Lun 15.11.2010

EL PAíS

Cuando resucitaron zurdos y progres

› Por Héctor Valle *

La opinión que recientemente emitió Beatriz Sarlo a propósito de la muerte de Néstor Kirchner (“La vida a cara o ceca”, publicado en La Nación) es valiosa por muchas razones pero, en particular, a la hora de entender la adhesión que el ex presidente despertó en un tramo social que históricamente estuvo lejos del peronismo. Se trata de ese variopinto conglomerado que integran muchos de los que genéricamente se definen como “progresistas”, sumados a una variada gama de veteranos que alguna vez militaron en las distintas capillas de la izquierda. A la hora de superar el duelo, a esta gente se la ve fuerte en sus ideas de toda la vida y convencidos en que, a partir de esta dramática coyuntura histórica, se puede avanzar más todavía en la construcción de un modelo, que alguien definió como “neo desarrollista con inclusión social”. Esta realidad no parece haber sido todavía tomada demasiado en cuenta por quienes analizan el devenir político. Y ello valora todavía más el aporte de Sarlo.

Pero no sólo se trata de aquellos que, con distinto grado de militancia siempre se han involucrado en la cuestión política, o de los jóvenes que masivamente se vienen acercando a la misma y las tantas señoras de la clase media que jamás soñaron llorar por la muerte de un líder peronista ni en terminar identificándose con Cristina. Es además llamativa la adhesión que ha despertado el kirchnerismo en una notable suma de actores culturales.

Dicho con todo respeto y salvando las distancias, quizá para encontrar antecedentes de este último fenómeno debemos remontarnos a lo que ocurrió durante la Guerra Civil española, que tuvo el masivo apoyo de tantos escritores, gente de teatro y artistas plásticos que abrazaron la causa republicana. Otro tanto aconteció con quienes adhirieron fervorosamente a la épica de la Revolución Cubana. Me dirán que se trató de circunstancias con alcances internacionales y dotadas de infinitamente mayor trascendencia política y social, nada que ver con nuestra actualidad. Es verdad, pero convengamos que se trata de otra novedosa experiencia de cabotaje que no es irrelevante y cuenta con escasos precedentes en la Argentina.

Eran otros tiempos y otras las circunstancias, por cierto, pero no recuerdo un período político en este país (salvo en la primavera alfonsinista) donde tantos personajes del mundo cultural se incorporaran con tanto fervor a un proyecto de gobierno. Su actitud es más valiosa si se advierte que se movilizan en contra de las señales permanentemente negativas que emiten los medios hegemónicos. Por cierto tal no es el caso de Beatriz Sarlo y, precisamente por ello, su valioso aporte analítico viene con el valor agregado que supone emitirlo desde un punto de vista que ha sido muy coherente y siempre desde el extremo más crítico a la gestión kirchnerista y a su estilo.

Es cierto, para muchos comprobar, no sólo cuánta vigencia aún tenían las viejas aspiraciones políticas en las cuales militaron durante casi toda la vida –y que vieron pulverizarse por los 30 largos años del neoliberalismo–, sino también (y resulta más valioso) advertir el grado en que pese a todo esas viejas utopías podían ser puestas en marcha, constituyó una tan agradable como estimulante sorpresa. Veníamos de un largo destierro interior, transitando cada vez más agotados esa difícil época donde los políticos que el pueblo había votado para gobernar se sometían absolutamente a los dictados de aquellos poderosos ministros de Economía, los que sólo habían sido votados por el poder establecido.

En realidad, la mayoría de los militantes del campo popular envejecieron sin abandonar el ejercicio de sus convicciones. Y siempre lo hicieron a la intemperie: reclamaron justicia para las víctimas de la dictadura, propusieron alternativas a la economía neoliberal, pugnaron por una ruptura con el FMI, clamaron por la recuperación del dinero apropiado por las AFJP, proyectaron en el Frenapo una remuneración por hijo de hogar pobre, entre otras batallas que fueron ignoradas por el poder de turno, no sin un tonito sobrador.

Repentinamente, a partir de 2003 esas ilusiones que se insinuaban en el discurso del flamante presidente se empezaron a materializar. Sarlo advierte con agudeza que éste no fue un tema menor, y no sólo para la dorada juventud de los ‘70 sino también para aquellos muchos que sobrevivimos de frustraciones anteriores. Seamos realistas, la mayoría ya jugábamos tiempo de descuento, y parecía sólo restarnos esperar el final de nuestra vida instalados en el papel de meros espectadores frente al desfile de nuevas frustraciones; resignados como artefacto obsoletos, virtuales estorbos sin espacio en la hegemónica posmodernidad.

Un símil deportivo

Probablemente para entender mejor las cosas, vale la pena buscar similitudes en las vivencias cotidianas del pueblo y hacer el ejercicio de asimilarlas, en el análisis, con la renovada pasión que despierta el kirchnerismo entre muchos veteranos de la política –por ejemplo aquellos que alguna vez se ilusionaron con la izquierda y no se privaron de las previsibles decepciones que les deparó el bochorno del Frepaso–, así como entre esas gentes de la cultura y los tantos jóvenes ahora dispuestos a intentar una nueva épica.

Quiero permitirme practicar una osadía. Por ejemplo, si rastreamos en el folklore del fútbol, la mayor pasión de los argentinos, encontraremos en alguno de sus dramas similitudes conmovedoras con el devenir de los progres que hoy pintan canas. Espero que la estimada intelectual, cuya interpretación me he atrevido a tomar como punto de referencia para esta nota, no se moleste, pero cualquier fanático, más en el caso de quienes somos hinchas de un club chico, hemos experimentado en nuestra existencia sentimientos, con más derrotas que victorias, que guardan muchas similitudes con nuestras vivencias cotidianas en otros planos, como el de la lucha política.

Probemos con un ejemplo. Imaginemos uno de esos clubes que transitan la mayoría de su existencia en los duros campeonatos del ascenso, siempre acompañado de sus incondicionales simpatizantes de toda la vida, “la parcialidad” que le dicen. Se trata de individuos tan acostumbrados a derrotas y frustraciones que, en el caso de los más veteranos, ya poca ilusión les queda de alguna vez volver a ver su equipo jugando en Primera. Este ejemplo sería asimilable, en este ejercicio, al destino de los insobornables veteranos progresistas de nuestro país.

Así las cosas, transcurre un año más y, nuevamente, el equipo viene en franca decadencia. Esa tarde le toca jugar de visitante, por ejemplo, en una cancha “difícil” como siempre fueron la de Chacarita, Chicago o el Deportivo Morón. Van 30 minutos del segundo tiempo y se pierde uno a cero, en conclusión “otra vez sopa”. El rival domina a voluntad, no les dieron un penal clarito y ya nos metieron dos pelotas en los palos. A los nuestros les cuesta pasar el medio de la cancha. Se trata del panorama ya convertido en habitual durante los últimos tiempos.

Casi burocráticamente, el DT mete dos cambios, los mismos que siempre hace a esta altura del partido. Entra un 9 veterano, grandote y ya medio pelado, que llegó con el pase libre desde Cipolletti; el hombre porta una pancita que confirma las versiones acerca de su adhesión al vino tinto. Lo acompaña un pibe bajito y medio chueco, de esos zurditos habilidosos que siempre parecen tener destino de crack pero inevitablemente terminan errando goles imposibles y fastidiando a la hinchada. Los cambios no despiertan mayor entusiasmo en la barra visitante y los hechos inmediatos les dan la razón. El equipo “sigue sin aparecer”.

Para complicarlo todo, en el minuto 40, luego de una sucesión de rebotes, llega el segundo gol local y nos expulsan al arquero por protestar. Estamos liquidados y, ganados por la tristeza, empezamos a bajar lentamente los escalones de la tribuna, como en la escala que desciende a los infiernos. Pero justo en ese momento, aprovechando una actitud sobradora del seis contrario que bartolea una pelota fácil, nuestro veterano recién ingresado, tropezando mete un gol empujándola con la panza.

Nos quedamos aferrados al alambrado con una renovada ilusión de, por lo menos, llegar al empate. Se trata de una quimera que a cada instante parece apagarse, porque el poco tiempo que resta se consume rápido. Ya estamos en el minuto 45 cuando el chiquilín pesca un desprolijo rebote de nuestra defensa y se manda, gambeteando rivales desde la banderita del corner por la raya del fondo; y cuando desesperado le sale el arquero rival se la pica por arriba de la cabeza: golazo. Junto al alambrado de los visitantes se desata la locura. Ahora toca defender el empate porque falta el descuento.

El empate es negocio y nuestro DT prepara otro cambio para ganar tiempo y reforzar la defensa. Pero no, en ese mismo momento el nueve cultor del vino tinto se tiene fe y, ya pasado el tercer minuto de descuento, desde 30 metros saca un patadón de caballo que se le cuela en el palo izquierdo al paralizado arquero rival.

Y ahí sí, se desata la locura, nos colgamos del alambrado como si fuéramos pibes, cada cual se abraza con cualquiera, no falta a quien le viene un dolor raro en el pecho, hay lágrimas y sonrisas. Se termina la cuestión con los habituales cortes de manga a los contrarios sumado al ofensivo gritarles “hijos nuestros” y salimos presurosos para evitar una lluvia de piedras. No importa, la ilusión revivió en las peores circunstancias, provocando demostraciones que difícilmente ocurran en el Bernabeu o en el estadio del Arsenal inglés. ¿Existe algo más parecido a las pasiones, ilusiones y frustraciones del mundo real que las imprevisibles de un partido de fútbol?

¿Alguien, en 2002, esperaba que nos salváramos del descenso y que, a poco de andar recuperáramos la ilusión del campeonato?

* Economista. Presidente del Fondo Nacional de las Artes. Presidente de la Fundación de Investigaciones para el Desarrollo (FIDE).

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