EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio González *
Si el primer capítulo de la voluntad periodística nacional correspondió a la Gaceta de Buenos Aires, hay que convenir que era un surgimiento que suponía la aparición de un nuevo concepto de voz pública oficial. En la Gaceta de 1810 se escribirían preferentemente noticias diplomáticas y de guerra. Pero allí se publicará también el célebre Decreto de supresión de honores, que es el máximo escrito de un Estado en contra de sus símbolos protocolares y de mando. Era una formidable paradoja que intentará asentar la idea de un poder desnudo de símbolos, basado en los mecanismos abstractos de un mero “orden numerario”. Nunca más se leería en los diarios argentinos una pieza tan extraña como ésta.
A diferencia de los efímeros pero no insustanciales proyectos que la precedieron, la Gaceta está entre el decreto, el bando y la noticia oficial, pero es en el interior de ellas que existe la vibración social de un lenguaje encaracolado y laborioso. Es lenguaje de cuño nuevo y podemos llamarlo propiamente periodístico. Si bien es cierto que se lanza desde los tabernáculos estatales, en la prosa periodística de Mariano Moreno está más la sociedad que el Estado. ¿Qué es una prosa periodística? ¿Aun si son escritos de un funcionario pueden ser considerados periodísticos? ¿Pero era el secretario de la Junta un mero funcionario?
En verdad, en lo que escribe Moreno no abundan los hechos ni los acontecimientos desconectados entre sí, como un siglo después será evidente en el periodismo de escala industrial y alcance nacional. Pero éste ya será el periodismo del “sentido común”, que nace a partir de un concepto de sociedad constituido con apriorismos conceptuales y prejuzgamientos dominantes. En este caso, los hechos se dispersarán con la garantía de que ya se ha construido una esfera colectiva e implícita de interpretaciones.
Al revés, en la Gaceta los casos había que extraerlos de una densa malla de justificaciones y macizos considerandos que, no por poseer cierto aire de enclaustramiento intelectual, dejaban de ser los primeros escritos revolucionarios argentinos. Al lector de la época le costará ver los hechos, las “noticias”. ¿Cómo percibirlos en esas batallas lejanas, detrás de una escritura engalanada de atribuciones morales, propósitos bienhechores y protestas de igualitarismo extraídas de textos rápidamente consultados? Sólo con esfuerzo nos imaginamos un alborotado mundo cotidiano detrás de párrafos programáticos que no se privaban de exaltaciones ni alegatos de jurisconsultos. Pero era en ellos, en ese primer periodismo argentino, que se expresaba una tormenta política que nada tenía de monástica o meramente mercantil.
Eso es lo que diferencia a la Gaceta de Moreno del Semanario del Comercio que hacia 1810 publica simultáneamente Belgrano. Este último le servirá como fuente al historiador económico; pero la Gaceta le servirá al que quiera seguir el vaivén de la conciencia pública activa, vista desde el Estado. Desde luego, con la posibilidad de intuir todo el drama de la época, apenas sepultado en una prosa de escribanía con insinuados bocetos libertarios. Moreno escribe con parrafadas canónicas, preciosistas y sesudas. Muchos se han preguntado de dónde sacaba esos arabescos incesantes, productos eximios de gabinetes doctrinarios y retóricas de bufete. Pero, de repente, arriesga frases definitivas, como la del editorial del primer número, la Gaceta del 7 de junio de 1810, fecha que será declarada como día del periodista, en donde asienta palabras concluyentes. Se originan primero en el Estado, pero se convirtieron privilegiadamente en fundadoras de una idea, una veta establecida del idioma social de la profesión periodística. Esto implicaba, para Moreno, la investigación social de la mirada del pueblo. Moreno, el autor del primer editorial político de la prensa argentina, atribuye al pueblo la “execración con que mira aquellas reservas y misterios inventados por el poder para cubrir los delitos”. Pero quien debe correr los velos de esos misterios son sus representantes. El que escribía era el Estado, pero fundando la noción social de periodismo capaz de develar los misterios del poder. Representante político y periodista venían a ser la misma cosa. El primer periodismo argentino no actúa en nombre del “sentido común” sino de un ejercicio político de urgencia.
Con el tiempo, lo que hoy llamamos esfera pública se iría diferenciando a partir de esos descubrimientos, que aún no son plenos en otro gran diario, el rosista Archivo Americano, dirigido por Pedro de Angelis, aunque allí se leen escritos apologéticos que sin embargo no desean ser negligentes, pues tienen en claro que deben competir con las prensas oficiales de Europa, en las cuales se inspiran a su vez para combatirlas. En 1837, en sigiloso contrapunto con la prensa de Rosas, La Moda, del joven Alberdi, acentuará la vinculación entre la vida cotidiana y los ámbitos renovadores de la ideología, es cierto que precedido por su modelo francés. Unos años antes, el padre Castañeda había afirmado una prensa de un humor rabelesiano, absolutamente innovadora aunque para defender un acervo teológico tradicionalista. En estos dos últimos casos remotas aguafuertes porteñas yacen en espera a que alguna vez alguien las ensayara.
Será Sarmiento el que extreme una tesis sobre el periodismo activista como palabra final de los conflictos, arrogándose que fue la prensa la que volteó al gobierno de Rosas antes que el ejército de Urquiza. Esto origina la obvia reprobación de Alberdi, quien más cauteloso no colocó al periodismo como arte mayor de la época, autor de su sentido y práctica política más elaborada y árbitro terminal de sus procesos. Estas opiniones sarmientinas sobre el periodismo como sobredeterminación de la historia, fueron rápidamente sofocadas, y ya con La Nación de Mitre se instituyó un tipo de periodismo moderno, silencioso formador del “sentido común”, con sus estilos expresivos que son de la alta cultura.
Desde su nombre y su apóstrofo –”tribuna de doctrina”– hasta sus colaboradores, que iban desde José Martí a Lugones, no se dejaba de referir constantemente a un genérico público nacional, partícipe de una esfera ilustrada y poseedor de un juicio concluyente sobre el pasado. El libro de Joaquín V. González, El juicio del siglo, balance histórico del progresismo conservador de 1910, se publica primero en La Nación con aires de “fin de la historia”. La Nación preservaría las desmesuras de Sarmiento pero encerradas en el oportuno credo de objetividad que estabilizaría sentimentalmente a las grandes masas lectoras, enamoradas tácitamente de sus profundos prejuicios.
Por esos tiempos, quizá fue José Hernández el que escribió el mayor panfleto periodístico de la historia nacional. Lo hizo en 1863 el diario El Argentino, de Paraná, condenando el asesinato de Chacho Peñaloza. Años después, en otro gran diario, La Tribuna, suavizaría esa catilinaria contra Sarmiento, al que le endilgaría ser el verdadero bárbaro, invirtiendo los términos de la célebre ecuación que propagandizara el sanjuanino. Con Hernández el periodismo argentino tuvo su Yo Acuso, aunque tal vez quiso mostrar luego que su larga actividad de escritor de diarios podía no estar lejos de la opinión que le dedicaría un siglo después el historiador Halperin Donghi, en el sentido de que era “un periodista del montón”, aunque esa sentencia servía para una intriga paradojal: por qué a esta figura inesperada le estaría destinada la escritura del Martín Fierro. Sólo las crónicas “borgeanas” de Walsh casi un siglo después –publicadas en la revista Mayoría y en las que no poco tuvo que ver el grupo que editaba el periódico nacionalista Azul y Blanco– pudieron asociar tan plenamente el periodismo a la investigación de un crimen político, con la diferencia de que Walsh escribió en su biografía la saga del perseguido y Hernández la del hombre capaz de recomponer su periodismo de develamiento, alerta y vindicta en el retablo integracionista del Martín Fierro.
Habrá que esperan a Lugones y José Ingenieros en 1897 para poder leer un diario excepcional, apartado de las alquimias acríticas del “sentido común”. Se trata de La Montaña, donde escriben los dos mencionados, y entre otros, Rubén Darío y Macedonio Fernández. Allí se leerá un periodismo socialista, simbolista y anticipador del surrealismo libertario, como pocas veces ocurriría después, salvo revistas para las que habrá que esperar más de dos décadas, como Martín Fierro, o cinco décadas, como Contorno. Ni La Vanguardia, de Juan B. Justo, ni El Obrero, del interesante pero problemático Germán Ave Lallemant, en su momento llegaron a tanto, porque apenas querían ser fieles a su nombre. El espíritu revolucionario lo mantendría el diario satírico El Mosquito, pero con otras armas y anticipaciones sorprendentes de lo que será el periodismo de la “formación del sentido común”. Lo hará con exquisitas caricaturas y grandes artesanías de la mordacidad, que no poco tuvieron que ver con la revolución de 1890 y con la forja inicial del conocido concepto de “corrupción”.
Para no alargar esta historia, digamos que a partir de mediados de la década del ’40, con Clarín se protagonizará un envío aún más característico en torno del sentido común medio, al que moldea y en el que se inspira, en una hipótesis circular que generó un bloque social y un reconocible estilo. El oficio periodístico se puede ver ya como “organizador de la cultura” o de “la existencia colectiva”, ahora desde el punto de vista del pequeño consumidor cultural urbano, del ciudadano acomplejado y del burgués apaciguado. El periódico como organizador colectivo eran consignas del periodismo partidario que apenas unas décadas antes habían sido promovidas por los procesos revolucionarios en Europa y Rusia, capturadas ahora por la razón establecida, siempre alerta para reciclarse a través del arte de apaciguar y devorar los grandes descubrimientos estilísticos de las vanguardias.
Antes, hasta el tiempo de Crítica, la empresa de Natalio Botana, todavía se mantenía una formidable tensión. Era una tensión entre el periodismo de movilización social y el de “noticias varias” garantizadas por un sentido común no explicitado, almohadillado en clishés e íconos de comprensión vigilados por redactores de un ficticio idioma general de la población. Crítica fue una experiencia fundamental del periodismo argentino de los años ’20 a los ’40, entendiendo el periodismo como una agrupación económica-social de intervención política sesgada. Arbitrariedad política, aprestos golpistas y pluralismo artístico modernista iban de la mano. Precisamente en el famoso suplemento de Crítica llamado Revista Multicolor, Jorge Luis Borges ensaya sus provocaciones encubiertas en los “juegos irresponsables de un tímido”. Al mismo tiempo, en Crítica aún regía un jacobinismo conservador, receloso de las experiencias populares pero que agita temas clásicos del liberalismo, vistos como motivo de movilización social. Todavía, un diario como Crítica, destinado a operaciones con los grandes públicos y al usufructo festivo de una época, que no desdeñó la técnica de la desestabilización política, podía llamarse así.
En este especial aniversario del ejercicio periodístico argentino, repasamos estos breves mojones. Entre los tantos replanteos y reparaciones que la hora reclama, tropezamos nuevamente con la historia. Como la historia periodística es la historia misma de la nación, de la cual es su voz pública más dramática, será un acto socialmente inspirador de la posibilidad de revisar de qué modo se reelabora un nuevo sentido común general más generoso y elevado. Y también de qué modo ahora es preciso desentumecer los cimientos heredados de una cultura periodística traducida en cinismo y pobreza de un lenguaje oprimido. Se lo hará, quizá, recordando el papel que en esta historia tuvo el iniciático periodismo revolucionario, el periodismo de las aguafuertes, el de las vanguardias literarias y el de denuncia e investigación, antes de que éste también fuera adoptado como categoría de control social en el procedimiento de grandes empresas noticiosas. En esta hora, todas las voces y corrientes de la historia del periodismo reviven y visitan la actualidad.
* Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.
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