EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por Luis Bruschtein
La problemática de los medios pasó como el rayo del laboratorio a la sociedad. Un fenómeno insólito por lo complejo y oculto. En realidad, el funcionamiento de los medios es simple pero está invisibilizado tras un velo cultural. Y más oculto todavía porque a los medios no les interesa ponerse en evidencia haciéndose una especie de harakiri de credibilidad. Movilizaciones masivas como las del jueves, algunas de ellas autoconvocadas sin que exista un gran aparato detrás, en respaldo de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, demuestran que esa problemática, hasta hace poco propia de claustros y centros de estudio, ha ganado la calle. En el Gobierno tienen estimaciones que indican que la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual tiene apoyo en el 55 por ciento de la sociedad y que el “fútbol para todos” tiene aún bastante más respaldo.
Es probable que lo que está sucediendo en Argentina sirva de experiencia para el resto del mundo. En pocos años, la aplicación de nuevas tecnologías y el surgimiento de los grandes multimedia produjeron desarreglos en el juego de fuerzas sobre todo en las sociedades periféricas, donde este proceso se dio en forma abrupta y casi simultánea. Eran sociedades que soportaban al mismo tiempo las tormentas económicas del neoliberalismo con festivales de privatizaciones, desmantelamiento del Estado y expulsión de millones de personas a la miseria y la desocupación. Y finalmente las crisis terminales de estos sistemas. El surgimiento de los poderosos multimedia en sociedades cada vez más dependientes de la información era el problema menor que tenían y al que prácticamente no se le prestó atención. En los países centrales, en cambio, este proceso fue atentamente acompañado por regulaciones, límites y marcos legales y económicos. Cuando esas mismas prácticas de preservación democrática y antimonopólica intentan aplicarse aquí provocan más revuelo que la mano de Dios de Maradona y se pone en juego un dispositivo corporativo, que desequilibra las reglas de juego democráticas. Es lo que se llama el discurso único o hegemónico que puede ser impuesto ya no desde un gobierno dictatorial, como decían los manuales, sino desde una corporación económica mediática que es capaz de incidir fuertemente en el humor de los ciudadanos.
Estos temas se vienen discutiendo desde hace varios años en las carreras de comunicación. Muchos de los jóvenes que asistieron el jueves a la movilización en la Capital Federal, así como a las que se hicieron al mismo tiempo en otras ciudades del país, desde Comodoro Rivadavia hasta Tandil o Mendoza, eran estudiantes de las carreras de comunicación de muchas universidades estatales y privadas. Para ellos se trata de una problemática que los involucra con un mundo del que formarán parte en el futuro. Pero también había miles y miles de personas para quienes hasta hace unos pocos meses la jerga comunicacional de las convocatorias y discursos les importaba un pito, y en cambio ahora se sintieron convocadas por algo, ya sea el Gobierno, la Red por una Radiodifusión Democrática o por los mismos grandes medios.
Resulta una paradoja, porque de todos ellos, los únicos en condiciones de generar un proceso de sensibilización masiva sobre una problemática tan específica son los propios medios. Y esta vez han conseguido hacerlo en contra de sí mismos.
Aun llevado a una guerra sin cuartel, el Gobierno no tiene herramientas suficientes que produzcan una ruptura cultural como para que la sociedad se rebele contra sus Oráculos, o para resquebrajar esta creencia sobrenaturalizada en los grandes medios. Y la Red, que ha sido la convocante a estos actos, llega a todos los protagonistas más directamente involucrados pero por sí sola es menos que David contra Goliat.
Los únicos con el poder suficiente –incluso para convocar en contra de ellos mismos– son los grandes medios. En las concentraciones, tanto en la de jueves, de la Red, como en la del viernes anterior en el Obelisco, convocada por los seguidores del programa 6, 7, 8, la mayoría de los participantes no estaban encuadrados en columnas de organizaciones sociales o políticas. Y gran parte de los carteles estaban hechos a mano con consignas inventadas por sus autores y portantes. Muchos estaban escritos con la furia de la desilusión, del que esperaba otra cosa y se ha desengañado. Como suele suceder en este tipo de expresiones, también se producen injusticias y arbitrariedades. Lenin diría que una cosa es el escrache y otra el escrachismo. Pero el sentido general de las protestas fue claro y contundente.
El Gobierno o la Red o el programa 6, 7, 8 se podrían pasar criticándolos toda la vida y la relación igual es tan desfavorable que habría sido garúa finita si no fuera porque los grandes medios y sus principales columnistas pusieron demasiado en evidencia la manipulación en las ediciones o los intereses concretos que estaban en juego, con operaciones mediáticas, forzando la información y otras veces ocultándola, exagerando y crispando con titulares explosivos y apocalípticos. Como nunca antes en los últimos 25 años de democracia, los multimedia jugaron a polarizar y parcializar la información y terminaron por provocar un fenómeno reactivo insólito, al punto que el movimiento a favor de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual alcanzó una entidad similar a la de otros movimientos sociales.
En todo el mundo existe este problema y se debate, pero aquí es el único lugar donde además se generó un movimiento social específico. Hay también un efecto especular: la existencia de este debate y de este movimiento es también una demostración de la importancia de los medios para bien o para mal. Y esa importancia en un aspecto tan sensible está planteando la obligación de regular y acotar en forma democrática. La oposición política encontró un aliado formidable en la corporación mediática, por lo que prefirió oponerse a una ley cuya aplicación ni siquiera se sentirá en el transcurso de este Gobierno, que termina en el 2011.
Y ahora ya ni siquiera es la política la que obstaculiza, sino algunos jueces. La ley tiene cinco causas abiertas en su contra por las empresas afectadas, ya sea Clarín o el grupo Vila-Manzano, o por diputados de la oposición. La actuación de los jueces resulta impresionante. Las presentaciones tienen motivos diferentes. En un caso es por el plazo de un año para desmonopolizar, en otro acusan que no se siguió el trámite reglamentario en el Parlamento y otros porque va contra la libertad de prensa. El mapa judicial también pone en evidencia su trama de intereses y complicidades y abandona el trono de la asepsia y la imparcialidad. El resultado es que la aplicación de toda la ley está frenada. Es otra paradoja de un Gobierno al que también acusan de manipular la Justicia. Es evidente que hay jueces que juegan para la misma servilleta, con la diferencia de que este Gobierno ya no la tiene.
La puja por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual abarcó hasta ahora todos los planos posibles, ya sea el de los medios, la economía, la política y, finalmente, la Justicia, desmadejando nichos de decisión muy relacionados entre sí que terminan conformando un poder concentrado que no está establecido en ninguna organización republicana. Se trata de lobbies en la política y en la Justicia que en determinado momento llegan a tener más fuerza que el Poder Ejecutivo o el Legislativo, al punto que frenan una ley aprobada en el Parlamento sin que haya una causa flagrante que lo respalde. La discusión parlamentaria fue muy abierta y hasta la difusión a través de los mismos medios afectados en ningún momento mostró flancos ostensibles para el camino judicial que aceptaron con rapidez y esmero los jueces comprometidos.
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