EL PAíS › OPINION
› Por Martín Granovsky
Desde 1975 pasó mucho tiempo: 35 años. Es como si en 1975 alguien hubiese comentado hechos de 1940. La prehistoria.
Sin embargo, hay algo más que un pasado para historiadores cuando una trama de poder sobrevive, se recicla y jaquea no la democracia pero sí su calidad plena.
La organización fascista Propaganda Dos no existe más como tal. Pero sus miembros jóvenes de entonces, como el embajador Federico Barttfeld, fallecido el año pasado, siguieron trabajando hasta el último día. Y continuaron tendiendo redes de poder entre las finanzas más volátiles, grupos de jueces, funcionarios permeables a la seducción de un profesionalismo falso, camarillas diplomáticas y sectores ultraderechistas del Vaticano.
Es igual que en España. El franquismo ya no existe y la Falange es sólo un remedo patético de aquella creada por José Antonio Primo de Rivera. Pero contactos, afinidades e intereses comunes conectan a filibusteros de las finanzas rápidas, sectores de los servicios de inteligencia, jueces y clericales de la franja conservadora. Juntos reaccionan cuando Baltasar Garzón se atreve a remover tumbas de 1937. Eso, tío, no se toca. De eso, tía, no se habla.
Todo es historia. Cuando lo es. Sadous, por ejemplo, no es historia. Es pasado activo en 1975 y presente activo en 2010.
Más allá de la investigación sobre hechos de la relación entre la Argentina y Venezuela, que corre por cuenta de la Justicia, cuando aparece un caso como el de Sadous un gobierno con aspiraciones de transformar el Estado podría sacar una conclusión doble. Por un lado, gobernar es construir alianzas. Cuanto más amplias, mejor. Por otro lado, gobernar consiste en no dormir con el diablo adentro.
En corporaciones que se autoperpetúan, como la Justicia o la Cancillería, el diablo suele recrearse. Sería poco riguroso, y además inútil, enfrentar ahora a todos los diplomáticos de carrera o a todos los jueces. Los más trabajadores, sanos y ajenos a las mafias tradicionales quedarían estampados junto a éstas. Pero, lo más importante, los tres poderes del Estado renunciarían a su función administrativa.
A veces el maniqueísmo lleva a pensar que, como todos acusan de delincuentes a todos, basta con no ser delincuente. Pero, ¿cualquier persona penalmente inocente debe ocupar un cargo? ¿No hay un espacio para tomar decisiones razonables? La política, ¿no es eso? Un ejemplo: la Cámara de Casación es morosa en los trámites judiciales por violaciones a los derechos humanos. Pero el Consejo de la Magistratura y la Corte Suprema gozan de facultades administrativas legales que no ejercen. Ocurre lo mismo en la Cancillería con destinos y ascensos. Hablar de la memoria y estimularla está muy bien, pero parte del compromiso con una democracia de calidad es terminar con verdaderas dinastías que se sienten dueñas del Estado.
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