeto más inmediato de la permanente injerencia de los militares en la política, con su clausura o vaciamiento funcional. Con todo, desde el punto de vista de la historia de las ideas, la consolidación del Parlamento como institución política debe ubicarse en el marco de la adaptación cultural del liberalismo en nuestras tierras. Su incorporación a nuestras prácticas cotidianas posibilitó, también, ir construyendo en nuestras representaciones colectivas la mediación que implica la necesidad de que la dominación –ejercida por los dueños del poder– contemple mínimos parámetros de legitimidad. Un pasaje necesario, útil, constructor de la misma noción de sociedad; en este sentido, debemos también al Parlamento su aporte en el sinuoso camino de nuestro progreso. La cuestión problemática es que, hoy, la “exaltación” del Parlamento como instancia definitoria tiene otras significaciones: en el contexto democrático actual, su evocación es parte de una encrucijada diferente.
3 De un tiempo a esta parte, se ha activado una “ideología parlamentarista” que propone parlamentarizar toda la esfera política, casi al límite de anular la actuación de los otros poderes. Todo debe debatirse en el Parlamento, ámbito emblemático de una potencial “armonía social”; las acciones del Gobierno deben “pasar” por el Parlamento y cuantas más comisiones las discutan –recordar la disputa reciente respecto de la ley de medios audiovisuales– la conclusión será, indudablemente, más democrática. De lo que se trata es de recrear una imagen alternativa a la de los actuales presidentes latinoamericanos: no es casualidad que esta “exaltación” del Parlamento aparezca en una etapa de la historia regional en la cual diferentes Poderes Ejecutivos han logrado establecer agendas públicas reñidas con específicos intereses sectoriales –incluso, los de los medios de comunicación, que le aportan la estructura gramatical a esta perspectiva—. A los intereses corporativos les estaba faltando una ideología, una matriz, un símbolo, que apareciera como lo suficientemente tradicional y renovador a la vez. Estaba claro que sin un rodeo de este tipo los intereses particulares de los liderazgos corporativos –De Narváez, Piñera, Noboa, etc.— no pueden prosperar. El Parlamento ya no como poder del Estado, sino como alteridad del Gobierno presente y reorganizador eventual del Gobierno futuro; en ese sentido, el rol del vicepresidente argentino es casi ejemplar: de hecho, no forma parte del Poder Ejecutivo, más bien actúa como un primus inter pares catalizador de la elección del 2011.
4 De un lado, la denominada “desmesura” de los presidentes; del otro, la “mesura” y el “equilibrio” que trae consigo la injerencia del Parlamento en la dinámica política. Detrás del simbolismo de este “equilibrio” pueden verse tanto las intencionalidades concretas de los diferentes proyectos opositores como un aspecto más estructural de toda dialéctica social (capitalista). Entre estos portavoces de las “bondades” parlamentarias los hay más y menos comprometidos con la reproducción de la acumulación del capital, pero todos, a su manera, terminan funcionando como facilitadores para la recreación ficcional e ideológica de una posible “armonía” de los intereses sociales. Para decirlo en términos más clásicos: los sectores dominantes deben, por todos los medios, frenar esta ola de presidentes que no han hecho otra cosa que iluminar conflictos internos del sistema social, la mayoría de estos aún sin resolver. Como no pueden “decretar” el fin de los conflictos, ahora se empeñan por construir imaginarios sociales que los desarticulen, que los licuen. Se sabe: las ilusiones desconflictuadas, las evasiones, las fugas son todos elementos inherentes de construcción social de realidad en el capitalismo. Además, la historia deja sus lecciones: mal le ha ido al capitalismo periférico –y a los capitalistas de todo el mundo que hicieron/hacen negocios en sus territorios– cuando los gobiernos deciden iluminar y verbalizar los términos y elementos de los conflictos sociales, despertando actores, reconstruyendo sujetos colectivos y estableciendo límites a las apropiaciones. De allí la necesidad de parlamentarizar el orden social, volver a un supuesto estado de “armonía natural”, tarea que no es sencilla y que requiere de mediadores socioculturales que preparen el terreno y estén cotidianamente construyendo los moldes de los lenguajes circulantes; por eso el rol de los medios de comunicación resulta imprescindible para la etapa.
5 Habrá que ver, entonces, cómo se va a ir moldeando la dialéctica de los conflictos de interés, desconfiando de las fórmulas armonizantes que se proponen. A veces, las ideologías anticipan procesos históricos y, a veces, los procesos históricos crean nuevas cosmovisiones. La “ideología parlamentarista”, con todos sus bemoles de sentidos prácticos, es también el producto de estos nuevos presidentes, pero con una impronta restauradora. Hay bastante de vieja cochambre por sacudir en nuestras sociedades latinoamericanas como para no estar atentos frente a las soluciones que nos regalan de tanto en tanto las clases más aventajadas.
* Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (UBA).
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