EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por Luis Bruschtein
Un dato fundamental de la política es la realidad. Los microclimas creados por funcionamientos circulares y autorreferenciados, así como los potentes macroclimas que suelen crear los grandes medios, hacen muchas veces que el oficialismo y la oposición vayan como ciegos a los tumbos.
A principios del verano, los políticos de la oposición eran venerados como referentes indiscutibles por los grandes medios. Tras fracasar en el Parlamento el intento de sostener una unidad heterogénea y volátil para obstaculizar al oficialismo, esos mismos medios, y sobre todo sus columnistas más importantes, pasaron a maltratarlos como si fueran los peores del barrio. Fue con unos pocos días de diferencia. Los mismos que los exaltaban se ensañaron con ellos. Y tras cartón, como dando examen ante esos analistas, los mismos dirigentes comenzaron a acusarse entre sí y se armó una ordalía de grandes republicanos circunspectos dándose mazazos en la cabeza: Carrió contra Solanas, el peronismo disidente contra los radicales y viceversa.
El escenario fue prácticamente el mismo que cuando la oposición tuvo su primer fracaso en el Senado hace poco más de un mes. No hubo aprendizaje ni lectura enriquecedora de esa situación. Con el fracaso similar de esta semana en Diputados volvió a repetirse el mismo libreto.
Como el ying y el yang de la política: si los buenísimos de ese discurso mediático (la oposición) son tan buenísimos, es porque los otros seguramente son malísimos (el oficialismo). Pero ojo, porque en esa dinámica, cuando los buenísimos pasan a ser un desastre, entonces sus adversarios pasan a ser mejores. Como nadie es tan buenísimo ni indiscutible, finalmente las polarizaciones mediáticas terminan funcionando, hasta cierto punto, como un tiro por la culata.
Esa realidad no se juega entre buenísimos y malísimos como insisten en plantear esos modelos exasperados. Si son tan buenísimos y fracasaron, quiere decir que sus oponentes (el oficialismo) son mejores y lo mismo sucede si se lo mira desde el otro ángulo. De hecho, el Gobierno ha ganado mucho aire en ese tiempo y la credibilidad de los grandes medios ha comenzado a ser puesta en tela de juicio por un espacio muy amplio de la sociedad.
Lo real es que si la oposición fracasó en el Senado y en Diputados para conformar una mayoría que doblegara las posiciones del oficialismo, no fue porque sus dirigentes fueran un desastre o los estrategas del oficialismo unos genios. Lo que pasó fue que la realidad habló a través de los hechos concretos: si esa mayoría no funciona es porque no existe más que para determinadas situaciones muy puntuales y escasas. La dinámica parlamentaria tiene que estimular la búsqueda de consensos entre la oposición y también con el oficialismo, pero no ha sido éste el tipo de consenso opositor. Estos intentos se apoyan en una determinada lectura de la realidad que los llevó al fracaso en el Senado y en Diputados.
Básicamente esa idea de que las elecciones del 28 de junio del año pasado dieron como resultado la reconfiguración de todo el escenario político para que sólo quedaran operativos un partido oficial y otro opositor, resulta falsa. Es dudoso que en todos los casos, el progresismo de Pino Solanas, Rubén Giustiniani o Luis Juez tengan menos diferencias con el PJ disidente, con el PRO o con sectores del radicalismo que con el Gobierno. Es más, cada vez que ese centroizquierda aparece votando junto a los legisladores más conservadores paga un costo político y pierde identidad. Pese a ello, en todos esos casos, han llegado a votar junto a quienes son sus adversarios en el territorio, ya sea el radicalismo, el PJ disidente o el macrismo como sucede en los temas sobre el uso de las reservas y la designación de Mercedes Marcó del Pont en el Banco Central. En estos debates, los problemas de la oposición surgieron más desde el peronismo y sectores del radicalismo.
Ese mapa tan claramente definido entre buenísimos y malísimos que plantea el esquema mediático es tan diferente al paisaje real que no sólo se puede decir que no hay dos partidos, uno oficial y otro de oposición, sino que ni siquiera cada partido de la oposición y del oficialismo son totalmente homogéneos, como lo demuestran los permanentes pases de oficialismo a oposición y en sentido inverso. Cuando esos pases son tan comunes, las visiones conspirativas, de corrupción o de poder no alcanzan para explicarlos. Habría que pensar también en los problemas que arrastran los partidos y alianzas en cuanto a composición y organicidad.
Con esa heterogeneidad, la alianza opositora no puede ser sustentable a menos que sus componentes renuncien a aspectos centrales de sus identidades. Si ese proceso se hiciera en forma abierta, aceptando esas concesiones ideológicas en función de un acuerdo más amplio, también sería legítimo y más sustentable. Pero forzar como algo permanente a un acuerdo puntual entre fuerzas heterogéneas puede resultar frustrante.
Sobre esas bases tan inciertas se produjeron los acuerdos opositores que fracasaron tan ruidosamente en el Senado y en Diputados. Y esa incertidumbre proviene de una lectura equivocada del resultado de las últimas elecciones. No hay sólo dos partidos en el escenario: el oficial cayéndose a pedazos y otro opositor donde, por ejemplo, militarían codo a codo Pino Solanas y Mauricio Macri.
El cuadro es más complejo y democrático que eso. Es cierto que toda la oposición junta obtuvo más votos que el Frente para la Victoria. Pero no es cierto que todos esos votos fueran al mismo partido y a la misma propuesta. Es obvio que ese resultado significa un llamado de atención al Gobierno y que implicó un descenso en relación con las elecciones anteriores. Pero también es cierto que el Frente para la Victoria fue la fuerza política más votada en una situación muy desfavorable (era una elección legislativa que tiende a la dispersión del voto, tenía a todos los grandes medios en contra y salía de una derrota dura por la resolución 125).
Es más real consignar que hay una primera minoría legítima y relativamente fuerte, que es el oficialismo, y una oposición que tiene muchas vertientes muy diferentes entre sí. Eso es lo que votaron los ciudadanos. Algunos quieren más a la izquierda del Gobierno y otros más a la derecha, otros más democracia y otros más autoritarismo. En ese arco hay tanta empatía como entre el agua y el aceite.
La pregunta es por qué la oposición no pudo realizar esa lectura que igual la favorecía y necesitó proclamar que había alcanzado un lugar hegemónico, cuando no era real. Hay dos respuestas. Una proviene de los mismos protagonistas y es que necesitaban generar un hecho que rompiera el hasta ese momento hegemonismo oficial. La otra es que por primera vez los grandes medios apuntaron todas sus nuevas armas, herramientas y tecnologías en contra de un gobierno y a favor de la oposición. El nuevo arsenal de la comunicación desplegó su poder de fuego en toda su dimensión y fue muy efectivo para generar expectativas que se acercaran más a su interés que al de los electores, incluyendo a muchos de la oposición.
Seguramente la causa de esa línea de acción haya sido una mezcla de ambas posibilidades. Más allá de cualquier explicación, el resultado fue la frustración para una oposición que no encuentra la manera de ajustar la mejoría que logró en las elecciones y es llevada a fijarse metas que la exceden.
El maximalismo hueco de esa artillería mediática que anuncia apocalipisis permanentes y califica todo con tremendismo envenena aún más a un sistema político ya de por sí enfermo y muy vulnerable, por su debilidad, a estas presiones, ante las que termina cediendo, en vez de tratar de aprovecharlas.
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