EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
Como las personas, los partidos políticos también tienen alma.
La socialdemocracia moderna, por poner un ejemplo más o menos foráneo, es un producto de los años dorados de la posguerra y de la necesidad del capitalismo de reinventarse poniendo un freno –el Estado de Bienestar– al fantasma del comunismo. Los populismos de mediados del siglo pasado, por poner un ejemplo latinoamericano, son un reflejo de la incipiente industrialización sustitutiva y de la activación política de las masas, hasta entonces excluidas, por vía de la ampliación de los derechos sociales y la dominación carismática del líder.
El radicalismo, en tanto corriente política, nació a fines del siglo XIX o a principios del XX, como expresión de la pequeña burguesía reformista que emergía en el marco de la modernización económica, la ampliación de las clases medias y –sobre todo en países como Argentina– la incorporación de una vasta corriente de inmigrantes. Típicos productos del cambio de siglo, los radicalismos asumieron un tono reformista, anticlerical y progresista y, hundiendo sus raíces en la tradición liberal-republicana, se propusieron como objetivo básico conquistar el sufragio universal y secreto y garantizar la institucionalidad democrática.
Tres casos entre tantos. El Partido Radical Francés fue fundado en 1901 bajo el legado de los grupos reformistas republicanos del siglo XIX con el objetivo de llevar a la práctica el Programa de Belleville, que incluía el sufragio universal, la separación Iglesia-Estado y la educación gratuita. El Partido Radical chileno, hoy convertido en Partido Radical Social Demócrata e integrado a la Concertación, surgió a fines del siglo XIX con un espíritu antioligárquico y democrático, acompañó a los gobiernos transformadores de Jorge Montt y Arturo Alessandri, controló la presidencia entre 1938 y 1952, y luego se sumó a la Unidad Popular de Salvador Allende. El Partido Radical paraguayo, heredero del antiguo Partido Liberal y hoy convertido en Partido Liberal Radical Auténtico, nació en 1887 y llegó al poder en 1904, luego de la Revolución Nacional, tras lo cual fue desplazado por un golpe de Estado y convertido en la principal fuerza de oposición a los gobiernos colorados (en particular a la larga dictadura de Stroessner).
El radicalismo argentino es parte de esta corriente. Surgido a fines del siglo XIX como ensayo de resistencia al Unicato, adquirió, en sus inicios, un carácter combativo, demostrado en las tres revoluciones que protagonizó, en el repudio de Alem al acuerdo de unidad Mitre-Roca y en los largos años de abstención intransigente. Fue radical el primer presidente cabalmente democrático de la historia argentina (Yrigoyen), fue anti-radical la primera gran dictadura (la de la Década Infame) y fue radical, también, el primer presidente del segundo gran ciclo democrático de nuestra historia (Alfonsín).
Conviene detenerse un momento en Alfonsín. En un artículo publicado en el último número de la revista Temas y Debates (“Clivajes y actores políticos en la Argentina democrática”), Edgardo Mocca sostiene que Alfonsín fue el único político de primer nivel que interpretó cabalmente el clima de época propio del derrumbe de la dictadura después del fracaso de Malvinas, que el mismo líder radical definió como “la posguerra”. En este marco, Alfonsín se propuso retomar la vieja reivindicación democrática de su partido, pero también fue más allá: su apelación al electorado peronista, una parte del cual terminó apoyándolo, se produjo mediante una resignificación de la democracia en clave social (“con la democracia se come”). Como escribió Ana Virginia Persello en Historia del radicalismo (Edhasa), “la reiteración de los enunciados del preámbulo de la Constitución servía para reconfirmar al radicalismo como un partido de ciudadanos preocupado por el fortalecimiento de las instituciones, y se articulaba con la promesa de que la democracia se asociaría, además, al bienestar”,
El mismo Alfonsín explicó esta voluntad de asociar la dimensión democrática con el bienestar social en un discurso publicado en La Prensa el 13 de octubre de 1983 y citado en el último libro de Isidoro Cheresky (Ciudadanos y política en los albores del siglo XXI, Manantial): “Nos rasgábamos las vestiduras en el altar de la libertad y otros lo hacían en el de la justicia. Y no nos dábamos cuenta de que éramos gladiadores de un circo romano, porque entonces hubiéramos visto a la oligarquía bajándonos el pulgar”.
Al descartar la disyuntiva entre justicia social y democracia, Alfonsín no sólo obligó a su partido a descartar el telefonazo a los militares como recurso político y de-sechó para siempre la posibilidad de presentarse a elecciones con el peronismo proscripto, sino que también forzó al propio justicialismo a sacudirse los resabios de violencia y autoritaritarismo que aún arrastraba, cosa que recién se logró con el triunfo interno de Antonio Cafiero sobre Herminio Iglesias en 1985.
Y así, en el marco de lo que un neoliberal definiría como “nuevas reglas de juego”, ambos partidos, radicalismo y peronismo, se convertían, por primera vez en la historia, en los protagonistas de una legítima competencia democrática y pluralista que, como diría un comentarista televisivo, se disputaría en términos de “adversarios” y no de “enemigos”. El legado de Alfonsín es más profundo de lo que habitualmente se piensa, pues no sólo contribuyó a la democratización del país sino que, en el mismo movimiento, consiguió lo impensable, un peronismo democrático, y con ello sentó las bases de un moderno sistema de partidos.
Con los años, la democracia argentina se fue consolidando. Quizá las plazas convocadas por el alfonsinismo en momentos de alzamientos carapintadas hayan sido las últimas escenas del viejo radicalismo (y quizá por eso el “Felices Pascuas, la casa está en orden” y las sospechas de un acuerdo de impunidad con los militares generaron esa amplia sensación de decepción y, aun más, de puñalada por la espalda).
Pero nunca digas nunca en la Argentina. Los dos grandes ciclos peronistas que siguieron al alfonsinismo le dieron al radicalismo inesperados argumentos para mantener viva su razón de ser, como las llamas que arden eternamente en las iglesias. Cruciales diferencias programáticas separan al menemismo del kirchnerismo; cada uno es un producto de su época y en algunos aspectos funcionan como un espejo. Las críticas, en general provenientes desde la izquierda, que equiparan mecánicamente a uno con otro, a veces condimentadas con la idea de que el kirchnerismo simula un progresismo inexistente pero que en realidad no es más que una versión maquillada de los ’90, no son más que simplificaciones. Ambos tienen algunos aspectos en común, pero no son la misma cosa.
Aclarado este punto, parece evidente que el radicalismo encontró, en particular en los últimos años, un ángulo de cuestionamiento que ha resultado muy fértil y que le ha dado buenos réditos electorales. Me refiero, por supuesto, a los desbarajustes institucionales producidos por el kirchnerismo, cuyo ejemplo más claro es la intervención del Indec, junto a la tendencia a la concentración del poder en la figura presidencial, a través de las leyes de emergencia económica y los decretos de necesidad y urgencia, aspectos todos que lo emparientan con el menemismo. A ello hay que sumar un estilo de gestión que tiende al decisionismo y la escasa voluntad de someter a la deliberación pública muchas medidas de gestión (aunque no todas: la ley de medios, por ejemplo, fue resultado de un amplio proceso de debate democrático). Hay en el kirchnerismo un afán por la decisión audaz y sorpresiva, que probablemente se remonte a sus orígenes, a la situación de crisis y emergencia del 2003 y a la necesidad de reconstruir, sobre bases firmes, la autoridad presidencial, pero que con el tiempo se ha convertido también en el principal blanco de las críticas opositoras.
Y así llegamos al núcleo de esta nota. Mi impresión es que hay una resonancia histórica en las críticas provenientes del radicalismo a los déficit institucionales del kirchnerismo. Es cierto, desde luego, que el radicalismo se debe una autocrítica: al fin y al cabo, fue un presidente bien radical, el inolvidable Fernando de la Rúa, quien recortó jubilaciones por decreto y estuvo procesado por sorbornar senadores. Pero mi argumento no apunta a lo justo o injusto de los cuestionamientos ni a discutir el lugar desde el cual se pronuncian; simplemente señalo que, con sus frecuentes apelaciones al consenso y sus críticas institucionales, los radicales conectan con sus raíces históricas y con la tradición liberal-republicana que los cobija, y que esto ayuda a entender el éxito que han alcanzado, al menos en este punto.
La interna de hoy puede ser analizada a la luz de este razonamiento. Ricardo Alfonsín cuenta con la inestimable ayuda de su apellido y el amor popular producido tras la muerte de su padre, amor que seguramente se explica por el recuerdo de su gobierno pero también por la entronización del Alfonsín-consensual contra el Kirchner-confrontativo. Y contra el hijo biológico del ex presidente, sus hijos putativos, Leopoldo Moreau y Federico Storani (un psicólogo ahí), quienes se presentan junto al sector de Julio Cobos. La interna tiene el atractivo mediático de enfrentar a Alfonsín y Cobos, los dos radicales con más intención de voto y posibles candidatos a presidente en el 2011, aunque parece difícil que el resultado, sea cual fuere, modifique en algo la impronta profunda del radicalismo, que se remonta a una tradición lejana y duradera que, bien aprovechada, puede tener una enorme eficacia política.
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