EL PAíS › OPINION
› Por Sandra Russo
Durante mucho tiempo, la vida real fue lo que se oponía a la ficción. La vida real era la que vivían las personas, mientras la ficción era lo que actuaban los actores o contaban los escritores. Así, primero el teatro, la literatura, más tarde el cine, y luego el mundo del espectáculo, se ocupó de la ficción, en un abanico tan amplio como para ir de El Mercader de Venecia a Terminator, pasando por Betty la Fea.
La ley de matrimonio igualitario, entre muchas otras cosas, viene a decir que para nosotros, como mayoría representada en el Congreso, la vida real y la ficción se imbrican de otros modos y que este “cambio de paradigma” del que se está hablando significa eso antes que nada: que nuestras nociones de la vida real y la ficción han cambiado, que percibimos la vida real –la nuestra en contacto con las de quienes nos rodean– de una manera mucho más frontal que la que precedió.
Hay una larga tradición filosófica y religiosa que insta a los artistas y políticos a mostrar como “real” aquello a lo que se aspira. Al insistir en que “la familia” es un hombre, una mujer y los hijos que procreen, muchas personas viven dentro de esa tradición: la vida real no les devuelve ese espejo, pero al definir la familia como aquello que debería, según ellos, ser, son fieles a sus ideales. Son efectivamente idealistas. El problema con esos sectores, cuando son religiosos, es que ponen en pugna la ficción con la vida real, y se trata de una ficción que no debe ser interferida nunca para seguir funcionando como tal. Nada impedirá ahora que esas personas sigan viviendo como desean y creen que se debe vivir. Pero para que su ficción funcione, no debe haber vida real a su alrededor. Combaten, entonces, a quienes desmienten su ficción. No hace falta que nadie los ataque: la existencia misma de la vida real es la que pone en peligro su ficción.
El matrimonio igualitario es ley porque una mayoría parlamentaria rara, inesperada, transversal, puso política –cruda vida real, práctica consagrada a administrar vida real– en la ficción que se le oponía. Los conservadores quedaron expuestos en su reacción de-sesperada por defender una construcción cultural montada sobre un hecho biológico como “la familia”. Los progresistas, en cambio, pescados en su faz progresista por esta época, por este “cambio de paradigma”, defendieron la ley en su innegable relación con la vida real. Los hombres, las mujeres y los niños que defiende la ley ya existen. Están presentes en nuestras vidas reales y sabemos que su existencia no pone en peligro nada. Que en todo caso evidencia que la diversidad es uno de los núcleos del nuevo paradigma. Y que la bandera de la diversidad no le pertenece a un partido, ni a una orientación política, sino a un viento que sopla en esta dirección.
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