EL PAíS › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
La cumbre nuclear que arranca hoy en Washington es una apuesta arriesgada que pone a prueba el liderazgo mundial de su anfitrión Barack Obama. El marco será grandioso, acorde con la ocasión. Cuarenta y pico jefes de Estado, incluyendo a todos los más importantes. Semejante desfile no se ve en Washington desde hace varias décadas. Están ahí por una razón. El año pasado Obama había dicho en Praga que soñaba con un futuro sin armas nucleares. Y que Estados Unidos, por ser el único país que había usado armas nucleares, tenía la responsabilidad histórica de liderar ese cambio, responsabilidad que él como presidente estaba dispuesto a asumir. Ahora los convoca para poner en práctica esa visión.
El mensaje es simple. Hay que cambiar porque el mundo cambió. La principal amenaza nuclear ya no es una guerra entre las superpotencias sino la transferencia de tecnología para fabricar armas nucleares a grupos terroristas o Estados rebeldes.
Entonces la propuesta consiste en ponerse de acuerdo en una serie de medidas para impedir esas transferencias. Claro que eso implica blanquear los arsenales nucleares y los stocks de uranio altamente enriquecido y someterlos al escrutinio internacional.
Para que no haya malos entendidos, aclara que la cumbre sólo se ocupará de seguridad nuclear, excluyendo específicamente otros temas relacionados, como el desarme y el uso de energía nuclear con fines pacíficos.
Obama calcula que hay suficientes razones para un acuerdo. Todos los países con arsenales nucleares han sufrido ataques terroristas en su territorio mientras la doctrina de Destrucción Mutua Asegurada prevenía ataques nucleares entre países. Para darle un marco más universal, Obama convocó a un importante grupo de países que desarrollan energía atómica con fines pacíficos, como Argentina. Y como la caridad bien entendida empieza por casa, en la semana previa a la cumbre hizo dos anuncios para reflejar el compromiso de Estados Unidos con la reducción de los arsenales nucleares.
Primero anunció un plan nuclear para reemplazar el que George W. Bush había anunciado cuatro meses después del 11/9. De acuerdo con el plan Estados Unidos se comprometía a no atacar con armas nucleares a países que no las tuvieran. También estableció que el objetivo principal de las armas nucleares era defenderse contra la amenaza de un ataque nuclear. Bush había establecido un uso más liberal del armamento nuclear y había identificado más amenazas que requerían la presencia del arsenal atómico.
El plan de Obama recibió ataques de la izquierda y la derecha. Por un lado se le criticó no haber ido más lejos y comprometerse a nunca usar armas nucleares primero y haber dicho que repeler era el objetivo “principal” en vez del “excluyente”. Por el otro lado, se le criticó sacar la opción nuclear ante un ataque químico, bacteriológico o cibernético de gran escala, aunque Obama había dejado abierta una excepción en caso de “ataque masivo”. Eso sí, el presidente estadounidense se encargó de agregarle un par de cláusulas a su plan dirigidas específicamente a Irán y Corea del Norte. Por eso el documento aclara que la doctrina sólo es aplicable a los países que forman parte del Tratado de No Proliferación Nuclear y a los que no violan sus normas. Y resulta que Corea del Norte se salió del tratado, mientras que Irán esta en violación de sus normas, según la agencia nuclear de Naciones Unidas.
El otro anuncio fue el acuerdo alcanzado con Rusia para reducir el arsenal nuclear en un 70 por ciento. Ambos países mantienen la capacidad para destruirse varias veces, pero el convenio le da continuidad a una política de desarme progresivo que ya lleva décadas.
Con el tratado de desarme y el plan nuclear Obama espera ganarse el apoyo que necesita para acordar el sistema de seguridad internacional que plantea como primer paso hacia el mundo con el que dice soñar. Pero la apuesta del presidente estadounidense no deja de ser arriesgada. Para empezar, cualquier control internacional implica la cesión de cierto grado de soberanía. Ese punto suele ser sensible en cualquier negociación sobre material radiactivo. Israel, Pakistán e India tienen armas nucleares pero no han firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear.
El tratado, además, incorporó un Protocolo Adicional que permite, entre otros controles, visitas sorpresa de los inspectores de la agencia nuclear de la ONU. Ni Estados Unidos ni Rusia, dueños de más del 90 por ciento de las cabezas nucleares, han firmado el Protocolo Adicional. Tampoco Brasil o Argentina, pero sí lo firmaron más de cincuenta países, muchos de los cuales estarán representados en la cumbre.
Las tensiones ya empezaron a aflorar. Egipto y Turquía hicieron saber a través de sus cancillerías que aprovecharán la cumbre para preguntar por las doscientas cabezas nucleares que se niega a blanquear Israel. Tel Aviv contestó con el anuncio de que su premier, Benjamin Netanyahu, no asistirá.
Obama apuesta a superar estos escollos con el aura de esa cualidad intangible que sus colaboradores describen como su visión. Esto es, Obama fue elegido para hacer historia y no precisamente para emparchar la economía o dirimir rencillas raciales en su país. Fue elegido para hacer un trabajo más grande, más universal. Para llevar adelante su visión, una visión que empieza con el sueño de un mundo sin armas nucleares.
En los últimos meses la popularidad de Obama había sufrido una merma, fruto de una larga y desgastante batalla política para reformar el sistema de salud. Obama parecía un político más. La gente le reclamaba, y le sigue reclamando, que se ocupe de la economía. Pero él apuesta a otra cosa. Debe ser porque cree que hay límites para lo que el Estado puede hacer en materia económica. Que hay que intervenir, pero no todo el tiempo. Está bien: el desempleo no baja y la gente está enojada. Pero un líder debe saber mirar más allá. El desempleo no baja pero tampoco sube y la economía está creciendo bien y los expertos dicen que sólo es cuestión de tiempo. Para recuperar la popularidad perdida, esa herramienta indispensable para cualquier transformación, lo que hace falta es menos política doméstica y más visión. Lo que por estos pagos se conoce como mística. Entonces agarra el teléfono y llama al presidente chino y lo convence a Hu Jin Tao de que no falte a la cumbre. Y se va a Praga a firmar el tratado con Rusia y después se reúne con los europeos del Este para asegurarles que no los va a abandonar. Y le dice al mundo que no va a usar armas nucleares contra países sin ellas y después los invita a Washington para unirse al club nuclear en una cruzada antiterrorista.
Ahora empieza la cumbre y Obama vuelve a subir la apuesta. Vende su visión, la idea romántica de un mundo sin “nukes”, como se dice allá, para imponer su plan. O sea, aislar a Irán y Corea del Norte e impedir cualquier desarrollo atómico por fuera de un estricto control de Naciones Unidas. Si consigue todo eso, Obama va derecho al bronce. No lo hará más popular de la noche a la mañana, pero sumará y mucho a la hora de contar.
Pero si la jugada le sale mal, Obama quedará como un vendedor de humo, un soñador frustrado o, peor, un cínico que se pavonea en el escenario internacional para escaparles a sus obligaciones domésticas.
Las apuestas fuertes son así, a todo o nada. Ante la amenaza concreta y creciente de un ataque con armas nucleares en el futuro cercano, con la dispersión de las armas entre un creciente club de propietarios, con la multipicidad, el desarrollo y el poder de devastación que han adquirido esas armas desde que fueron usadas por única vez en 1945, lo que está en juego, en última instancia, es la supervivencia misma de la especie humana.
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