EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Bancar
› Por J. M. Pasquini Durán
En todas las naciones del mundo, de acuerdo con la suerte diversa de los procesos económicos particulares, los bancos prosperan o pueden incluso sufrir bancarrotas. La casa inglesa Baring Brothers, con más de doscientos años de gestión, quebró a fines del siglo XX por fallidas maniobras de especulación financiera en países del Tercer Mundo. En Argentina, sin embargo, banqueros y gobernantes quieren mantenerse al margen de esa norma general: aquí, cuando hay ganancias son para beneficio exclusivo de los accionistas, pero si se producen pérdidas quedan socializadas, para que las pague el esfuerzo colectivo de la sociedad. Este fue el fundamento mágico para justificar la incautación de fondos y las sucesivas restricciones operativas. La Corte Suprema cedió ayer al embate popular y a su propio instinto de supervivencia: por seis votos a favor y tres abstenciones, los supremos acordaron que el llamado “corral” vulnera derechos individuales garantizados por la Constitución nacional y la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José). Más le hubiera valido a la Casa Rosada hacerse cargo a tiempo de la demanda pública que pedía la remoción del tribunal, porque tendrá que afrontar las consecuencias del veredicto que no tardará mucho en expandirse, aunque por ahora se refiera a un caso particular. “De enero a enero, la plata es para el banquero”, dice el viejo refrán, pero en situaciones tan difíciles como las actuales ni los refranes aguantan. Apunta bien el último documento de la “Mesa del Diálogo Argentino”: “Los bancos deben asumir su responsabilidad en este momento de crisis aguda”.
Es una conclusión dictada por el sentido común, pero el Gobierno tiende a separarse de las lógicas sencillas para enredarse en las tramas que terminaron con sus antecesores. El presidente Eduardo Duhalde inició el mandato prometiendo lo imposible –devolver los fondos en la moneda de origen– y está a punto de licuar las obligaciones de los mayores responsables de la decadencia argentina en perjuicio, otra vez, de la masa de ahorristas y asalariados, a pesar de sus promesas en contrario. No se trata de juzgar las intenciones sino los efectos prácticos de las políticas públicas. A pesar de la visión optimista que intentó transmitir anoche el Presidente, ante la mirada pública, sin la legitimidad que otorgan las urnas, tampoco está consiguiendo la legitimidad del ejercicio, puesto que las dilaciones y la zigzagueante trayectoria acumula más tensiones de las que ya colocaron en la picota al entero sistema políticoinstitucional. Cuando los cacerolazos braman “que se vayan todos”, las respuestas convencionales son insuficientes y hasta perversas. Las viejas actitudes aún prevalecen porque la desobediencia civil, que avanza a los saltos, todavía no logró construir direcciones alternativas para reemplazar a las perimidas. Es innegable, según la “Mesa del Diálogo”, “la necesidad de introducir urgentes cambios y nuevas actitudes para convertir esta crisis en una real oportunidad que permita reconstruir con honestidad la patria, en la que solo deben ser excluidos aquellos que conspiran contra la posibilidad de ser una Nación”, pero hasta el momento ninguna dirigencia establecida, por derecha o por izquierda, ha sido capaz de ofrecer esas opciones a la credibilidad popular.
Hay cuatro millones de bancarizados y quince millones de pobres y una distribución de la riqueza tan injusta que no soporta la menor justificación. “En un país que produce y exporta todos los alimentos que necesitan los seres humanos, resulta inadmisible que millones de argentinos padezcan hambre” (“Bases para el Diálogo Argentino”). La alianza productiva carece de cimientos reales, más allá de la expresión de buenos deseos, mientras el mercado interno siga seco y exhausto, pero la administración de la Nación y las provincias parecen más urgidas por salvar al sistema financiero que en apaciguar el hambre y movilizar los recursos de la producción y el consumo. Están prisioneros de la extorsión del mismo sistema, que amenaza con la hecatombe, del mismo modo que antes el “modelo” de Cavallo pronosticaba el apocalipsis si el país abandonaba su salvaguarda personal. El Presidente sostuvo en su mensaje improvisado de anoche que lo desvela calmar las necesidades de los desamparados, pero es obvio que no alcanza con extender la acción benéfica, mediante subsidios misérrimos y alimentos siempre escasos, para calmar a los hambrientos de pan y de justicia. Los tardíos reflejos burocráticos del Congreso ni se notan en el paisaje alborotado del país y los líderes de los partidos mayoritarios están más preocupados en ocultar su presencia de las irritadas manifestaciones que en pensar soluciones factibles. Hay un vacío real de poder, no tanto por la ausencia de poderes sino por la debilidad de cada uno de ellos. Con alguna conciencia de esa realidad, cuando conoció el fallo de la Corte el presidente Duhalde concluyó: “Esto es un golpe”, con la misma enfática convicción que hace cinco años exclamaba “me lo tiraron a mí”, después que la policía descubrió el cadáver calcinado de José Luis Cabezas.
Algún colaborador completó en privado la aprensión presidencial: “Es un golpe urdido por la antigua alianza del menemismo con núcleos duros del establishment, decididos a conservar privilegios a cualquier costo”. ¿Están en peligro de verdad esos privilegios? Puede ser que la conocida avidez por rentabilidad fácil y rápida hoy no pueda ser satisfecha con la misma abundancia que en años anteriores, pero aún no hay evidencias concretas que permitan suponer que comenzó una reversión completa de los esquemas de poder. Más bien, podría pensarse que las intrigas, en primer lugar dentro del aparato partidario de Duhalde, tienden a crear una lógica de confrontación que termine por hacer del Gobierno un rehén pasivo de los soportes mafiosos. ¿Acaso no apuntaba a lo mismo la marcha duhaldista sobre la ciudad, para disputar los espacios públicos a las cacerolas de los comités barriales? Era, a simple vista, una fuerza de choque como la que se desplegó el día de la asunción de Duhalde contra la militancia de izquierda, para dar pie a una violencia que intimide a los vecinos en protesta y justifique el autoritarismo como método de poder. Había intendentes bonaerenses dispuestos a participar de la aventura, sólo para recuperar espacios de poder y el manejo de subsidios para la clientela propia, antes de que el gobierno nacional entregue esos fondos a la Iglesia, a los piqueteros y a otras organizaciones de base. El entorno presidencial, de mirada corta, intentó sustentar la provocación, aunque por suerte el Presidente decidió escuchar otras voces de sensatez, entre ellas las de los obispos Maccarone y Casaretto, y canceló esta nueva versión, en situación más explosiva, de la plaza del Sí que le organizó Neustadt a Menem.
Duhalde no quiere o no puede asumir las decisiones políticas que puedan calmar al pueblo levantado y a medida que delibera y duda los hechos van decidiendo por él, en el mismo rumbo que sus antecesores. Hasta el fallo de la Corte, dictado por el oportunismo más que por la convicción de la Justicia, el paquete económico-financiero que estaban por anunciar preservaba el interés de los bancos en perjuicio de los fondos públicos. En política exterior asumió ya el compromiso de renovar alianza con Estados Unidos sin autodeterminación, por lo cual su canciller anticipó el voto de condena a Cuba en la próxima sesión del comité de Derechos Humanos de la ONU, en lugar de unificar posiciones con los socios del Mercosur y con el resto de naciones latinoamericanas. Hace falta mucho más. El Presidente insistió anoche en que su responsabilidad comienza y termina en la transición entre una época que termina y otra que tendrá que alumbrar. Ojalá lo crea de verdad, porque esa su única oportunidad de pasar a la historia en una página memorable. Sin embargo, para ayudar a la parición es preciso terminar con la vieja era y con sus representantes en el poder, para lo cual el Gobierno tiene una sola posibilidad: apoyarse en el movimiento popular en contra de los bolsones de privilegio que sostienen el pasado, hasta el más inmediato, en primer lugar a los conjurados de la secta del “liqui-liqui”, código secreto que usaban las operaciones de tráfico ilegal de divisas desde el año 1984, según documentación acusatoria descubierta por investigaciones de la jueza Servini de Cubría.
La paz social no significa inmovilidad de los ciudadanos sino la convergencia de energías en una dirección consentida y concertada. Esta semana hubo un ejemplo, cuando la columna de piqueteros fue recibida por la multisectorial de Mataderos-Liniers con el desayuno y por los vecinos de Caballito a la hora del almuerzo. Eso es paz social verdadera.
Un presidente de la transición necesita hacer opciones para distinguir aliados de cortesanos y enemigos. Antes de iniciar su mensaje, el Presidente había acordado que convocaría de urgencia a la Mesa del Diálogo para que lo ayuden a seguir adelante. Está pidiendo, nada menos, que los obispos apuesten su autoridad pública, la credibilidad que ganaron a fuerza de solidaridad y de reclamar por los más pobres, a la suerte del actual gobierno. No es poco pedir, por cierto, pero es una oportunidad para que los obispos asuman la representación de los que se han quedado sin ninguna otra, o han renunciado a las que tenían, para obtener compromisos claros y concretos, de transparencia cristalina, que no dejen lugar a ninguna ambigüedad, en salvaguarda de los intereses principales de las mayorías.