Mar 09.11.2010

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El amor vence

› Por José Pablo Feinmann

Hizo pintar –en paredes de Mar del Plata, por ejemplo– leyendas de un cinismo memorable: Ganar la paz, decía una. La otra era peor: El amor vence. Galimberti, que lo conocía bien, decía: “Cuando Massera quiere hablar con alguien, lo secuestra”. Desde la picana pensaba llegar al poder absoluto. Tenía pinta y sonrisa como para imaginarse un nuevo Perón. Era un megalómano delirante. Durante el Juicio a las Juntas, desafiante, dijo a la audiencia, a los jueces, a los periodistas, a todos: “A ustedes les queda la crónica, a mí la Historia”. Tenía razón. Por desgracia, Massera pertenece a la historia de nuestro país, a su historia más profunda, a su lógica más perversa. Y más todavía. Pertenece, Massera, al gran Museo de Horrores de la Humanidad. Como el genocidio argentino, del que fue uno de sus más señalados protagonistas.

En Los hundidos y los salvados, Primo Levi marca a los asesinos de este país como imitadores de los criminales alemanes. Dice: “Sus imitadores en Argentina y Chile”. Eso fueron Massera y todos los restantes capitostes de la masacre: imitadores de Himmler, de Goering, de Hess, de Eichmann. Tenía razón Massera esa tarde ante el tribunal que lo juzgaba: no tanto en el primer sentido de su afirmación (“A ustedes les queda la crónica”), pero sí en el segundo: “A mí la Historia”. Sí, le queda la Historia. Ingresó, con pleno derecho, a la historias de las grandes masacres del siglo XX. Y del lado de los masacradores.

Pero hay algo más en el Almirante: a la masacre le añade la crueldad. La ESMA –de la que era jefe absoluto, amo y señor de la vida y de la muerte–- era un campo de concentración y exterminio. Pero, al ser un campo de recabamiento de información, era un campo de torturas. La tortura le fue más esencial a la ESMA que a Auschwitz. El detenido que ingresaba en Auschwitz, el que cruzaba ese portón en que había un cartel que decía El trabajo os hará libres, iba, sin duda, a morir, tarde o temprano habría de morir, pero muchos no fueron torturados, porque Auschwitz no era un centro de acumulación de información. La información, su búsqueda, su urgente necesidad de posesión para atrapar a los otros, a los ligados al detenido antes de que pudieran escapar, era propia de la ESMA. La ESMA era, en primera instancia, un centro de búsqueda de información, es decir, un centro de torturas. Además, la tortura era parte de un esquema prefijado que se proponía quebrar al detenido. Y era tan terrible que muchos, luego de pasar por ella, preferían morir antes que volver. Fue, como Drácula, un empalador. Llenó de cadáveres el Río de la Plata. Gritó (junto a Videla y Agosti y todos los enfervorizados hinchas que desbordaban el estadio de River Plate) los goles de la Selección Argentina, los goles de Kempes, el matador. Con cada gol argentino, más poder para Massera. Más poder para que secuestrara, torturara, violara, prohibiera, le dijera al mundo que éste era el país de las maravillas y que, aquí, se vivía en medio de la alegría y el respeto por los derechos humanos.

Que ahora se muera no sirve para nada. Todos, alguna vez, nos vamos a morir. Massera ya hizo en nuestra historia todo el daño que podía hacer. Lo pidió un pueblo que quería orden y él le dio ese orden. Una de las primeras publicidades televisivas de la Junta decía: Orden, orden, orden, cuando hay orden el país se construye de arriba abajo. En esa búsqueda de orden, siempre exigida por los argentinos, hay que encontrar la explicación de la existencia de monstruos como Massera. Si alguien, hoy, le desea el Infierno, se equivoca. Si Massera va al Infierno lo van a recibir como a un héroe. Al cabo, él es uno de sus creadores. El creador de una de las figuras más perfectas del Infierno, la ESMA. ¿Podríamos entonces desearle el Cielo, ese lugar donde un Dios justo le señalaría sus culpas? Ocurre, sin embargo, que el Cielo y ese Dios justo no existen. ¿Cómo habrían de existir si existió Massera?

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