EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Jozami *
Antes de que los estudiantes secundarios redoblaran la ocupación de los colegios y denunciaran la falta de respuestas del gobierno, escuché declaraciones de Mauricio Macri. El jefe de Gobierno de la ciudad habló de los agitadores que encabezaban las tomas, reclamó el restablecimiento de la disciplina y no dijo nada de interés respecto de las soluciones que se le reclamaban. Me pareció una pésima respuesta que desconocía las bases reales del conflicto, mostraba la visión autoritaria que alienta toda la gestión y debía provocar una mayor reacción de los estudiantes. Tanta torpeza parecía difícil de creer, aun en un gobierno que ha dado muchas pruebas de ella. Sin embargo, no tardé en advertir que no eran pocos en Buenos Aires los que compartían esos juicios de Macri. El jefe de Gobierno hablaba para su público. En una ciudad en que cada nuevo siniestro revela la falta de controles, jaqueado no sólo por las escuchas ilegales sino por las denuncias sobre la falta de ejecución presupuestaria en salud, educación y vivienda y por el sospechoso incremento de los gastos corrientes y los ajustes de precios en obras de mantenimiento, el macrismo está lejos ya de la imagen de empresario joven, gestión eficaz y nueva política que le permitió alcanzar el 60 por ciento de los votos. Hoy sólo le queda abroquelarse en el electorado de centroderecha y en el más cerrado antikirchnerismo.
Desde los tiempos de Manrique en los ’70 y la UCeDé de los ’80, siempre votó por la derecha alrededor de una cuarta parte del electorado porteño. La cifra fue mayor cuando Menem sumó a los votos de Recoleta los de la zona Sur. Ni aún así pudo Cavallo ganar las elecciones en 2000, fue necesaria la debacle de la Alianza para que el joven ingeniero pudiera invocar –frente al ya anacrónico sistema político tradicional de la ciudad y la frustración del intento del Frepaso– una idea de gestión eficaz que tenía como sustento su nada irrelevante experiencia en Boca Juniors: ésta aparecía como la prueba evidente de su capacidad de gobernar y, lejos de cualquier visión elitista, lo conectaba con el sentimiento popular.
Macri construyó su fuerza para la elección de 2003 –superó entonces el 40 por ciento en segunda vuelta– cuando aún eran muy fuertes los ecos de diciembre de 2001. Aprovechó la crisis política para quedarse con buena parte del radicalismo y el justicialismo de la Capital –vital este último para su implantación en la Zona Sur– pero, sobre todo, se hizo intérprete de ese discurso elemental que rechazaba no sólo a los políticos corruptos sino a la política en bloque y más aún a toda idea de lo público. Al Estado que había fracasado en la protección de los ahorros, ya sólo podía pedírsele que reforzara el aparato de seguridad y facilitara la gestión de los negocios. Era la exaltación del individuo ajeno a cualquier preocupación social. Pero ese individualismo en verdad sacrificaba al individuo, ahogaba su creatividad, le negaba sentido crítico, le impedía reconocerse en la comunidad, y paradójicamente lo hacía menos diverso, como un producto homogeneizado por el discurso aplanador de los medios de comunicación. Walter Benjamin definió muy bien –escribiendo a fines de los años ’20, la época sombría en la Alemania de la gran inflación y vísperas del nazismo– a quienes actuando en función del interés personal más mezquino, eran, más que nunca, dóciles a un instinto de masa que podía llevarlos a actuar con “torpeza animal”. Recordemos, para advertir que no es arbitraria la referencia, a quienes pedían “mano dura” o reclamaban airadamente la pena de muerte respondiendo casi como un reflejo pavloviano a los estímulos de ciertos medios de comunicación.
Pero 2001 fue también algo distinto. La reacción contra Cavallo y De la Rúa cerró de forma concluyente el ciclo neoliberal, alentó los movimientos sociales y las formas de participación colectiva en la política. Si el discurso autoritario y simplificador tuvo continuidad en la política del macrismo, el que reclamaba nuevos horizontes para la gestión de lo económico y social y se replanteaba el sentido de la política tiene mucho que ver con el rumbo asumido por el kichnerismo desde 2003. Quizá no es en el debate sobre las formas de participación o en la búsqueda de la necesaria construcción política donde el kichnerismo tiene su principal activo, pero este gobierno pudo responder a la pregunta más angustiante formulada en diciembre de 2001: ¿para qué sirve la política si nada puede cambiar? La Argentina de los juicios a los genocidas, la ley de medios, la Asignación por Hijo, la estatización de los fondos jubilatorios o el matrimonio igualitario no se parece mucho a la anterior. El cambio no hubiera sido posible sin el reclamo consecuente de amplios sectores sociales, pero tampoco sin la voluntad política de los dos últimos gobiernos.
En estos días, cuando Cristina Kirchner justificó las razones que llevaban a la protesta estudiantil, los dos discursos, las dos almas de 2001, volvieron a confrontarse. Hoy seguimos peleando por el sentido de aquellos episodios, porque toda gran batalla política es también una lucha por la resignificación del pasado. No es curioso entonces, volviendo a la Ciudad de Buenos Aires, que Macri y el kichnerismo aparezcan como los grandes contendientes. Porque ambas gestiones de gobierno expresan con la mayor claridad los dos caminos, la disyuntiva en que se debate la Argentina de hoy. El macrismo no será fácilmente reemplazado porque representa bien a un electorado de centroderecha y expresa mejor que ningún otro sector la visión empresarial de la política. Y el kichnerismo está llamado a convocar en Buenos Aires al polo opositor porque nadie podría expresar mejor, en el discurso y en los hechos, la propuesta alternativa.
Claro está que en nuestra ciudad debe conformarse un frente que armonice situaciones bien complejas. El camino para ello no es una alianza híbrida que se distancie del gobierno nacional para favorecer todos los posibles acuerdos. Ese engendro carecería de discurso coherente y de vigencia real en la política argentina, repitiendo las peores experiencias de la Alianza. Tampoco es posible, simplemente, pensar que el gobierno nacional llame a encolumnarse a toda la oposición porteña. Alentados por el significativo giro de la opinión pública respecto del kichnerismo y el cambio de actitud de amplios sectores medios en los últimos meses, creemos que los partidarios del gobierno nacional podemos jugar un rol muy importante en la convocatoria de un acuerdo que debe basarse en la defensa de lo público. Pero ese derecho a convocar hay que ganarlo, actuando sin sectarismos y evitando los conflictos innecesarios, reproduciendo la política que llevó a reunir amplias mayorías parlamentarias en temas a los que la oposición de centroizquierda mal podía oponerse, y entendiendo también que, aunque el Frente debe incluir a todos, en la Ciudad de Buenos Aires no puede el PJ convertirse en la fuerza principal.
Sería prematuro, y tal vez contraproducente, empezar hoy con elucubraciones de ingeniería electoral para ver cómo puede juntarse la mayoría antimacrista. Habrá que retomar un programa para la ciudad cuyas líneas generales están en el texto constitucional de 1996 y revisar críticamente la experiencia frepasista no para excluir a alguno, sino para asegurarnos de que esta vez construiremos sobre bases más sólidas. El desarrollo de los movimientos sociales que se fortalecen con las agresiones del macrismo es un requisito necesario para echar los cimientos del frente. Respetando a quienes serán nuestros aliados y convencidos por la evidencia de que para ganarle a Macri habrá que construir un espacio muy amplio, debemos –sin embargo– redoblar nuestra prédica centrada en los grandes cambios que se han producido en el país, porque eso es en definitiva lo que permite ofrecer una alternativa electoral. Buenos Aires tendrá que optar entre convertirse en el refugio de los intereses afectados por la política kichnerista o sumarse a este proceso de transformación, aportando al proyecto nacional y también enriqueciéndolo.
* Director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti; miembro de Carta Abierta.
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