EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
La muchedumbre empezó a congregarse al mediodía del miércoles, al cierre de esta nota (bien entrada la noche del jueves) sigue su desfile en sinfín. El cronista cree que es de buena praxis calcular “cuánta gente hubo”, la misión se torna imposible cuando se renuevan constantemente las filas. Van de la Plaza al Obelisco por Avenida de Mayo, doblan por Rivadavia, hacen un codo, entran a la Casa Rosada. La Plaza, además, está repleta de sol a sol y hay circulación constante en la zona bancaria y en el Bajo.
El tránsito de los asistentes es incesante, relativamente veloz, miles de personas fluyen cada hora. El narrador estuvo un par de ratos, miró televisión, se informa con otros circunstantes. El relato coincide: la mayoría son “gente suelta” no encuadrada, que recorre la franja que va de los sectores más humildes a las clases medias del conurbano. Porteños estrictos hay bastantes. Muchos sub-40 o aun sub-30, mayormente militantes que le encontraron sentido a la política en estos años, que se espabilaron cuando vieron a la derecha real copar las calles porque “somos el campo”.
La muchedumbre, que no tiene principio ni final, entra a la Casa Rosada acaso por primera vez. Ansía saludar, acompañar, confortar, ver, participar, dejarse oír. Participan, apoyan, aman, sostienen. Hay grupos encuadrados, en flagrante minoría.
La crónica argentina registra capillas ardientes visitadas por millares de personas. Artistas populares de variado “volumen de juego”, deportistas. Y, apenas, un puñado de dirigentes políticos.
La historia del peronismo depara más que ninguna otra esas escenas, junto con muchas otras. Hechos que combinan la pasión popular (ritos que se repiten y se renuevan) con la interpelación política. El peronismo es muy escenográfico, muchas imágenes de masas en cualquier formato dramático. No es sencillo descifrarlas, es necio desconocerlas o subestimarlas. Azuzan odios atávicos, análisis ignorantes, desdenes de clase.
La multitud entra y sale de la Casa de Gobierno, no se diría que la mueven la crispación ni la caja. Si usted los mira sin anteojeras, corroborará que no los arrea nadie. Van como ciudadanos que son, como protagonistas que ansían ser.
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La presidenta, Cristina: Quien está ahí, frente al féretro de su compañero de luchas y de vida, es la Presidenta y es Cristina. Anteojos ahumados, enhiesta hasta cuando se sienta, mira hacia delante y escucha. La gente recorre la Rosada, que es un edificio extraño. En el patio de las palmeras, por caso, siempre se escucha cantar a los pájaros. Vaya a saberse cómo sobreviven y se inspiran en ese microclima de smog, en un enclave dentro del cemento, a metros de la city ruidosa e insalubre.
Más mujeres que hombres recorren un caminito establecido. Pasan, tiran un beso, ponen el puño el alto, hacen la “V” con los dedos, se golpean el pecho con el puño, ahí donde los profanos suponemos que está el corazón. Algunos les hablan a las dos, a Cristina y a la Presidenta. Otros, vocean cánticos o consignas. Los jóvenes son los más ruidosos. Hay sincretismo en las consignas, algunas clásicas o hasta arcaicas del peronismo entreveradas con “hasta la victoria, siempre”, por qué no. La más repetida, calcula el cronista en la hora y media que estuvo presente y las muchas más que vio la tele, es “¡fuerza, Cristina!”. El escriba piensa en la tapa de Página/12 de ayer, un prodigio de creatividad de ese tipo talentoso, profundo y tierno que es Daniel Paz. Y se felicita por haber elegido este diario para meterse de lleno en el periodismo, cuando encontró un tope para otras formas de intervención en política.
De vez en cuando se prorrumpe en aplausos, prolongados, de aquellos que uno quiere seguir sosteniendo porque ese sonido, en ese ámbito, dice más que mil palabras.
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El orden es absoluto, las gentes de a pie acatan la básica organización, porque respetan. Ellos entran por una puerta, los invitados especiales por otra. Hay un ingreso para autos, donde irrumpen los de los funcionarios, los de algunos empresarios. Siempre entraron funcionarios a la Rosada, tanto como empresarios. La novedad son las combis de los movimientos sociales y de los organismos de derechos humanos, que gozan de una inédita prioridad: la seguridad los hace pasar primero. Es un dato del kirchnerismo, las Madres, las Abuelas, los movimientos sociales son locales ahí desde hace siete años. Antes “paraban” en la Plaza, clamando en la vereda de enfrente. Los cooptaron, dicen los que nada entienden. Les dieron plata, añaden. En realidad, atendieron sus reclamos, consagraron leyes y también les asignaron módicas partidas del presupuesto. Las ONG gozan de buena fama en el establishment a condición de que no batallen por los pobres, ni por la verdad y la justicia. Eso cambió en esta etapa, entre otras variables.
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Cristina acaricia de vez en cuando el féretro, acomoda la bandera, los pañuelos blancos que le acercaron, algún estandarte. Mira hacia delante, conmueve su economía gestual. Sólo se mueve para besar a Madres o a Hijos, a alguna mujer de pueblo. Tira un beso con las manos, se lleva la mano al corazón.
En su derredor, hombres hechos y derechos no pueden contener la emoción. Carlos Zannini, de ordinario sonriente, se muestra tieso, todo lo lívido que pueda estar un morocho. Agustín Rossi conserva el rostro demudado desde el miércoles. Carlos Tomada está estremecido, con los ojos húmedos.
Oscar Parrilli, una suerte de dueño de casa, va y viene, organizando y recibiendo. Máximo Kirchner también se mueve a veces, ordena algo, le habla y cuida a su madre. Osvaldo Soriano escribió alguna vez que uno llega a ser hombre cuando pierde a su padre, memora el cronista.
Juan Cabandié, hijo recuperado que reencontró a su familia, mira sin ver. El 24 de marzo de 2004, los Kirchner lo invitaron a subir a un escenario histórico, al costado de la ESMA. Comenzó ahí una carrera política, que ahora deberá seguir sin un referente paternal que se le fue de sopetón.
Carlos Kunkel y Jorge Taiana son compañeros de militancia con varios años de cárcel arriba, cuando eran jóvenes y delgados. Ahora, con 30 años más y una corpulencia estimable, se abrazaban en esos pasillos, dando tumbos, llorando como pibes.
Ella, Cristina, no llora.
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El presidente Lula da Silva aborda un avión express, junto a su asesor Marco Aurelio García, cuando faltan menos de tres días para la segunda vuelta de las presidenciales en Brasil. Mucho compromiso es venirse cuando hay tanto en juego.
Lula, un estadista colosal que no deja de ser un hombre de pueblo expresivo, no disimula su congoja. Marco Aurelio se saca las gafas para enjugarse los ojos. El presidente paraguayo Fernando Lugo, enfermo, está ahí. Todos saludan a la Presidenta y abrazan a Cristina. Predicadores autóctonos explican que el líder del PT es sideralmente distinto de los Kirchner y hasta lo usan como modelo. Lula da toda la impresión de pensar distinto. En los gestos, en docenas de discursos, que repitió ayer ya con un pie en el estribo: “O Kirchner era más que un presidente, un compañero”. Lula es un gran orador, no da puntada sin nudo.
Esos presidentes, como el boliviano Evo Morales que también traslucía dolor, no creen exactamente que la Argentina está aislada del mundo, no vaya a creer, lector.
Hugo Chávez habla en el Aeroparque, cita a Bolívar y San Martín, sus gestas y campañas, a Eduardo Mallea y a José Martí. Ya en la capilla ardiente, el presidente bolivariano estrecha a Máximo y a Cristina, a quien besa las dos manos. Lula la abraza. Después lo mima a Lugo, le besa la cabeza rapada.
Son presidentes, son personas, se saben compañeros.
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Mercedes Marcó del Pont y la embajadora en México Patricia Vaca Narvaja sonríen cuando saludan en los pasillos y lloran de modo calmo, sin ocultarse, en la capilla ardiente. Son cristinistas desde antes, desde cuando vivía Néstor Kirchner. Ahora ser cristinista tendrá otro sentido, que deberá construirse, contrarreloj, acaso comenzando antes de que se elabore el duelo. La política no da sosiego ni respiro.
El líder muerto se transmuta en bandera y mito. El de Kirchner ya dice que ofrendó su salud y su vida por su vocación militante. Sus compañeros lo enaltecen, dirigentes radicales adoptan ese discurso. No es el caso del vicepresidente, cuya ansia de figuración lo induce al papelón y a la falta de respeto. Julio Cobos fatiga los canales de cable, emite comunicados, hurta el cuerpo para evitarse una rechifla.
Ricardo Alfonsín y Ernesto Sanz, entre otros, asisten y elogian la militancia, tanto como la tradición nacional y popular. Puede haber cálculo, protocolo, buena onda o cortesía, en cualquier caso estuvieron a la altura de las circunstancias.
Cristina se toma una tregua de minutos, va a una salita aparte. Ve a Leopoldo Moreau, lo abraza y le manda efusivos saludos “para tus hijas, que son militantes”. Moreau discurre con el cronista, a su ver hubo tres dirigentes que hicieron época en la política: Perón, Alfonsín y Kirchner. Ninguno podía parar ni jubilarse.
Cristina, la Presidenta, llegó por un camino signado de dolor y desafíos a tener la oportunidad de disputar un tercer mandato consecutivo para su fuerza política. Yrigoyen, maltrecho, lo logró en el pasado remoto. Perón debió esperar 18 años para su tercera vez. Alfonsín no pudo terminar en regla su primer gobierno. Cristina irá, debe ir, por esa chance. Es muy arduo, no es imposible, aunque la prensa de Papel Prensa la ningunee y la desdeñe.
El cronista se va de la Rosada, junto a una colega que sale en la tele. Una señora sesentona de aspecto sencillo la reconoce, le agradece “lo que están haciendo”. Se llama Matilde, es de Lanús, dice estar contenta porque esperó siete horas en la cola pero “pudo verla”. A ella, a Cristina. No lleva un choripán en la mano, no llegó en un micro a cambio de nada. Fue a verla, le dijo, seguramente, “fuerza Cristina”. Y esa, acaso, será la ciento y única vez que habrá pisado la Rosada en su vida.
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