EL PAíS › OPINIóN
› Por Noé Jitrik *
Todos los seres humanos, más tarde o más temprano, pierden a sus padres. Salvo que, hay casos, los hijos mueran antes que ellos. Los sentimientos que tal suceso desencadena, por más natural que sea –aunque a veces la naturaleza, en forma de enfermedades, o la sociedad, en forma de atropellos, se apura demasiado y el fantasma de lo prematuro modifica las respuestas– son de diverso tipo; en cuanto a los padres, la muerte genera en los hijos una congoja y un pesar que tiene un signo preciso, la orfandad, la desprotección; en cuanto a los hijos, su muerte ocupa en los padres el lugar de la injusticia, la rabia, la rebeldía contra el destino. Eso cuando los padres han sido amantes y protectores y los hijos amables, prometedores, cuidadosos; no es del todo así si los padres han sido unos desalmados, torturadores, violadores, aprovechadores, reptiles y los hijos perdularios, enfermos del corazón y de la mente, vergüenza de la humanidad.
Esta variante filial no nos interesa, la otra sí. Entonces, cuando un padre muere y la congoja deja paso a eso que se llama la continuidad de la vida empiezan los reacomodamientos; para la viuda todo se suele presentar muy difícil si su papel, en vida del esposo, era secundario, si ignoraba todas las claves del poder doméstico; para los hijos, una pulsión clánica –o sea quién va a convertirse en el jefe y, simbólicamente, proporcionarle a su madre el sustitutivo apoyo que necesita– se desencadena, tiene todo el aspecto de lo indispensable y necesario porque, se teme, la nave –la familia– puede naufragar. Este mapa no es sencillo y no siempre las posiciones que resultan se viven en paz: aunque se siga venerando la memoria del que se fue brotan las rebeldías, la sabiduría del nuevo jefe no es tan sólida como él lo supone, la viuda tiene sus propias ideas e intereses acerca de la mencionada continuidad y, en fin, las narraciones se multiplican, el psicoanálisis no logra arreglarlo todo. Conclusión: la muerte del padre fue, casi siempre, no sólo una desgracia, también una catástrofe para lo que le sigue.
Las sociedades reproducen esta estructura familiar-parental. Por eso se pudo decir de ciertos personajes protagónicos, desde luego después de muertos y pasadas las celebraciones y homenajes, que fueron “padres de la patria”. Abusivamente, porque no siempre quienes la recibieron merecían tal honrosa designación además de que la historia se encargó, más a la larga que a la corta, de poner las cosas en su lugar. Tal vez Julio César pudo ser uno de esos padres o el general De Gaulle o Stalin o Fidel Castro, pero en cuanto a este país no creo que se le haya atribuido tal paternidad a nadie, ni a Sarmiento ni a Yrigoyen y quizá ni siquiera al impoluto San Martín, así como tampoco a Perón, aunque cada uno de ellos algo hizo por el bien del país. Sea como fuere, y más abajo de esta alta paternidad, cuando muere un jefe o un líder hay una irrefrenable tendencia a considerarlo como “padre”, de modo tal que muchos se consideran sus huérfanos, a veces son masas enormes de personas, pero lo que es seguro es que deja al menos no una viuda sino tres y no porque sea polígamo: en primer lugar su consorte que llora su desconsuelo, después de todo es un ser humano, amante y devoto, esposo como cualquier esposo; luego la sociedad, que pierde un guía, un ser de excepción que iluminaba un camino y le daba sentido, librada con su desaparición a reformular su futuro sobre el que un presente desdichado echa sombras y, por fin, su grupo de pertenencia, su partido, un clan en el que irremediablemente alguien intentará, interpretando o no un legado, asumir la vacancia así tenga que emprender una lucha que el extinto jefe había logrado suspender si no neutralizar del todo.
No sería descabellado aplicar este simple esquema de interpretación a lo que acaba de pasar en el país a raíz de la muerte, prematura e inesperada, de Néstor Kirchner. Pero antes, quiero decir que si me autorizo a enfocar la cuestión de este modo es porque multitudes lo lloraron como si hubiera sido un padre orientador, un protector y un dador. No faltan argumentos para comprender ese sentimiento: hizo tales cosas, en el orden de eso que se conoce como política, que levantó la moral de un pueblo acosado por muchos males, permitió recuperar la fe en la vida, estimada en muy poco después del derrumbe de 2001. Contrasta ese estado de ánimo de la gente que estuvo en la Plaza de Mayo velando y acompañando a Cristina con la decepcionada y vehemente proclama del “que se vayan todos”. Pero no por eso se trataría de considerarlo “Padre de la Patria”; en cambio, estoy seguro de que merece ser llamado “Padre de la situación”, en el sentido de que reconoció lo que había y lo que faltaba, lo interpretó y le dio una forma en las iniciativas que tomó y que ofendieron tanto a quienes no le concedieron no ya ningún mérito sino ni siquiera su ser mismo, como si no hubiera existido o no mereciera haber existido.
En cuanto a las viudas, me parece difícil, por comenzar con la primera, que la suya personal, Cristina Fernández, renuncie a ser lo que ya fue en vida de su marido y acepte que algún metafórico hijo quiera reemplazarlo y ordenarle la existencia, o sea, puesto que se trata de instituciones y de gobierno, que alguien sueñe con querer doblegar su voluntad. Es cierto que el lugar común según el cual las mujeres no piensan, hablan por hablar y cuando opinan dicen lo que sus maridos les hacen decir, es el aparato discursivo que a muchos les impide ver que de ninguna manera es el caso; tanto se dejan llevar por esa estúpida generalización que no advierten que desde un comienzo y permanentemente ella dio pruebas de su autonomía y originalidad y que si tomó decisiones complejas enfrentando intereses mayúsculos lo hizo según una estrategia que no podía haberle sido soplada en el oído sino concebida y ejecutada con plena conciencia y una madurez discursiva poco común. Como viuda, por lo tanto, no es una viuda corriente de modo que se puede esperar de ella, tal como en mi opinión lo ha hecho, una sagaz lectura de la realidad y la consecuente toma de decisiones.
Para la segunda viuda, la sociedad, lo que sigue es diferente: es posible que más que veneraciones y condolencias en torno del jefe caído –los homenajes pueden venir y ya se están preparando, muchísimos sinceros, otros matizadamente hipócritas–, en su motivación central, o sea la perduración y el mejoramiento, esté atenta a lo que se le puede ofrecer de ahora en adelante, habida cuenta de que mucho se le ofreció hasta ahora. Lo propio de una sociedad es la insatisfacción y a darle alimento se encamina todo. Pero lo que la sociedad no podrá evitar es lo que ya ha sido realizado y que no tiene vuelta atrás. Dicho de una manera cruda, no es fácil que alguien (salvo la furia llamada Pando o las paquidérmicas señoras que fatigan las confiterías de la Avenida Santa Fe) se atreva a poner el retrato de Videla donde antes descansaba, parece muy lejana la posibilidad de rehacer la Corte Suprema, volver a las jubilaciones privadas no tiene ningún sentido para quienes están garantizados por el sistema estatal y así siguiendo. Puedo conjeturar que algunos, por ortodoxas razones y, sobre todo por estar muy contentos con la propia imagen, considerarán que todo lo que se logró no se le debe al jefe fallecido sino a las luchas populares: ése es otro modo de entender lo que fue un jefe como Kirchner que, tal como lo veo, fue un intérprete muy perspicaz de lo que se movía en las profundidades de esa misma sociedad y que actuó con una eficacia muy grande en circunstancias limitadas que para otros ofrecían un imposible. Ni falta que hace enumerar lo que no hizo ni lo que falta hacer para que la sociedad sea perfecta.
En cuanto a la tercera, la viuda llamado “partido”, empecemos por excluir a los que no se sintieron nunca hijos ni lamentaron demasiado la desaparición del líder, salvo las naturales muestras de cortesía: ahora que la pareja ya no existe deben estar algo desconcertados porque un argumento que logró entrar en las subconciencias de las mencionadas paquidérmicas deberá ser reemplazado por otro, lo cual no será tarea fácil: ya no podrán decir que lo que haga Cristina habrá sido soplado en su oído por Kirchner, pero qué dirán. En vida de Kirchner inventaron un fetiche diabólico y lo atacaron, sin mucho éxito por cierto: ¿la inventarán también a Cristina de ahora en adelante que hasta el miércoles de la semana pasada era sólo un objeto de menosprecio? Pero volviendo al campo de los presuntos hijos, si bien gran parte de los que sintieron la muerte de Kirchner no formaban parte de tal núcleo, los pretendidamente legítimos herederos deben haber sentido en el primer momento la penosa sensación de la orfandad; a esta altura y a medida que pasen los días creo que ese sentimiento empezará a atenuarse y poco a poco dichos herederos se sentirán maduros para enfrentarse antes que nada con su destino, político y personal. Será cuestión de observar los cambios de discurso, de los conmovidos y/o compungidos a los realistas, va a ser apasionante observar ese fenómeno.
* Escritor y crítico literario.
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