› Por Sandra Russo
Lo había votado, pero a regañadientes. Se votaba sin esperanza. Ni siquiera uno llamaba traición a las traiciones. Eran más bien tradiciones, parecían como las vueltas de la vida o la humedad. Me acuerdo bien del 2003. Con que se fuera Duhalde estaba bien. Llorábamos a Kosteki y Santillán. Y la lucha cotidiana, desde mi trabajo, era intentar hacer ver a los desocupados como hombres y mujeres que hacían piquetes, no como piqueteros. Era hacer ver en los cartoneros a los desesperados, no a los ladrones potenciales.
Estábamos hechos mierda. Eramos ruinas. No teníamos ni trabajo ni orgullo ni líderes. Es sorprendente cómo consiguió ese poder en las sombras, ese siniestro poder que nadie vota, ese que hoy conocemos, convencernos de que todo era más o menos lo mismo, y que era beige. Es sorprendente el daño que le hizo y le sigue haciendo a este país una generación política que no tiene retorno de la entrega irrestricta de sus convicciones.
Creíamos que era inútil esperar cambios de la política, que la política era ese deporte sin reglas que jugaban y siguen jugando tantos. Y mientras todo era lo mismo, nos iban traicionando uno por uno.
En estos años, Kirchner pasó a ser Néstor, un privilegio del lenguaje y de su cercanía, un premio a esas ideas con las que llegó a la Rosada y que llevó adelante contra toda la adversidad que eligió enfrentar. Néstor fue el primer presidente que gobernó este país defendiendo con los dientes los pilares de lo que él concibió como un proyecto nacional y popular, de génesis peronista pero de alcances más amplios, y fue también el que sabía que había que esculpir lo maravilloso sobre la arcilla mugrienta que éramos.
A Néstor le debemos el regreso triunfante y orgulloso de la política. Y si no lo escribo ahora que se murió, no estoy siendo leal con lo que creo. Néstor fue un regalo de la historia, un sobreviviente de una generación decapitada, un disidente de la lucha armada que guardó en su corazón, no obstante, durante años, los sueños de ellos, que eran los mismos que los suyos, los de su compañera y los de tantos y tantos más.
No por casualidad uno de los pilares de su proyecto era el recambio generacional y la formación de nuevos cuadros. Los que nos sacarán de encima la chatura y la ignorancia que hoy reina en el Congreso serán los nuevos dirigentes, los que hoy aparecen de a racimos en el kirchnerismo, pero es de esperar que surjan también en todas las otras fuerzas, para que alguien recoja el guante de la discusión política a la que Néstor nos invitó, y la pluralidad no sea la excusa, como es usada ahora, para asfixiar una vez más un brote de poder popular.
Desde el día en el que hizo descolgar los cuadros de los asesinos, se hizo evidente que él hacía cosas que nadie antes había hecho, y no porque era imposible, sino porque faltaba estrategia, coraje, confianza, autoridad. Le achacan autoritarismo. A la autoridad de un presidente constitucional le llamaban autoritarismo. Siempre le han llamado como quisieron a todo. Néstor nos ayudó a renombrar nuestro mundo, el del nuevo paradigma, el mundo de nuestros sueños.
Recuerdo ahora una columna que escribí justo antes de aquellas elecciones desesperanzadas del 2003, escrita en el dolor del naufragio y la amargura de comprobar que nuestra sociedad se pliega en nichos de profundo individualismo y mezquindad. Se llamaba “Imagino”, y decía que después de todo lo que uno sueña para su pueblo es una vida que incluya el trabajo, un desayuno con algo calentito y pan con miel, un techo, un cumpleaños, un regalo para el Día del Niño. Decía que ahí, en esa escena privada de cualquier argentino vulnerable, en ese movimiento de regreso a la equidad, estaba el motor de nuestros sueños.
Con Néstor descubrimos que esa escena privada que replica la felicidad de un pueblo depende del líder apropiado, pero también de una correspondencia, un intercambio de lealtad entre ese liderazgo y los sectores que representa. Hoy hay una nueva generación de militantes que se suma a militantes de otras generaciones que nunca habían encontrado una expresión política que hablara por ellos. Su entrega final quizá nos diga la importancia de lo que está en juego.
No tengo más que gratitud hacia el hombre que, como un iluminador en un cine muy oscuro, nos señaló el camino, no para hacer inevitable algún tropiezo, sino para advertirnos que sí, que hay un camino.
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