EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Hipotesis
› Por J. M. Pasquini Durán
Por increíble que parezca, hay núcleos de funcionarios duhaldistas que apuestan al retorno a la Casa Rosada a fines de 2003 por la vía electoral. Esto, siempre que primero puedan realizar con éxito la maniobra legislativa que haría posible la vuelta. Consiste en aceptar la renuncia de Eduardo Duhalde con fecha 25 de mayo pero sin modificar el cronograma electoral original, o sea abrir las urnas en octubre del próximo año, para lo cual cubrirían el trayecto con el nombramiento de Eduardo Camaño, sucesor legal por su rango de titular de Diputados, como Presidente provisional. Duhalde dispondría de cuatro meses para conseguir que el PJ lo proclame candidato único, para lo cual su preocupación central es el desplazamiento de Carlos Menem.
Dado que el plan no es secreto para los moradores del laberinto interno del partido de gobierno, los aspirantes a la sucesión presidencial preparan sus estrategias alternativas por si las cosas enderezan hacia ese rumbo. Algunos mantienen abierta la posibilidad de presentarse con partidos propios, por “fuera” del PJ, pero no es el caso de Menem, cuyas chances –si es que las tiene– radican en captar los votos de los desamparados con la camiseta tradicional. A partir de esta lógica ruedan las versiones que les atribuyen a operadores menemistas la intención de alentar saqueos y otras violencias durante la semana del primer aniversario de las jornadas del 19 y 20 de diciembre. El propósito, claro está, consistiría en envolver al Gobierno en una espiral de confrontaciones y sangre que levante el repudio popular. Algunas voces sugieren que el método ya fue probado hace un año, sólo que entonces fueron punteros duhaldistas los que agitaron las aguas para terminar de una vez con el gobierno de la Alianza, que ya estaba en declive irreversible.
Otros análisis, que miran más allá de la interna oficialista, aunque no descartan esas manipulaciones conspirativas prefieren pensar que la campaña de rumores quiere desmovilizar a la sociedad por temor y si se cometieran actos violentos la ocasión sería aprovechada por los núcleos conservadores que desde hace algún tiempo reclaman medidas de disciplina social, sobre todo para contener por la fuerza a las diversas corrientes de piqueteros, sin excepción, antes que puedan consolidar y aumentar los espacios públicos que ya ocupan. En la mirada de los autoritarios vocacionales, la debilidad institucional de la democracia facilita la multiplicación de los movimientos de rebeldía popular y de desobediencia civil. A pesar de las gruesas imperfecciones de esta democracia restringida, igual les incomoda a los conservadores de privilegios insoportables.
Por el contrario, hay fragmentos del movimiento popular que desconsideran a la democracia debido a su impotencia para resolver los dramas sociales. El riesgo de ese tipo de percepción es confundir el valor de la libertad con los chanchullos de la vieja política, como si fueran extremidades inseparables de un único cuerpo, y reducir las opciones a expresiones absolutistas, como revolución o nada. En el mismo nivel de confusión, el espontaneísmo de los sucesos de diciembre fue recibido por algunas minorías de izquierda como el preanuncio de alzamientos revolucionarios generalizados que no se han producido en el año transcurrido desde entonces. En el reverso pesimista figuran los que concluyen que a pesar de semejante movilización “no pasó nada”. Tal vez un juicio más verdadero no acepte las hipótesis de situaciones prerrevolucionarias o de estancamiento perpetuo.
Algunos de los que no quieren sumarse a ninguna de estas tesis dejaron que los seduzcan las teorías, tan ingeniosas como inocuas, del escocés John Holloway, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Edimburgo, actualmente profesor en la Universidad de Puebla. Autor de un libro deéxito, Cambiar el mundo sin tomar el poder, escribió: “El llamamiento zapatista a construir un mundo nuevo ha tenido una repercusión extraordinaria y esa repercusión está relacionada con el crecimiento en los últimos años de aquello que pudiera llamarse un espacio de antipoder. El referido espacio corresponde a un debilitamiento del proceso que polariza el descontento en el Estado”. Si no fuera porque la reflexión del profesor tiene alguna circulación en el mercado de las ideas locales, no valdría la pena evocarlo. De todos modos, antes de llegar a conclusiones cerradas, habría que revisar con meticulosidad los sucesos de estos últimos doce meses.
De ese recuento, podría deducirse que el movimiento popular de protesta aumentó en cantidad y calidad, pese a las decepciones provocadas por la Alianza y la posterior incapacidad del gobierno provisional para encontrar soluciones más sólidas que paliativos de oportunidad o asistencialismos diagramados con criterios de bomberos. Una manera de medir la densidad de las expresiones populares podría ser la enumeración completa de los actos, marchas, mítines y otras formas de movilización que están anunciadas para la semana de la conmemoración, cuya lista completa excedería este espacio. Después que pase, quizá haya datos más precisos para completar la evaluación, siempre que los analistas puedan despojarse de dogmas y prejuicios.
A estas horas, el sexto congreso nacional de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) delibera sobre una opción distinta a las que ya quedaron enumeradas. Se trata de la formación de un nuevo “movimiento político y social”, un partido de los trabajadores, que ocupe el vacío producido por el colapso del tradicional bipartidismo que acaparaba la representación popular. Es un lugar común entre sectores del trabajo y de las clases medias que en las próximas elecciones “no hay por quien valga la pena votar”. A la vez, la CTA ha llegado a la conclusión de que no se trata de cumplir con alguna urgencia de circunstancia, sino de una decisión estratégica que le permita influir en los asuntos públicos, ya no sólo desde la posición “sectorial” de un conglomerado sindical, mediante la disputa, también electoral, de los ámbitos del poder, donde se toman las decisiones que afectan el destino colectivo.
Los que miran la foto como si fuera toda la película podrían apurarse a concluir que la iniciativa de la CTA es un acto mimético con los sucesos brasileños, como para “aprovechar el impulso” de Lula. Es evidente, además, la ausencia de algún liderazgo que merezca la confianza y credibilidad populares y que sea capaz de construir consensos más amplios que la simple multiplicación de fragmentos parecidos, pero divididos. En rigor, la posibilidad de desembocar en una organización partidaria que supere las dimensiones de la central es una idea que revolotea en su interior desde hace algunos años. De allí que en su momento algunas de sus figuras fueran autorizadas para incorporarse a partidos como el Frepaso para disputar candidaturas, aunque las prácticas no alcanzaron para satisfacer las expectativas del sindicalismo que los hizo emerger. El nuevo proyecto, del que se conocen los perfiles generales, intenta también sacar provecho de esas experiencias.
Cualquiera sea el juicio que merezca el movimiento, al menos habrá que reconocer que otra vez la CTA hace punta en la búsqueda de un camino propio para los que siguen anhelando otro país, más justo, más digno, más libre. Habrá que esperar las decisiones finales del congreso sindical, pero en cualquier caso el mismo debate indica el vuelo de las reflexiones de quienes serán en definitiva los protagonistas esenciales de lo que pase en el país del futuro, por encima de las ingenierías, confabulaciones y cálculos de la vieja política para sobrevivir.