Dom 11.04.2010

EL PAíS  › OPINION

Instrucciones para conmemorar

› Por Horacio González

Que no se diga que es fácil conmemorar. Que no se piense que zafamos sólo con tener un “sentimiento más auténtico” ante ritos ya probados. Que no se afirme que en un santiamén sabremos desmitificar a los próceres de opalina. Incluso, desconfiemos de nosotros mismos cuando descubrimos otros hechos “verdaderos” tras los hechos falsificados. También desenmascarando se corre el riesgo de ser trivial. En cambio, siempre es posible revisar un conjunto de sentimientos y nociones vinculadas al arte de conmemorar. ¿Hay Bicentenario? Pues inventemos nuestras instrucciones para conmemorar, con sensibilidad fina y evitando costumbrismos. Este tiempo ofrece buena oportunidad para hacerlo. Mejor que denunciar mitos inconducentes quizá sea examinar los elementos de nuestro propio fervor. Mejor que exhumar emociones calcáreas, haciendo con ellas otra cosa, podemos fabricar una emoción nueva, sólo para nosotros, si lo preferimos, para nuestra melancolía activa. O para compartirla con otros.

¿Cómo se forja un ciudadano conmemorativo? Nuestros republicanos de mercería están buscando una respuesta en sus cajoncillos: una ya está a mano. El pasado contra el presente; la Argentina está en decadencia y hay que salvarla. Atrás tenemos una historia que hacía flamear lo fundante, lo legítimo, lo egregio. ¿Y ahora? No, ahora dominan los impostores. Es menester sacarlos rápido de escena: ¡que nos devuelvan el quórum!

Pero al ciudadano conmemorativo no se la van a contar. Se ha forjado en el escepticismo, las dudas, las luchas y miedos de las últimas décadas. Puede saber qué es legítimo o no, porque ve los momentos del pasado con reservas y sabiduría. No tiene en su mano ni el misal de una historia abstracta ni excluye la posibilidad de que una chispa inspirada del pasado reviva ahora con sentidos nuevos. La historia la hacen los hombres pero no conociendo la integridad de las cosas que se podrían conocer. Tampoco la historia se repite, pero hay motivos recurrentes que se pasean en un silencio amenazante desde tiempos lejanos. Escuchar a los republicanos de herbolario y factoría, decir que son “impostores” los gobiernos que mantienen diferencias objetivas con un pasado injurioso, eso, al ciudadano conmemorante lo pone alerta. El hará críticas, es claro. Dirá que tal o cual cosa no debe ser así y acaso volvería enojado a su casa. Pero sabe que un pequeña fisura de la historia se ha abierto y que si él no la cuida –él, aun teniendo reproches y ofuscamientos– también va a perder mucho.

¿Sus bienes, sus proyectos, su posibilidad de salir de las penurias conocidas? Quizá no, el ciudadano conmemorativo no se asusta fácil. Pero perderá una ventana abierta a la posibilidad de hablar libremente. No paparruchas. Hablar libremente del destino colectivo, y de su vida misma recorriendo ese destino, siendo él una infinita partícula remota, como decía Scalabrini Ortiz, que lo hace consciente de que integra una larga caminata. No se trata de que luego vengan dictaduras. El hombre conmemorante, el ciudadano de esta época, lo descarta. Porque si esto tan complejo y no fácil de definir se acaba, reinarán palabras machucadas, acciones sin vértigo colectivo y mediocridades ya probadas, que es lo único que se ha ensayado bien en la Argentina. Pero el ciudadano conmemorante, que ha sabido lanzar improperios, y cómo, ya conoce que comenzará a extrañar muchas de las hoy inesperadas resoluciones que no son pobres astucias de sobrevida de un grupo político, sino un catálogo disponible de la memoria social del país. ¿Medidas que se toman quizá sin haberse pensado antes, dictadas por la urgencia, lo intrincado de las luchas, las jugadas de arrinconamiento, que unos devuelven a los otros? Sí, pero que demuestran que ésta es una época de libertades efectivas. La suma de errores existentes, verificados aún en los esfuerzos hacia una democracia social avanzada, demuestran libertad, frescura, imaginación. No incompetencia. El ciudadano conmemorante lo sabe. Porque conmemorar, para el hombre del Subteráneo B, de la suburbano candente, del microcentro a la hora del almuerzo, de las fábricas de la Panamericana a la hora del corte, del Plan Trabajar, del piso 5º de la Villa 31, del trapito travieso que tiene sus mañas pero aún espera su verdadera oportunidad ciudadana, conmemorar es el momento donde lo áspero, sin dejar de serlo, cobra aspecto de expectativa. Hubo cadáveres. Hay trapos y trapitos. No se obtendrá sentimiento reparador de los republicanos de regleta y orden policialesco, sino de quienes entiendan que los trapos deshilachados de la historia son restos de un viejo “spleen” de Baudelaire y que también cantó el tango. Trapitos degradados por el oscurantismo urbano, es claro, y porque las vidas pierden su libertad pero no su imaginación, y que esperan una justicia que la verdadera urbe porteña, que ahora parece mayoritariamente confiscada en su percepción social, sabrá deletrear nuevamente. Se ensaya el deletreo, si se quiere ser conmemorante, con palabras como Castelli, Mariano Moreno, Alfredo Palacios, Evita. Son calles de esta ciudad, piedras urbanas que a veces hablan de madrugada, y se escuchan en el semáforo.

¿Está preocupado por el quórum el ciudadano del Bicentenario? Sí, pero sabe que ésa es una vieja expresión latina que significa “todos los que estamos aquí”. ¿Cómo lo sabe? Porque lo leyó en las palabras cruzadas de un diario –en el mostrador del bar– mostrando así que extrae conocimientos de todos lados y que ningún lado es malo. Hay diputados que no lo saben. Y él, que quizá no fue a las marchas, pero que el último 24 de marzo sintió un cosquilleo mirándola por televisión, o leyendo el diario de ojito (¿aún existe eso?), o porque se lo comentaron en el taller mecánico, sabe que en la historia hay diferencias morales profundas, momentos aciagos, indiferencias varias, pero que a él no lo agarran otra vez. Formará parte del “quorum” de los que sabrán en qué pensar –y pensar ya es hacer, créanlo–, y de los que sepan cómo conmemorar. La conmemoración es una apertura hacia los demás y hacia sí mismo. Puede ser cantada, sentada, parada, acostada, en el Tedéum o en la esquina del barrio jugando a la bolita. ¿Y si allí no se nota nada? Habrá silencio, pero se está conmemorando. Conmemorar es romper palabras ordenadas, y también es juntar palabras que estaban dispersas. Obispos están escribiendo sus homilías en este mismo momento. ¿Qué dirán? ¿Hablarán claro o encontrarán los conocidos vericuetos melifluos y engañosos? Ellos saben lo que digo, pues de muchos de su cofradía salen los que lanzaron livianamente la idea de “impostura”, idea profunda que sin embargo la han prestado a un republicanismo encogido que, a espaldas de esta venerable palabra, hace aparecer sus condolencia sobre la pobreza como si hubiera fabricado salchichón barato.

El ciudadano conmemorante es hijo de la esperanza. Sabe que la esperanza es un coto secreta del espíritu público y una palabra a usar con cuidado. El no está en el púlpito y, si lo frecuenta, saca para sí palabras que alguna vez usará en otros diccionarios personales, sin despreciar nada pero haciendo su seleccionado propio de voces. No se niega a escuchar la palabras de ningún santoral. Pero para conmemorar, sabe que cada vocablo auspicioso lo debe medir con su astrolabio de realidades. Ya pasó muchas pero sabe que, en medio de las dificultades, ahora hay un cantero –mezcla de pasado, presente y futuro, la rara bohardilla de la memoria argentina– que, si no estuviera, no habría lo que ahora se palpa sin quizá poder explicarse bien. ¿Y quién puede hacerlo? Es esta democracia ruda, que se defiende y ataca, que saca providencias de todos lados, que reavivan el debate, y trazan caminos que al otro día parecen perderse, y resurgen, desvían, apagan, retornan al camino. Porque el ciudadano conmemorante podrá usar escarapela en las fechas que lo mueven al respeto, pero antes usa su bandera oculta, que puede no exhibir nunca, su himno quieto, adelgazado en su conciencia, pero que allí yace como resguardo dictado por un Arlt que ha o no ha frecuentado: ¿te creés que porque leo la Biblia soy un gil?

Todo esto el ciudadano conmemorante lo sabe. No es historiador ni lo recuerda todo, pero comprende que en un país sin demasiados planes elaborados de repente se enciende una luz olvidada y se repone un enlace inesperado de este difícil presente con los entusiasmos nunca dormidos por aquello que de mejor tuvo lo ya acontecido.

El ciudadano conmemorativo duda de las estampas escolares, pero como en la infancia están los recuerdos más vivos de la emoción cívica, sabrá sacarlos de su acartonamiento para discernir que esas emociones, como un pasadizo recién abierto en sarcófago egipcio, debe servir para inspirar acciones nuevas sobre la pobreza, sobre el destino de miles y miles que han visto sus vidas sometidas a injusticias pasadas o recientes, sobre los que pende amenaza de vida o incuria pública.

Y si para que se haga algo es necesario ponerse distintivo y seguir a pie juntillas las rutinas de un festejo escolar, también lo hace. Porque en este caso el fin justifica los medios y porque también fue feliz en la escuela pública –problemática, bien lo sabemos– pero en donde aprendió que la emoción histórica se sirve de símbolos necesarios, pero que en lo esencial puede vivir sin simbología ninguna. Va a conmemorar, pero lo hará a su manera, sabiendo que la memoria y sus discursos no son un carrete momentáneo que mandamos desfilar hacia atrás; tampoco una noticia sobre efemérides; un llamado a un misal preparado para encontrar la misma liturgia que nuestras escolaridades ya han preparado. ¡Y eso que el ciudadano conmemorante respeta las liturgias! Podrán estar adocenadas, pero en su profundidad desatinada siempre están a punto de decirnos algo. La memoria no lo es en sí misma, no existe para sí. Todo lo impregna sin que podamos definir claramente cómo lo hace, porque también sabe dejar en libertad al presente. Y sabe olvidarse de ella misma. Es lo que recrea del pasado cada vez que descubrimos la falla del presente. Y es lo que evita que el presente se cierre también sobre sus autoproclamadas glorias. El ciudadano rememorante, heredero del hombre que está solo y espera, lo sabe.

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