Lun 15.11.2010

EL PAíS

Política y sentimiento popular

› Por Diego Tatián *

La singularidad del presente momento social y emocional de los argentinos –cuya revelación se produce a la vez lenta y vertiginosamente, según una temporalidad compleja– atesora las mejores experiencias de nuestra historia política reciente y, al mismo tiempo, significa una novedad absoluta respecto de todas ellas. La clave que permite su designación puede resumirse en un sintagma simple: institución de derechos.

Presupone sin duda la marca social dejada en la conciencia popular argentina por el peronismo histórico, pero va más allá de él. La intensa tarea de gobierno que tiene lugar desde la presidencia de Néstor Kirchner hace propia la sensibilidad por los excluidos, los invisibles y los despreciados del relato ideológico que las clases dominantes busca imponer como hegemonía de un léxico y un sentido común. Pero ese legado sensible ha encontrado otras palabras y otro curso; no habla ya de “descamisados”, “cabecitas negras” o “humildes”, abjura de cualquier retórica paternalista y plantea una exigencia extrema a la ciudadanía argentina, nunca antes tan alejada de su reducción a pura infancia política.

La potencia social del kirchnerismo, y ahora en particular de Cristina, debe mucho a la manera de concebir la acción pública: no en tanto concesión o dádiva a quienes, fijados en la pasividad, se considera merecedores de un trabajo en su nombre, para ellos pero sin ellos, sino más bien acción en tanto restitución, intervención del Estado para hacer visible un despojo y crear las condiciones de irrupción de muchas subjetividades activas, colmadas de nuevos deseos, capaces de ser capaces. La múltiple y osada acción pública de gobierno se vertebra en algo simple: reconocer derechos. El corazón profundo de lo que actualmente hay en obra remite, en efecto, a una política del reconocimiento en sentido fuerte, sustantivo complejo que encierra muchísimas acepciones, pero que ante todo significa ver o detectar lo que antes no se veía, advertir lo que no era claro, y también instituir con el lenguaje y con la ley lo que hasta entonces sólo existía de hecho, carente de toda institución, para inscribirlo en el orden de un discurso y un régimen de signos.

Cristina no habla de “mis cabecitas” –el tiempo es otro–, sino que produce siempre un enunciado político exigente, insistente, confiado en la inteligencia pública; reclama una subjetividad popular de alta conciencia y se dirige a una ciudadanía jamás menospreciada para recordarle que los derechos no se mendigan, simplemente se ejercen y jamás existen fuera de esa práctica efectiva.

En ese marco, lo que Cristina ha hecho y está haciendo con el pueblo argentino presupone muchas experiencias anteriores pero no se reduce a ninguna de ellas. El “con” de la frase anterior debe ser tomado como un conjuntivo estricto, no como si ese colectivo fuese un objeto con el que alguien, desde arriba, desde fuera, hace algo; más bien el “con” quiere significar aquí “junto a”. La potencia social que libera y expresa Cristina cada vez que toma la palabra presupone y trasunta algo muy importante: su inspiración política fundamental no es la de hacer algo por otros sino con otros.

La sensibilidad popular que irrumpió en la plaza pública argentina el miércoles 27 de octubre y dura hasta hoy instaló una enorme fuerza colectiva donde podría haber quedado sólo vacío, aunque no traduce necesariamente un poder popular; su construcción a partir de ella es un desafío por venir, indispensable para consumar las trasformaciones en curso. Pero lo que allí sucedió y aún sucede impide seguir pensando y viviendo socialmente como si no hubiera ocurrido, y sin dudas delata una inspiración y una “sapiencia” emocionada en lo más profundo del pueblo argentino. Se trata de una devolución multitudinaria de veracidad extrema, el reconocimiento a un hombre que puso en marcha con toda su pasión una política del reconocimiento.

El desencadenamiento de derechos que esa política activa no encuentra límites, tiende a su incremento y abre la posibilidad más elevada para vivir juntos. Cuando ello ocurre –y ha comenzado a ocurrir– se accede a un terreno del que ya nunca se debería salir. Lo que no significa que se ha llegado a ningún lado, sino que todo lo mucho que aún falta se realiza en esa dirección. Acaso ese camino interminable a transitar arrastra consigo una extraña síntesis de la experiencia política de los años ’70 con lo obtenido por la conciencia democrática argentina en los años ’80. Una prueba de ello es la reciente ley de matrimonio igualitario, que a mi juicio difícilmente hubiera logrado prosperar sin las marcas nobles –no fueron las únicas– que el alfonsinismo supo en su momento imprimir en la sociedad argentina.

El deseo de igualdad de todas las personas que habitan un lugar, autoconcebidas a su vez como sujetos portadores de derechos –incluso de derechos que aún no han sido inventados– es lo más alto a lo que un colectivo humano puede aspirar. Esa torsión ya se ha producido, aunque nada garantiza su perpetuación; de ahora en más queda la aventura común –no exenta de conflicto– de seguir llenándola de contenido. Eso nunca lo hace un gobierno. Lo hace siempre una ciudadanía, expresada por un gobierno.

La calidad institucional que deriva de una población cargada de derechos que desea más derechos y se percibe capaz de afrontar con política las reacciones de los poderosos, cuyos privilegios se ven afectados por ello, es una oportunidad de justicia que la historia otorga cada tanto los pueblos. Para no malograrla, resulta necesario ese “realismo con rostro humano” del que hablaba Bobbio, que adjunta siempre al conflicto, asumido como inextinguible, la pregunta acerca de cómo vivir y convivir en él. Es esa la sapiencia del militante. Requiere un ininterrumpido y paciente trabajo de la opinión y de la acción.

Esa sabiduría pública, cuya magnitud era insospechada hasta el 27 de octubre, tiene hoy una tarea principal: rodear a Cristina, para continuar con ella el cometido de hacer un país más justo en el que las personas, de aquí o de cualquier lugar del mundo, quieran vivir su vida.

* Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba.

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