EL PAíS › OPINIóN
› Por José Natanson
La juventud –entendiendo por ella el grupo etario que va desde la pubertad hasta la adultez– es un fenómeno de la segunda mitad del siglo XX. Su emergencia en los años de la posguerra se explica por una combinación de factores. El primero, de tipo material, tiene que ver con los cambios en la economía, sobre todo la expansión del sector servicios, que comenzó a demandar una mayor cantidad de profesionales y técnicos. En un contexto de prosperidad, muchas familias impulsaron a sus hijos a prolongar los estudios. La extensión de la cobertura universitaria creó una enorme masa de jóvenes que compartían sus experiencias y sus sueños en espacios comunes de socialización: las sedes de las universidades, los campus y sus extensiones (los bares). Más educados y conscientes que sus padres, tenían tiempo y recursos para pensar y actuar.
Pero además el pleno empleo –que durante un par de décadas se vivió en Europa y Estados Unidos pero también, en menor medida, en países de desarrollo medio como Argentina o Chile– permitió que incluso aquellos jóvenes que pasaban sin mucho trámite de la adolescencia al mercado laboral tuvieran recursos para sostenerse a sí mismos. Ya no necesitaban de la familia para sobrevivir.
Y además el mundo estaba cambiando a una velocidad nunca antes vista. Esto creó un divorcio entre el presente y el pasado, una suerte de discontinuidad histórica, que debilitó el valor de la experiencia, incapaz de lidiar con fenómenos completamente nuevos. La sabiduría de los ancianos perdió buena parte de su peso simbólico, menos por la maldad de los nuevos jóvenes que por las transformaciones estructurales de la economía y la sociedad, abriendo un abismo generacional. Los aceleradísimos cambios tecnológicos le dieron a la juventud una ventaja sobre los adultos. Por primera vez en la historia, los jóvenes sabían cosas que sus padres no. Un ejemplo simple es el del padre que le pide a su hijo adolescente que lo ayude con la computadora. No es difícil imaginar el impacto de esta nueva realidad en la autoconfianza juvenil.
Complementariamente, y como reflejo de estos cambios, la juventud protagonizó lo que Eric Hobsbawm definió como una “revolución cultural”. La emergencia de la juventud como un grupo social no sólo autónomo, sino también dotado de recursos, convirtió a los jóvenes en el eje de los mercados de consumo del capitalismo, cuyo paradigma fue el rock: las ventas de discos en Estados Unidos pasaron de 277 millones en 1955 a 2000 millones en 1973 (los números son de Hobsbawm). Y también hubo otros reflejos: el auge del turismo juvenil (nace la Lonely Planet y la cultura mochilera) y de las drogas (como señala Hobsbawm, el hecho de que la droga preferida por los jóvenes occidentales, la marihuana, sea menos dañina que las drogas de sus padres, el alcohol y el tabaco, hizo que fumarla fuera no sólo acto de desafío, sino también de superioridad). Y el gran símbolo de la época, el héroe que vive intensamente y muere joven: el antecedente es James Dean, y luego hay miles de ejemplos, desde Janis Joplin y Brian Jones al Che Guevara o Rodrigo.
En este marco, no debería resultar llamativo que los jóvenes se convirtieran en protagonistas políticos. Lo fueron en el Mayo francés de 1968, en las movilizaciones anti-Vietnam en Estados Unidos en 1967 y en el “otoño caliente italiano” de 1969. Y también en Argentina, en el Cordobazo coprotagonizado por los estudiantes universitarios. En todos estos casos, la juventud fue un actor político central, pero de duración fugaz y más reactivo que propositivo, lo cual se vincula con su estado natural –la juventud es una etapa transitoria por definición– y con el espíritu subjetivista, casi emocional, de sus consignas.
En la Argentina de los ’70, el peronismo montonero y las guerrilleras fueron un fenómeno más duradero. Pero la intención de esta nota no es desarrollar este tema, que excede largamente a su autor, sino marcar algunas diferencias con la juventud actual y especular sobre la relación que con ella ha establecido el kirchnerismo.
En primer lugar, señalemos que hoy la juventud de clase media argentina no es muy diferente de la del primer mundo. Se trata de jóvenes que estudian muchos años y que en algunos casos prolongan su carrera universitaria en el exterior. Se emancipan tardíamente y se casan (cuando tienen la ocurrencia de hacerlo) pasados los 30; tienen hijos tarde, y pocos. Pero ésta es sólo una parte de la juventud. En paralelo, los sectores más pobres desarrollan un ciclo de vida corto, donde todas las etapas se aceleran: el paso de la niñez a la vida adulta es veloz por la necesidad de generar prontamente un ingreso, la emancipación es temprana, los hijos llegan rápido y de a muchos y la muerte los alcanza más jóvenes, como resultado de los déficit alimentarios y sanitarios. Esto se comprueba al comparar los datos de esperanza de vida y la tasa de fecundidad entre provincias: una persona vive en Chaco, en promedio, cinco años menos que en la Capital. La investigadora Susana Torrado lo resume en una frase: “Vivir en apuros para morirse joven”.
Como sostiene el sociólogo Gabriel Kessler, esta doble condición le da a la estructura demográfica argentina una particularidad: comparte con los países en desarrollo la presencia de muchos niños (pobres), pero se asemeja a los más desarrollados en cuanto al alto porcentaje de adultos mayores.
Desde el punto de vista cultural, los jóvenes de hoy no confrontan con los adultos como sucedía en el pasado. La juventud de los ’60/’70 era una juventud que se afianzaba contra los mayores, que eran los que no los entendían, los que les bloqueaban las oportunidades y los que dominaban el planeta (el mundo de posguerra era una gerontocracia, comprobable en el hecho de que casi todos los grandes líderes de la época eran viejos: Churchill, De Gaulle, Stalin, Perón, Gandhi). Las cosas hoy son diferentes. Como señala el Informe sobre Juventud en el Mercosur del PNUD, los jóvenes de hoy alcanzan un “pacto familiar” mediante una negociación con sus padres.
Y esto, sumado a los bajos salarios y el auge del “trabajo basura”, explica el retraso de la emancipación (en el sentido de la formación de una familia propia) entre los jóvenes de clase media. La comodidad y la relativa libertad que se respiran en el hogar familiar, junto a las dificultades del mercado laboral, estiran el momento de abandonar el nido, tibio y de heladera llena. Sucede que los jóvenes de hoy pueden ser hippies, pero también pueden ser los hijos de los hippies (o de su variante patética, el deslizamiento del hippismo hacia el new age descuartizado por Michel Houellebecq en Las partículas elementales). Y como siempre es el cine, antes que la sociología, el que mejor refleja este tipo de cosas, recordemos el gran ejemplo de Los Fockers, en la que Ben Stiller, productor de la película y ácido crítico de la sociedad norteamericana, visita a sus padres: Dustin Hoffman, que pasó de abogado a amo de casa, y Barbra Streisand, terapista sexual, cultores ambos de la vida sana, el sexo libre y el aire puro. En Los Fockers, Ben Stiller no sólo no discute con sus padres: se avergüenza de ellos.
Ahora bien, ¿cómo se sitúa el kirchnerismo frente a la juventud? ¿Y cómo frente a las dos juventudes que conviven en la Argentina del Bicentenario? En un principio pareció prestarles poca atención a los jóvenes, enfrascado en un relato generacional que alude a la juventud, pero a la de los ’70, y que muchas veces se reduce a la disyuntiva exasperante de “jóvenes idealistas que hacían la revolución” versus “jóvenes consumistas que sólo quieren jugar a la PlayStation”. Para ser justos, hay que decir que ni los Kirchner ni sus más conspicuos funcionarios, muchos de los cuales fueron protagonistas de los ’70, han suscripto públicamente esta tesis, aunque sí algunos de sus intelectuales más o menos orgánicos.
Pero el tiempo ha producido un fenómeno nuevo: la emergencia de una militancia juvenil kirchnerista, probablemente un subproducto de la progresiva transformación del kirchnerismo en una “minoría intensa”, un sector de la sociedad cuantitativamente minoritario pero cohesionado, con un liderazgo y un programa, en buena medida resultado de iniciativas como la ley de medios y la Asignación Universal.
En todo caso existen hoy círculos de jóvenes militantes kirchneristas. Se trata por supuesto de grupos reducidos, mayoritariamente de clase media, irrelevantes desde el punto de vista del padrón electoral, pero activos e influyentes en los medios y las nuevas formas de comunicación, como las redes sociales y los blogs. Existen, por ejemplo, algunos muy buenos blogs kirchneristas. Atribuirlos a una simple maniobra oficial es absurdo: incluso si el Gobierno los apoyara financieramente, ese apoyo llegó después y no antes de su creación. Y en todo caso existen otros partidos, que también manejan recursos y no dudan en utilizarlos, pero que carecen de este tipo de militancia: ¿dónde están los blogs del radicalismo? ¿Dónde los del PRO? ¿Alguien conoce un blog que defienda las ideas de De Narváez? Quizás haya que remontarse a los primeros años del alfonsinismo para encontrar un fenómeno similar, aunque aquel momento probablemente haya sido más masivo y aunque tuvo una expresión universitaria (la Franja Morada) y partidaria (la Junta Coordinadora) más definidas.
Mi tesis, en el final de esta nota, es que el kirchnerismo descuida las políticas específicamente orientadas a las “dos juventudes”, sus problemas y necesidades.
Algunos ejemplos desordenados. En los sectores de menores recursos, de ciclo de vida corto, sobresale la ausencia de políticas para enfrentar el drama del embarazo adolescente, que alimenta los mecanismos de transmisión inter-generacional de la pobreza (el principal avance en este tema fue la ley de salud reproductiva sancionada en la etapa duhaldista, pero es insuficiente y encuentra graves problemas de aplicación; el hecho de que el Gobierno no quiera ni hablar de despenalización del aborto impone un límite difícil de superar). Otras políticas posibles son aquellas tendientes a reducir la deserción escolar en las madres adolescentes y jóvenes, a través por ejemplo de becas específicamente dirigidas a ellas. O políticas que faciliten la construcción o alquiler de viviendas propias para los jóvenes de bajos recursos recién emancipados. O programas más amplios de primer empleo (hay uno del Ministerio de Trabajo). O medidas tendientes a acercar la universidad, que sigue siendo un reducto de la clase media, a los jóvenes más pobres.
En cuanto a la juventud de clase media, se trata de buscar políticas orientadas a facilitar, entre otras cosas, la emancipación a través de subsidios, por ejemplo a la compra de la primera vivienda u orientados a reducir el precio de los alquileres. Es notoria también la ausencia de una política universitaria más definida (curiosamente, el menemismo sí tuvo una: la creación de universidades nacionales en el Conurbano, cuyo objetivo fue reducir el peso de la UBA pero que, aunque desordenadas y de desigual nivel, le agregaron diversidad a la educación terciaria y la acercaron a los jóvenes de los sectores populares).
Desde un punto de vista más simbólico, la estrategia comunicacional del Gobierno ignoró a la juventud durante años y recién desde hace un tiempo ha comenzado a considerarla. Y su política cultural, de raigambre “jauretcheriana” y “pacourondista”, parece limitada sólo a los jóvenes de los ’60/’70, sin considerar a los jóvenes de hoy.
No hay mucho misterio: se trata de atender las necesidades de una juventud partida y registrar la politización de un sector de los jóvenes, fenómeno que el mismo kirchnerismo ha generado y en el que apenas parece haber reparado.
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