Lun 08.11.2010

EL PAíS  › OPINIóN

Desde la militancia

› Por Sandra Carlino *

En estas horas estoy tan conmocionada, no sé si porque me está “pegando” la edad, pero no puedo salir de este sentimiento angustiante. Así que me decidí a poner en palabras lo que me pasa. Ser militante parece que lo dice todo, pero lo que no dice qué es eso de vivir cada día de tu vida pensando en lo que pasa en la Argentina. Nadie que no sea un militante lo puede entender. Horas, días, años de reuniones, discusiones, elaborar documentos, buscar frases, pegar, “mimeografiar” (sí, yo soy de la última generación que usa el mimeógrafo...). El militante tiene que aprender tantas cosas para la logística, desde hacer el engrudo hasta organizar los grupos para salir a pintar, pegatinar, elaborar la estrategia, saber cuáles son los paredones.

Cuando Perón murió, yo salía de la infancia, recuerdo la escuela y la llamada del rector al patio (todavía se formaba en las escuelas) y el aviso de la muerte del presidente. El llanto de mis compañeros, yo era una de las pocas niñas que cursaban el industrial. Me sorprendía ver a los chicos de sexto que lloraban como chicas. Luego mi entrada en la UES, el montonerismo, el terror a morir, a ser torturada y violada, mi espantosa adolescencia. El reencuentro con los “fachos”, los primeros de julio en Chacarita, esos compañeros que me hicieron volver al peronismo. Los grupos subterráneos discutiendo qué hacer, la aparición de las Madres, recuerdo la marcha contra la guerra con Chile, qué corrida... menos mal que se puso a llover a cántaros, la marcha a San Cayetano, la huelga de los 25, el pagar un pasaje a una compañera para la llegada del Papa a Brasil, para que llevara nuestro documento sobre lo que estaba pasando en la Argentina. La valentía de algunos compañeros judiciales de empapelar con todos los “hábeas corpus” Tribunales el día que llegaba Amnesty International. La llegada del Papa en medio de la guerra, toda la noche durmiendo sobre la bandera, enarbolarla, la paliza que nos comimos ante todo el mundo. La campaña del “Basta”, el 30 de marzo del ’82, ¿cuántos gases tragué en mi vida? Los cantitos, que me emociona escuchar que todavía se canten. “Somos la gloriosa juventud peronista.”

Cuántas horas perdidas en las discusión por los concursos docentes, si eran por oposición o antecedentes, nadie más que un militante los entiende. Las eternas discusiones en el centro de estudiantes, las elecciones, las chicanas con la Franja o los troskos. Los innumerables domingos que “perdí” por ser fiscal en cuanto acto eleccionario había, las internas, las caminatas con el “circuito” en la mano, no tengo ni idea de la cantidad de gente que he conocido, con la que he conversado acerca de los problemas de la Patria.

Mis amigos, que son los que la militancia me ha dado. Y todo eso mientras transcurría mi vida afectiva, las materias de la facu, el trabajo. También participé en el sindicato, estuve en una huelga de 45 días en Santa Rosa, con la panza de mi hija, y cobrando un décimo de mi sueldo. Y luego, la verdad... que es refregarse con arena el paladar. El triunfo primero en las internas de Menem y lo demás es historia. Mi no entender nada, sentirme “paria” entre los compañeros, ya venís con tus boludeces, sos una “pitufa”.

A pocos meses de fallecida mi hija me vine a Buenos Aires a la marcha contra el indulto. Qué cachetazo. El Pepe (Firmenich) y sus amiguitos prestándose a indultar a los genocidas por “maricones”, por miserables. Y encima acompañando al “estadista” riojano. Sólo un militante sabe lo que significó esa etapa. El sentirse en el aire, sin laburo, viendo claudicar a miles de compañeros por un puestito. Y uno siguió en los movimientos sociales, diciéndose que se metan el “escudito” y la “marcha” por sus sentaderas. El ambientalismo y la mejor de las 20 verdades. “En este país los únicos privilegiados son los niños”, qué pensamiento más trascendental, más ecológico que ése. Pero había empezado por el ser militante. Ese fuego que uno lleva adentro y hace que, una y mil veces, vuelva a intentar armar grupos, grandes, chicos, muy chiquititos. Que lo hace decir y hacer cosas que no son convenientes desde el punto de vista ni profesional, ni de sobrevivencia.

La “patrulla perdida” del 19 por la tarde, buscando a otros para entender qué estaba pasando, la gaseada del 20, las horas sentada en la calle con el culo helado en las asambleas. Cuántas cosas que hice, imposible enumerarlas. Tantas cosas, hasta el grupúsculo que éramos en las reuniones de la calle Alberti preparando una plataforma para un ignoto Néstor Kirchner, a mí me gustaba más ella, ¿no?

Por eso, si hay algo que tengo que agradecer a Néstor, es haberme reconciliado con mi historia personal, no sentir que desperdicié mi vida, que eso que yo sentí e hice toda mi vida no era de neurótica, ni disfrazada sin carnaval, nos reivindicó a todos los militantes, a esas personas que, como yo, no se pueden quedar quietos ante la injusticia, que es, en definitiva, el motor que nos mueve. El de Néstor es el homenaje más puro a los miles, seamos peronistas, radicales, socialistas comunistas, troskos, que insistimos en producir cambios en la realidad.

Por eso el 17 de noviembre (Día de la Militancia) debería ser el símbolo de Néstor, él resume en sí mismo a todos nosotros, hasta el último minuto él fue un militante. Nos reivindica de tanto “chanta”, tanto pichón de burócrata, tanto miserable que a la primera de cambio abandonó todo por un lugarcito en los altares de la mediocridad.

Se fue el mejor de todos nosotros, porque era uno de nosotros.

El es El Eternauta, el héroe colectivo, saliendo a luchar con los Ellos en medio de una nevada venenosa. Porque los Ellos nunca podrán ser Nosotros.

* Bióloga, militante política.

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