Lun 05.07.2010

EL PAíS  › OPINIóN

Comparaciones

› Por Eduardo Aliverti

Cumplido un año de las últimas elecciones nacionales, hubo algunas recorridas por lo que se esperaba, y no ocurrió, tras la sacudida sufrida por el kirchnerismo. Ese buen ejercicio de análisis debería completarse con el cotejo de lo que es hoy la agenda transmitida por la mayoría de los medios.

El traspié electoral oficialista, entendido no desde los números globales, sino a partir de la sorpresiva derrota en el conurbano bonaerense, produjo un diagnóstico generalizado. Se iniciaba la decadencia irreversible del ciclo K, dijo medio mundo, e incluso hubo quienes arriesgaron que el Gobierno no alcanzaría al 2011. Pero apenas se hurgara un poco por debajo de esas observaciones apresuradas, restallaba la pregunta de si además de haberse votado contra el oficialismo se lo había hecho a favor de una alternativa concreta. Y un segundo interrogante, atado al anterior y más difícil de responder, era cuál sería la determinación gubernamental: ¿apuntar el presunto giro a la derecha o afirmar un rumbo progresista? Las primeras reacciones oficiales fueron un tanto desconcertantes, porque podían tomarse en cualquier dirección. Kirchner renunció a la comandancia del PJ, en lo que parecía ser un signo de aceptación de la derrota; pero Cristina apareció de lo más oronda, interpretando que habían ganado. Siguió la convocatoria a un gaseoso “diálogo político”, en el que nadie creía pero, como gesto, sumatorio del reconocimiento de un nuevo escenario. Y por el contrario, las renovaciones del cuerpo ministerial revelaron que habrían de apoyarse, más que nunca, en los colaboradores de fidelidad absoluta. No pasaría mucho tiempo hasta advertir que, pasado el cimbronazo, se apostaba por retomar la ofensiva. Sin embargo, la medida de cuán profundo podía ser ese envite no la proveían solamente las intenciones del Gobierno. Debía verse también con qué grado de unidad y protagonismo era capaz de jugar la oposición. Después de todo, cualquiera fuese la mirada al resultado, había sucedido una elección parlamentaria de medio término. Es decir, una prueba a dos puntas. El oficialismo debía ratificar que el poder no se discute: se ejerce. Y enfrente, ¿serían capaces de superar el mero rol de comentaristas?

Lo que siguió ya se conoce largo y tendido, y no hace falta detenerse en cada episodio. La propia dirigencia opositora, e incluso los sectores sociales más refractarios al kirchnerismo, reconocen que el Gobierno mantuvo la iniciativa pero no sólo por méritos propios. Esa oposición, casi de inmediato a su euforia poselectoral, dejó claro que ni siquiera podía consensuar una estrategia legislativa más o menos articulada. ¿La causa fue que no despegaron sus figuras para liderar consenso, hasta el punto de que pudiera reaparecer un espectro como el de Duhalde? ¿O es que ese consenso no puede darse –por fuera de la animadversión a los K– porque no tienen nada convincente para ofertar? Parece más razonable lo segundo por motivos que podrían servir para explicar el clima presente, apenas un año después. Ni el “panradicalismo”, ni los “peronistas disidentes”, ni los arribados a la política desde el poder mediático, expresan otra cosa concreta que el ideario básico de la derecha. Los radicales son más simpáticos en torno del respeto por las libertades civiles, y de algunos antecedentes contra los núcleos más reaccionarios de la sociedad. Pero son primos hermanos, qué duda cabe, en sus concepciones de la economía. ¿Cuál es la diferencia entre Cobos y De Narváez? ¿Qué distancia, esencialmente, a Carrió de Macri? Así de corrido, lo que cabe preguntar es si esos referentes conservadores tienen espacio social amplio para mostrar sus cartas ideológicas sin más ni más. En opinión del periodista, la respuesta es no: en parte porque todavía hay memoria fresca, y además por las virtudes K en saber leer los nuevos aires del período y de la región. Y también era no cuando, hace un año y aunque yendo por separado, vencieron al oficialismo. La única veta por la que mostraban neomenemismo explícito era su apoyo al movimiento campestre. Furiosos y acoplados en su prédica antikirchnerista, por lo demás fueron y son, expositivamente, un híbrido refugiado en las diletancias del “republicanismo” y la “calidad institucional”. Recién hace unas semanas, bajo el manto del cardenal Bergoglio y con parlantes más bien apagados, suscribieron un documento que avanzó en mostrar la hilacha.

Entra aquí la agenda actual como reflejo, en algunos aspectos, del abismo entre la mayoría de los temas de disputa político-mediática y las inquietudes o preocupaciones sociales más sensibles. Y como manifestación de las urgencias opositoras por protagonizar discurso. Con todo respeto, ¿a quién le interesa la composición del Consejo de la Magistratura? ¿El proyecto para normalizar el Indek tiene algo que ver con la cuestión inflacionaria de fondo, atravesada por quiénes forman los precios (o dicho de otro modo, ¿la oposición quiere regularizar el organismo como herramienta para atacar una economía concentrada en pocas manos?)? ¿La extensión de la asignación por hijo no es acaso un derivado del proyecto que plasmó el Gobierno? ¿Alguien cree que la investigación de la supuesta embajada paralela en Venezuela mueve algún amperímetro que no sea el de Clarín? ¿Cuál es la influencia social de permitir matrimonio entre personas del mismo sexo, al margen de la justicia del propósito? ¿Y cómo se hace, también más allá de lo atractivo de la aspiración, para no sospechar de los verdaderos propósitos de quienes promueven el 82 por ciento móvil a los jubilados? ¿Desde cuándo les picó ese bicho?

Para bien o para mal, porque puede verse como símbolo de mejoría en casi todos los indicadores o como espejo de un debate detenido siendo que subsisten profundos desequilibrios, esas tramas revelan que la economía no está en discusión. No, al menos, en lo que hace a cuáles intereses se afecta para favorecer a cuáles otros. La última instancia de ese tipo fue el choque generado por la 125. Pugna que hoy virtualmente se extinguió porque, junto con algunas medidas que satisficieron reclamos agropecuarios, el precio de los granos mandó a guardar a los energúmenos del sector. Después de eso, las críticas son manotazos destemplados que no progresan, porque desde la derecha no se puede, en el señalamiento de las fuentes de financiación alternativas para aquello que cuestionan. Un ejemplo, y no precisamente el menor, son las tarifas subsidiadas de los servicios públicos. Con un cinismo admirable, la derecha se apunta al carácter de barril sin fondo que tendría ese mecanismo. ¿La opción es liberar los cuadros tarifarios? ¿O van a decir cuánto mejor sería que el Estado encontrara fondos en una política tributaria progresiva? Lo mismo vale para la expansión del gasto público: con la crisis en Estados Unidos y Europa, no es buen momento que digamos para hablar del déficit fiscal y de recortar el consumo interno.

Transcurrido un año de las elecciones, efectivamente poco o nada es como se imaginó. Todo puede cambiar, por supuesto. Pero queda claro que alguna gente debe revisar su capacidad de pronóstico político. O lo que le obligan decir.

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