EL PAíS › OPINIóN
› Por Norma Giarracca *
Está muy de moda recordar que el Estado debe concentrar la potestad de la represión como objetivo de “paz social”; esa vieja idea acerca de que “el hombre es el lobo del hombre” y que sólo un tercero superior, en quien depositar la potestad de vidas y labores, puede salvarnos. Pero la conformación en todo el mundo de los Estados modernos destila violencia, tanto en las delimitaciones de sus territorios como en la decisión de quiénes están adentro y afuera; o de cómo se jerarquiza social e internamente. Si esto vale para la historia de aquellos lugares donde la idea de Estado-nación moderno surgió, qué decir de donde la colonialidad en base a exterminios y sufrimientos sociales extremos constituyó la cara oculta de esa modernidad, como es el caso de esta América latina. Nuestro país no fue la excepción y el exterminio de poblaciones originarias, la subalternización tanto del criollo como del inmigrante (igualmente pobres), la “racialización” y jerarquización de la población fueron monedas corrientes de nuestros orígenes y derroteros como nación moderna.
Alguna vez mencionamos que la violencia entre nosotros es un trauma que insiste, es una pulsión desde el fondo de los tiempos de colonizadores y generales exterminadores que a pesar de nuestros intentos no terminamos de procesar. Todo el siglo XX es la tensión entre nuestras mejores intenciones democráticas, vitales, solidarias, igualitaristas y ese otro magma que se destila de arriba hacia abajo en las jerarquizaciones sociales impregnando de violencia, autoritarismo, inequidad en base a privilegios supuestamente adquiridos por una historia de territorios y patrimonios con marcas indelebles de sufrimiento social. Pero en ese arriba está el Estado y sus ocupantes ocasionales, que no siempre fueron dictaduras militares, sino también gobiernos civiles que dramáticamente cayeron en la masacre de poblaciones en nombre del “orden” necesario para “el desarrollo”; socios de los poderes y las geopolíticas internacionales; actores económicos de esa puerta giratoria entre negocios y Estado.
¿Cómo lograr que esa sincera promesa del “Nunca más” de 1984 se cumpla? Porque para los que consideran que el “Nunca más” reenvía a que se terminen los golpes militares, votemos cada dos años y los genocidas del pasado sean castigados, vamos bien. No obstante, existe otro fuerte sentido complementario de ese “Nunca más”: que el Estado argentino por acción u omisión descarte para siempre esa ominosa costumbre de matar al disidente. “Nunca más” masacres. Y masacrar población en protestas es, a nuestro juicio, lo que ocurrió durante los gobiernos de Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde en 2000-2002, con casi 50 muertos (el ex presidente constitucional sobreseído y el otro en campaña electoral). Porque semejante número de muertos civiles en tan corto tiempo sólo se logra con una política de Estado de represión furiosa, dejando sueltos los impulsos violentos del Estado y su monopolio de la fuerza o de quienes se identifican con él y se erigen en verdugos de sus propios hermanos civiles.
No podemos afirmar con seriedad que los gobiernos de Raúl Alfonsín, Carlos Menem o los de Néstor y Cristina Kirchner hayan tenido una política de Estado que condujera a la violencia represiva estatal o a la masacre. Si con Carlos Menem y los miles de protestas de su gobierno hubo dos asesinatos en esos escenarios, sería irresponsable suponer que fueron premeditados desde el Estado. También podemos sostener sin temor a equivocarnos que los gobiernos del matrimonio Kirchner no impusieron la violencia para los escenarios de protestas. No obstante, la violencia, la muerte de activistas, de jóvenes, de indígenas en protestas, se van incrementando y es una situación que el Gobierno no puede ignorar o seguir alimentando la enunciación de que en su gobierno no se reprime violentamente la protesta. No es sólo Carlos Fuentealba quien fue asesinado por las balas del Estado. Hubo un jujeño en 2004, dos jóvenes de Bariloche durante este año caídos por las balas policiales durante protestas, en los tres casos por una primera muerte de otro joven en circunstancias policiales oscuras. Hubo asesinatos en protestas llevados a cabo por esos civiles que se toman en serio que el hombre es el lobo del hombre, mientras la policía “deja hacer”. Son Mariano Ferreyra, pero también el diaguita Javier Chocobar, caído por las balas de los “guardias blancos” de los nuevos inversores del noroeste argentino (y podríamos sumar a Sandra Juárez, de 33 años, quien literalmente arrinconada por las balas de estos grupos muere de un paro cardíaco).
Si esto no es reflexionado, si no insistimos con los juicios a los culpables o con la Justicia de las provincias, el Estado argentino, como lobo cebado (valga la paradoja), seguirá matando por acción u omisión a aquellos que protestan y disienten acerca de lo que un “orden” –que no siempre es idéntico al poder del gobierno nacional democrático de turno– decide como relaciones económicas o de poder intocables. Se trata de no bajar los brazos, de seguir buscando nuestros mejores rasgos como conjunto social, expandiendo democracia y profundizando, en este segundo sentido, las tareas para el “Nunca más”.
* Socióloga, Instituto Gino Germani (UBA).
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