Dom 04.04.2010

EL PAíS  › OPINION

Nación, provincias y los pitucones de la infancia

› Por José Natanson

Junto a México y Brasil, Argentina es uno de los tres países latinoamericanos nacidos federales (el resto fueron unidades básicamente centralizadas hasta los procesos de desconcentración que en los ’80 y ’90 transfirieron responsabilidades a entidades subnacionales, sobre todo en casos como Venezuela y Colombia). Pero, a diferencia de Brasil, Argentina no nació de un único poder colonial-imperial-republicano que se fue expandiendo de la costa al interior, sino que fue formado del interior al puerto a partir de una articulación de estados preexistentes, como México. Por eso la Constitución argentina, como la de Estados Unidos y Suiza, es federal en un sentido muy profundo: establece que las provincias conservan todas las competencias no delegadas al gobierno central. Entre estas últimas se encuentran básicamente el manejo de las relaciones exteriores, la emisión de moneda y la navegación interior. La Carta Magna define algunas responsabilidades concurrentes: justicia, educación, salud y seguridad social. El resto queda reservado a las provincias. Desde el punto de vista tributario, originalmente la Nación se financiaba con los impuestos sobre el comercio exterior, mientras que las provincias se sostenían con los impuestos a la producción y el consumo, aunque el esquema ha ido modificándose y complejizándose con el paso de los años.

Ocurre que el federalismo no es nunca una foto congelada, sino la dinámica de una película en permanente cambio. Así, en los ’70 se inició un proceso de transferencia de responsabilidades a las provincias, y en menor medida a los municipios, que se profundizó en los ’90, al calor del cacareo descentralizador del Banco Mundial. En este marco, la educación primaria y parte del sistema de salud fueron delegados a los gobiernos provinciales en los ’70, mientras que el menemismo completó la tarea en los ’90 con el paso de las escuelas secundarias y los hospitales. Entre tanto, la seguridad social fue transferida de las provincias al Estado nacional. El resultado, apuntado por Oscar Cetrángolo y José Pablo Gimenez (“Las relaciones entre niveles de gobierno en la Argentina”, Cepal), es un Estado-nacional que se hace cargo de los problemas del pasado (de los jubilados a la deuda externa), lo que implica asumir derechos adquiridos de difícil reformulación, frente a provincias que concentran sus energías y sus presupuestos en los temas del futuro (educacion y salud).

Pero si las provincias fueron asumiendo más funciones, no recibieron a cambio las herramientas recaudatorias adecuadas para sostenerlas. Esto, que rompe la idea básica de que debe haber cierta simetría entre la responsabilidad del gasto y la potestad tributaria, está en el corazón del conflicto político entre el gobierno nacional y las unidades federadas. En los ’80, antes de la transferencia de escuelas y hospitales, las provincias recaudaban, peso más o menos, lo mismo que gastaban. Hoy, en promedio, recaudan sólo el 30 por ciento de lo que necesitan (el resto proviene de transferencias nacionales y deuda). Pero si sólo el 30 por ciento de la recaudación va a las provincias y el 70 lo obtiene la Nación, el reparto del gasto es muy diferente: el 40 por ciento del gasto público total es ejecutado por las provincias, el 10 por ciento por los municipios y sólo el 50 por la Nación. Esta diferencia –la Nación genera el 70 por ciento de los ingresos pero gasta el 50 por ciento de los recursos– es la base de la disputa entre el gobierno federal y las administraciones provinciales.

Esta disparidad ingreso-gasto es resultado de diversas tendencias: el incremento de las cargas de las provincias por la ya mencionada transferencia de responsabilidades, el aumento del peso de impuestos no coparticipables como consecuencia del cambio de modelo económico (retenciones y, en menor medida, impuesto al cheque), las ganancias de eficiencia en el sistema impositivo nacional conseguidas desde los ’90, y la debilidad de los esquemas recaudatorios provinciales (que descansan en cuatro tributos –inmobiliario, automotor, sellos e Ingresos Brutos– y que, con excepciones como Córdoba y en menor medida la provincia de Buenos Aires, han progresado muy poco). El resultado es un proceso de concentración fiscal que ha hecho que hoy el gobierno nacional maneje el porcentaje de recursos más alto de la historia argentina.

Esto, fundamento de lo que habitualmente se conoce como “la caja”, se suma a otras tendencias igualmente centrípetas. La primera es la concentración de funciones en la figura del presidente: la ley de superpoderes, por la cual el jefe de Gabinete puede reasignar partidas presupuestarias sin aval legislativo, implica una usurpación de funciones del órgano de representación federal, el Congreso, y un fortalecimiento de la discrecionalidad de la Casa Rosada. Los frecuentes decretos de necesidad y urgencia refuerzan esta tendencia.

Pero no todos los factores operan en el mismo sentido. En los últimos años, el carácter federal de la representación se ha ido acentuando como resultado de una territorialización de la política. Ya no existen partidos auténticamente nacionales y el único que se asemejo a ello, el peronismo, es en realidad una confederación de liderazgos, estructuras y cacicazgos provinciales. Esto es consecuencia de decisiones del gobierno nacional, como la autorización para que los gobernadores desdoblen las elecciones provinciales de las generales, lo cual obviamente refuerza el carácter distrital del voto. Pero también de dinámicas locales: el politólogo Ernesto Calvó contó 33 reformas constitucionales y 45 reformas electorales importantes en las provincias en las últimas dos décadas, muchas de las cuales incluyeron la habilitación de la reelección del gobernador. En todos los casos, tendieron a fortalecer a los gobiernos provinciales.

En general, entonces, se ha producido una creciente autonomización de los sistemas políticos provinciales respecto del nacional, definiendo una paradoja: los gobernadores son comparativamente más pobres que en el pasado, pero políticamente más poderosos.

Para subrayar el carácter fluido del federalismo, vale la pena señalar dos episodios adicionales. El primero es el festival de bonos pre y pos crisis del 2001, los patacones bonaerenses, los lecor cordobeses o los bocanfor formoseños, que en algún momento merecerán un desagravio, pues permitieron mantener una base mínima de intercambio y consumo en momentos de recesión, pero esencialmente implicaron que las provincias asumieran una función propia de la Nación, como es la impresión de moneda. Por otra parte, en los ’90 las provincias también se apropiaron parcialmente, en una especie de coparticipación de hecho, de otra función del gobierno nacional, el manejo de la deuda externa, mediante el enorme incremento de las deudas provinciales. Esto fue posible gracias a la utilización de los fondos de coparticipación como garantia. Ambos problemas –deuda provincial y cuasimonedas– fueron resueltos en tiempos de Kirchner-Lavagna.

Inequidad territorial

¿En qué medida las modificaciones que se han producido en las relaciones entre los niveles de gobierno han mejorado el reparto territorial de la riqueza en la Argentina? Básicamente, en nada. Pese a todos estos cambios, la inequidad territorial se ha mantenido o incluso profundizado. En general, las provincias pobres siguen siendo pobres y las ricas, ricas.

Hubo, por supuesto, algunas excepciones. Las más importantes estuvieron relacionadas con la reciente expansión de las industrias extractivas, hidrocarburíferas en Chubut y Neuquén y mineras en San Juan o Catamarca. En menor medida, se registraron algunos avances de provincias con “nuevas industrias” (turismo en Santa Cruz o vino en Mendoza). En cuanto a la soja, es interesante comprobar que no ha logrado mejorar el equilibrio territorial pese a que una parte de su producción se ha derramado a provincias no pampeanas pobres. Santiago del Estero, por ejemplo, pasó de tener 94 mil hectáreas sembradas de soja en 1994 a 674 mil en 2004, en tanto Chaco saltó de 144 mil a 736 mil. Pero el impacto del crecimiento generado por la soja no se trasladó a la economía local, que ha seguido igual de atrasada, en una clara lógica de enclave. A diferencia de lo que ocurre en Mendoza, donde la cadena productiva de la industria vitivinícola se concentra dentro del territorio mismo de la provincia, los distritos pobres sojizados se incorporan a tramas productivas extraprovinciales. En “Crecimiento económico y desigualdades territoriales: algunos límites estructurales para lograr una mayor equidad”, Francisco Gatto explica que “gran parte de este proceso es un apéndice productivo de la Pampa húmeda, que aprovecha la ventaja de recursos naturales disponibles pero sólo muy parcialmente incorpora otros sectores locales productivos”.

La consecuencia es un país territorialmente desequilibrado. Las dos unidades económicamente más grandes (Buenos Aires y Capital) concentran el 60 por ciento del PBI, y las cinco más grandes (aquellas dos más Córdoba, Santa Fe y Mendoza) generan el 76 por ciento del producto. Esto casi no ha cambiado en el último medio siglo: en 1953, los cincos mayores distritos producían el 80 por ciento del total. Medidas per cápita, las disparidades han aumentado. Si en 1953 un chaqueño producía el equivalente al 67 por ciento del PBI nacional, hoy produce apenas el 45 (un jujeño pasó del 76 al 49). En cambio, los porteños son cada vez más ricos: si en 1953 producían el 143 por ciento, hoy producen el 272, mientras que los santacruceños pasaron del 106 al 297 por ciento. La comparación internacional es elocuente. El ingreso per cápita de la provincia más rica (Santa Cruz) es 8,6 veces mayor que el de la más pobre (Formosa), mientras que en Brasil el ratio es 7,2 veces (Brasilia contra Maranhao), en México 6,2 (DF contra Chiapas) y en Canadá –país socialmente cohesionado y territorialmente integrado– 1,7.

Estos números demuestran que la desigualdad territorial se ha mantenido con gobiernos militares y democráticos, de izquierda y derecha, neoliberales o keynesianos, y que a esta altura no debe ser vista como problema transitorio sino como un rasgo estructural de la organización nacional, un “ancla territorial”, en palabras de Francisco Gatto, que impide un desarrollo equilibrado y pleno. La discusión por la coparticipación del impuesto al cheque se inscribe en este contexto, aunque el debate televisivo insista en reducirla a la codicia kirchnerista por la caja o la intención opositora de destituir al Gobierno por vía del desfinanciamiento. Se trata, en realidad, de un proceso complicadísimo, que se remonta al origen mismo de nuestro país y que se ha procesado de manera siempre precaria, con acuerdos de emergencia que se hacen permanentes, pactos entre ejecutivos sin participación parlamentaria y una incomprensible profusión de parches y remiendos, como los pitucones que algunas madres insistían en ponernos cuando éramos chicos a pesar del efecto que poducían en nuestros pantalones y en nuestros primeros, tímidos, escarceos amorosos.

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