EL PAíS › OPINIóN
› Por Ricardo Forster
1 La actualidad argentina tiene la marca de lo excepcional y, claro, de lo no previsible. Como un viento huracanado que se lleva todo por delante, algo de lo no esperado se abrió paso en mayo de 2003 y cristalizó alrededor de la figura, anómala y desconocida para la mayor parte de la sociedad, de un hombre alto y desgarbado, gracioso e informal, extrañamente memorioso de lo que muchos ya querían archivar y olvidar, venido del sur patagónico. Decir que somos contemporáneos de una anomalía no supone, como algunos creen, desconocer las fuerzas, muchas veces ocultas o subterráneas, de la historia ni caer en una suerte de providencialismo. Significa algo más sencillo pero no por eso menos enigmático: reconocer los momentos de ruptura o de inflexión que desplazan las fuerzas inerciales y dominantes en esa historia que aparecía como repetitiva e inexpugnable, para asumir que algo distinto, quizás imprevisto y no escrito en ninguna causalidad ni en ninguna garantía histórica, se hace presente y hace saltar los goznes de esas continuidades asfixiantes que, la mayoría de las veces, suelen ser la expresión de un discurso del fin de la historia y de la muerte de las ideologías que, claro, terminan por afirmar el modelo de la dominación proyectándolo hacia una eternidad inexorable.
Momentos excepcionales en los que la continuidad se quiebra en mil pedazos y surge lo no previsto, que recoge fuerzas y experiencias preexistentes pero que, fundamentalmente, les da una nueva dimensión, incorporándolas a un giro de la historia que acaba por englobar y por trascender a esas fuerzas, a veces –incluso– contra la dinámica que las constituyó. Esas circunstancias se presentan muy de vez en cuando y la mayoría de las veces acaban en frustración o en resignada aceptación de la imposibilidad de torcer las fuerzas inerciales del sistema. Alfonsín, que llegó en un momento clave de la historia argentina, que tuvo el apoyo popular para avanzar hacia otro proyecto de país, supo del poderío de las corporaciones económicas y también supo de la resignación que, como una maldición, recorrió los gobiernos democráticos desde Frondizi en adelante.
La profunda desilusión que siguió a la frustración de Semana Santa marcó a una generación de jóvenes que había sentido que algo nuevo se abría después del horror de la dictadura; esa desilusión dejó, entre otras cosas, habilitado el camino de la frivolidad prostibularia del menemismo y de la desactivación de las mejores tradiciones populares. La banalidad, el egoísmo hiperindividualista, el vacío, el cinismo y el desinterés fueron la consecuencia de aquella frustración. Más de una década tardó el país para intentar salir de esa resignación de fin de mundo que envenenó la vida social, cultural y política. Lo inesperadamente abierto el 25 de mayo de 2003 vino a enloquecer ese devenir inercial de una historia decadente y sin salida. Pero también vino a dar cuenta de sonidos roncos que se guardaban por debajo de la superficie y que buscaban su camino hacia la luz del día.
Kirchner, su nombre, vino a catalizar fuerzas visibles y subterráneas de una realidad en estado de intemperie; de un país que zigzagueaba al borde del precipicio y que no terminaba de sustraerse a los designios malditos de la década del noventa y de su tremenda capacidad para destruir tejido social, instituciones, trabajo, vida cultural y tradiciones políticas. Un modelo, el neoliberal, que hundía sus raíces en la noche dictatorial, y que pareció quebrarse en las jornadas de diciembre de 2001, cuando una extraña y anómala rebelión que cruzó distintas expectativas sociales hizo saltar por los aires no sólo el gobierno de la Alianza con De la Rúa a la cabeza, sino prácticamente a las estructuras institucionales y políticas del país. Una sociedad que quedó girando en el vacío, que vio de qué manera se sucedían en el término de unos pocos días cinco presidentes mientras las heridas brutales dejadas por el menemismo se mostraban con toda su crudeza. Un país desfondado material, social y moralmente que no sabía qué sucedería al girar la esquina de los acontecimientos y que seguía atrapado entre las protestas de los más débiles y las diversas y asesinas acciones represivas que culminarían en los asesinatos del puente Avellaneda, que acabarían por apurar la salida de Duhalde del gobierno y habilitando, de forma inesperada, la llegada de Néstor Kirchner una vez que el riojano impresentable desistió del ballottage en un último intento por deslegitimar al santacruceño. Muy de vez en cuando la taba cae del lado bueno y eso sucedió cuando muy pocos lo esperaban. Gran parte de la sociedad no sólo no lo esperaba ni lo conocía, sino que de haber sabido lo que pensaba ese flaco desgarbado hubiera salido huyendo de pánico, atemorizada, como otras veces, de su propia sombra y de su cualunquismo de clase media despolitizada, como solía denominarla Nicolás Casullo.
Pero la anomalía que significó la llegada de Kirchner debe ser inscripta también en una época, la de principios de siglo, muy poco dispuesta para aceptar y procesar aquello que traía en su mochila alguien que insistía con reconstruir los puentes rotos entre la generación del setenta y una actualidad que había atravesado la hegemonía neoliberal, la caída del modelo socialista, la crisis de las tradiciones nacionalpopulares junto con el “olvido” del legado de Marx y de las izquierdas en general. Un tiempo termidoriano que había dejado a nuestras espaldas las grandes ideas de una modernidad en estado de disolución, ideas arrojadas al tacho de los desperdicios o convertidas en objeto de estudio sin relevancia en las encrucijadas del presente, materia prima de historiadores y de arqueólogos de objetos en desuso. Kirchner, su nombre, al igual que otros procesos contemporáneos que se abrieron en Sudamérica, produjo un asalto anacrónico a la fortaleza del “fin de la historia” y a las resignaciones de una posmodernidad entre banal y despolitizada. Su irrupción debe ser leída en el interior de la ruptura de esa linealidad recurrente y repetitiva que venía asolando toda esperanza en un cambio del decurso de la historia. No nació de un repollo ni careció de antecedentes; simplemente enloqueció lo esperado abriendo las compuertas de otro tiempo de la vida nacional a contrapelo de la tendencia mundial dominante.
2 El nombre de Kirchner vino a romper esa continuidad malsana, vino a desequilibrar la marcha regular hacia la barbarie de un modelo económico-político que, desde hace mucho tiempo, no sólo venía ejerciendo su poderío sobre la vida material de los desposeídos sino, también, había logrado capturar los núcleos más profundos y decisivos de la vida cultural apuntalando, de ese modo, sus propios intereses, transformándolos en los únicos visibles de cara a una sociedad que se mostraba como vaciada de sí misma y demudada. Kirchner, su nombre, interrumpió esa marcha triunfal de los poderosos de siempre. Logró, de manera inesperada, desviar el curso decadente de una sociedad que desde hacía mucho tiempo había perdido la brújula. Lula lo dijo con una frase sencilla, directa y justa: les devolvió la autoestima a los argentinos.
Algunos actos simbólicamente decisivos le dieron encarnadura a un gobierno que nacía de la noche argentina, de una noche que arrastraba nuestros peores fantasmas y que parecía proyectarse hacia una perpetuación insoportable. Kirchner comprendió que para comenzar a “curar” las profundas heridas que atravesaban el cuerpo social hacía falta entrelazar acciones reparadoras en el sentido económico-material (la primera fue recuperar trabajo y reducir los índices de pobreza y de indigencia, que eran los más oprobiosos y brutales de la historia) con otras acciones que rearticularan un discurso y una conciencia que habían sufrido los duros embates de la derrota, la desilusión y la invisibilización; comprendió, porque lo llevaba dentro suyo, el papel fundamental de rediseñar enteramente la política de derechos humanos haciéndolo, al comienzo, a través de un gesto descomunal en su valor simbólico-reparador: ordenarle al jefe del Ejército que descolgase los cuadros de Videla y de Bignone.
Ese acto, que algunos intelectuales progresistas caracterizaron como sobreactuado e impostado, implicó un quiebre fenomenal que se acopló con la construcción de una nueva Corte Suprema de Justicia y con el avance decidido hacia el enjuiciamiento de los genocidas. Los movimientos de derechos humanos supieron, casi desde un principio, valorar en su extraordinaria dimensión lo abierto por esas reparaciones simbólicas e institucionales desarrolladas por un Kirchner que se atrevió a derogar las leyes de la impunidad. El aire fresco que recorrió la vida nacional a partir de esas acciones tuvo mucho que ver con la refundación de un mundo democrático envilecido por años de vaciamiento, impudicia y complicidad con lo peor de nuestra historia. A veces un gesto viene a romper la monotonía de la repetición, abriendo horizontes que permanecían enturbiados. Esa orden no sólo habilitaba el camino de la reparación y de la justicia, no sólo les devolvía encarnadura a las víctimas del terrorismo de Estado, sino que también producía un hecho inédito: afirmaba la supremacía del poder político democrático, por primera vez en décadas, respecto, en este caso, del poder militar. Simbólicamente vino a remover la lápida que pesaba sobre una democracia que se había mostrado, hasta ese día, débil y resignada. Entre las grietas de esa resignación histórica se metieron, siempre, los poderes corporativos para limitar y chantajear a los sucesivos gobiernos. Primero Néstor Kirchner y luego Cristina Fernández produjeron una inflexión histórica, entramando legitimidad y soberanía como atributos siempre extraviados de la democracia argentina. Algunos antiguos progresistas que forjaron sus argumentos políticos en los años noventa no supieron o no quisieron comprender la hondísima significación de esos gestos y comenzaron a utilizar, como caballito de batalla que se prolongó hasta la muerte de Kirchner, la impresentable argumentación de la “impostura”. Cientos de miles de argentinos y argentinas humildes, más miles y miles de jóvenes y de otros actores sociales mostraron, en los días inolvidables y tristes de finales de octubre, la impudicia de transformar el giro histórico que Kirchner gestó inesperadamente en nuestro país en un relato de ficción, en una suerte de pura impostura. Las multitudes, el pueblo que regresa del ostracismo, quebraron en mil pedazos esa argumentación.
Kirchner, su nombre, habilitó el regreso, bajo nuevas condiciones, de lenguajes emancipatorios extraviados entre las derrotas y los errores; hizo posible una lectura en espejo de otras circunstancias históricas al mismo tiempo que nos desafió a que encontráramos las palabras que pudieran nombrar lo que permanecía sin nombre de este giro de la historia. Un desafío que nada tiene que ver con la melancolía de un retorno a antiguos paradigmas, pero que tampoco cree en la tierra arrasada ni en la absoluta novedad que nace de sí misma, sino que vuelve a reencontrar los mil hilos de una memoria desgarrada entretejidos, ahora, con los lenguajes que buscan, de diversos modos, nombrar lo inédito de una actualidad sorprendente y conmovedora de tradiciones anquilosadas. Algo de todo esto se vio en la Plaza del adiós y del juramento, de la tristeza y de la nueva conjura portada por una generación que busca producir su propio tiempo con sus palabras y sus experiencias, pero sabiendo de antiguas deudas que se cuelan con las nuevas demandas. Tal vez algo de todo esto, que quedará por seguir vislumbrando, sea lo que hoy nombramos bajo el nombre de kirchnerismo. Un nombre que sabe de la memoria del peronismo, que conoce de sus laberínticos zigzagueos, de sus vaciamientos, de sus límites y de su potencia reencontrada bajo ese giro impensado y tan difícil de encasillar y de comprender para aquellos que se habían instalado cómodamente en el fin de la historia y en la retórica de la resignación. Allí, en esa extraordinaria encrucijada, alguien, una figura extraña que vino del sur patagónico, escribió para siempre su nombre en la memoria popular.
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