EL PAíS › OPINION > NACIONALISMO Y KIRCHNERISMO
› Por José Natanson
Por supuesto antes que los sociólogos, los empresarios son hábiles en el arte de capturar las tendencias sociales y convertirlas en mercancía. Al fin y al cabo, su sobrevivencia no depende de una beca del Conicet sino de la facturación mensual. Entre ellos, los empresarios editoriales, obligados a moverse en un mercado pequeño pero transnacionalizado e hipercompetitivo, se pasan el día buscando libros que les garanticen cierto nivel de ventas, con los que después financian los bodrios de calidad.
La crisis del 2001 abrió espacio a un subgénero de no ficción de éxito inesperado. Me refiero a los libros que miran la historia desde el presente o que, en una operación inversa, intentan iluminar la actualidad a partir de una perspectiva histórica. Su encanto parece residir en el hecho de que basan sus análisis en la proyección de un presente continuo, fundiendo actualidad y memoria. Pero quizá su mayor atractivo sea la promesa de explorar las razones de un fracaso nacional que se da por sentado, en un ejercicio de automortificación que apela casi siempre a visiones esencialistas, esa vieja obsesión por capturar el gen de la argentinidad, el alma de la nación, eso que Fabio Alberti se preguntaba en el final de Todo por dos pesos: “¿Qué nos pasa a los argentinos? ¿Estamos locos?”.
Mencionemos ADN. Mapa de los defectos argentinos y los dos tomos de Argentinos, de Jorge Lanata; la producción completa de Felipe Pigna, en especial Los mitos de la historia argentina, y el gorilismo ilustrado de Marcos Aguinis en El atroz encanto de ser argentinos. Hay también otros ejemplos, como los ensayos más psicoanalíticos de José Abadi o los libros de historia de Pacho O’Donnell.
¿Por qué la sociedad argentina, o en todo caso segmentos importantes de sus clases medias, comenzaron, casi de un día para el otro, a consumir estos libros? Naturalmente, los motivos hay que buscarlos en la crisis del 2001: no sólo en el quiebre político y el estallido económico que produjo, pues no se trata simplemente de una cuestión de indicadores sociales, sino en el drama social que lo acompañó, la humillación de quienes aún creían en la excepcionalidad argentina y la evidente latinoamericanización del país, el fin del mito de la Argentina socialmente integrada, el tránsito de la Buenos Aires afrancesada a la Buenos Aires lumpenizada por los carros de los cartoneros, del país de los inmigrantes al país de los emigrantes. Como señala Christian Ferrer (“Vaca flaca y minotauro”, Nueva Sociedad 179), fue en ese momento cuando se superó la “tasa de daño” que tolera una población en un tiempo histórico determinado.
Si la eficacia de estos libros reside en su capacidad para explicar un fracaso sobre el cual nadie duda, otro debate es el de su valor historiográfico. Los alcances de esta discusión escapan a las capacidades del autor de esta nota, aunque no a las de Pablo Semán, Bernardo Lewgoy y Silvina Merenson, que se ocupan bien del tema en el capítulo “Intelectuales de masas y Nación en Argentina y Brasil”, incluido en el libro Pasiones Nacionales (Edhasa), compilado por Alejandro Grimson.
Pero, ¿cuál es la relevancia del valor historiográfico de estos libros? ¿Importa realmente si se ajustan a las reglas del arte o lo que importa en realidad son los efectos que provocan? En el capítulo citado, Semán y Cía recuerdan las críticas que, también desde la historia académica, se le formuló en su momento al relato alfonsinista. “La revalorización de la democracia por parte de la sociedad argentina a la salida del Proceso le debe mucho a lo que pudo canalizar la performance de Alfonsín y poco a la discutible corrección de su planteo histórico. A este último fin, La república perdida, la película que, podría decirse, articuló la formación cívica de la década de 1980, no era historiográficamente mucho más correcta que los videos o los libros de Pigna o Lanata y, sin embargo, formó parte de ese proceso de reflexión colectiva a través del cual una parte decisiva de la sociedad llegó a estimar mucho más que hasta entonces la paz civil. No es que los medios a través de los cuales ocurren los sucesos no sean importantes. Pero el hecho de que los cambios de sensibilidad política y social ocurran a través de productos académicamente débiles no puede oscurecer el hecho de que son socialmente eficaces.”
Una parte de este debate revivió durante los festejos del Bicentenario. En un programa en el canal TN, Beatriz Sarlo criticó que el mapping de figuras proyectado sobre el Cabildo excluyera a Sarmiento y Alberdi, como parte de un relato –elaborado por Pigna bajo instrucciones directas de Cristina Kirchner– que la autora de La ciudad vista juzgó incompleto. Horacio González, que debatía amablemente con ella, admitió el sesgo, pero agregó (cito de memoria): “¿Pero no te parece interesante que tengamos una presidenta que señala una visión de la historia, por más que no te guste o te parezca recortada?”.
El kirchnerismo tiene un costado nacionalista, pero hasta los más críticos deberían reconocer que no se trata de un nacionalismo antiguo, en la medida en que reconoce la importancia de las instancias internacionales, participa activamente en los foros mundiales y regionales y no le teme a la integración ni trata de moldearla más allá de lo razonable (en eso se diferencia del nacionalismo antiimperialista y patriotero de Hugo Chávez). Tampoco es un nacionalismo territorialista ni belicista: por ejemplo, éste es un gobierno malvinero pero que no ha llevado la confrontación con Gran Bretaña más allá de los canales diplomáticos.
El nacionalismo K descansa sobre todo en una interpretación particular de la historia, que en buena medida sintoniza con las visiones de algunos de los historiadores nac&pop y que ha sido especialmente cultivada por Cristina, que en sus frecuentes discursos ensaya comparaciones virtuosas con otros países de la región. La semana pasada, en la entrega de los premios Houssay, Cristina apeló a uno de los mitos fundantes de esta interpretación: el hecho de que Argentina ha recibido tres Premios Nobel a la ciencia.
Como señalamos en esta columna, el relato kirchnerista, por usar la expresión más popular en círculos oficialistas, alude a las virtudes reparadoras del Gobierno frente a lo que se consideran los dos grandes momentos de decadencia nacional (la dictadura y el neoliberalismo), en una perspectiva que conecta estas dos etapas con otros ciclos igualmente antipopulares (la Revolución Libertadora) y que da forma a un proyecto que se autoconcibe como nacional, desarrollista e incluyente.
En este punto, el relato oficial se sustenta en el de aquellos historiadores del campo nacional y popular que parecen concebir a la historia como la puja eterna entre los mismos actores –incluso entre solo dos actores, tipo pueblo-oligarquía– que permanecen inmutables, a menudo sin considerar los diferentes momentos, los cambios en los contextos internacionales, las tramas específicas de poder. El resultado es una mirada decandentista que no deja de responsabilizar a uno de los dos bandos por todos los fracasos de la nación, que es aquí el concepto clave (por otra parte, libros como los de Marcos Aguinis también comparten esta perspectiva, aunque se plantan en la vereda opuesta y conciben otro juego de actores: por ejemplo, republicanos contra populistas).
La kirchnerista es una interpretación sesgada, por supuesto, y elaborada a partir de las necesidades políticas del presente antes que en base a un estudio riguroso y meditado de lo que realmente pasó. Y sin embargo, es lógico y comprensible: la tarea de un gobierno no es dar cátedra de historia sino conducir al país, y parece natural que apele a todos los recursos a su mano, en este caso recursos intelectuales, para hacerlo. En cambio, sí cabe cuestionar a los intelectuales kirchneristas que asumen el relato oficial sin introducirle matices y colores, como si fuera una versión cerrada que hay que difundir pero no discutir, pues su función sí consiste, o debería consistir, en echar luz sobre el presente, si quieren mirando al pasado, pero tratando de no forzarlo y sin perder la elegancia, que eso sí que no se recupera.
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