EL PAíS
› OPINION
Marchas fúnebres
› Por James Neilson
En la Argentina actual, a muy pocos se les ocurriría organizar una manifestación en favor de algo. Es inconcebible el hiperactivismo quizás inútil pero es de suponer estimulante de los centenares de miles de venezolanos que día tras día toman la calle a fin de gritar por la continuidad en el poder de Hugo Chávez o por su cabeza, según los gustos. Con escasísimas excepciones, aquí las movilizaciones grandes y chicas tienen como objetivo lamentar el estado del país o, cada vez más, del mundo y de esta manera rendir un homenaje sentido a las ilusiones muertas sin proponer reemplazarlas por otras porque, se prevé, ellas no tardarían en correr la misma suerte.
Así, pues, para marcar el primer aniversario de la defenestración de Fernando de la Rúa, piqueteros e izquierdistas desfilaron repitiendo con unción las consignas más entrañables de un tiempo irremediablemente ido. Desde luego que no las tomaron demasiado en serio: lo sucedido o, mejor dicho, lo no sucedido a partir de las jornadas de furia que permitieron a los peronistas reconquistar lo que habían perdido en las urnas apenas dos años antes les ha enseñado que sería ingenuo esperar cambios auténticos. ¿Eran tan pacíficos porque todos se han vuelto gandhianos a partir de fines de 2001? ¿O sería que entienden que ya no hay nada por lo que valdría la pena reeditar la violencia de un año antes, que en última instancia todo es teatro?
La respuesta es evidente. El letargo que, para satisfacción de Eduardo Duhalde y sus amigos, se ha apoderado de la Argentina del veranito es fruto del descreimiento, de un escepticismo tan profundo y tan ubicuo que a menudo el país en su conjunto parece comatoso. A esta altura todos saben que el populismo corporativo, para no decir mafioso, que rige desde hace muchas décadas sólo sirve para fabricar miseria, pero también los más son conscientes de que tanto el liberalismo a lo criollo como un nuevo ensayo dirigista serían con toda seguridad decididamente peores. La pesificación asimétrica ha resultado desastrosa pero, Carlos Menem aparte, nadie apostaría un centavo a la dolarización. El FMI es antipático pero a su modo encarna “el mundo”. Aunque desde sus nichos distintos –pero en verdad no tan alejados el uno del otro–, los ex radicales Elisa Carrió y Ricardo López Murphy dan a entender que el “capitalismo moderno”, o sea una versión levemente dinamizada de “la normalidad” que a veces bailotea ante los ojos de los duhaldistas, sería una salida adecuada del pantano, por ahora cuando menos muy pocos suponen que el país estaría en condiciones de acercarse a la utopía humilde así designada.