EL PAíS › EN EL JUICIO A PATTI, AYER SE PRESENTó A UN QUINTO ACUSADO
Martín “El Toro” Rodríguez, uno de los interrogadores del centro clandestino de Campo de Mayo, está acusado de matar al ex diputado Diego Muniz Barreto y de torturar a su secretario, Juan José Fernández. Hasta febrero fue profesor universitario en Salta.
› Por Alejandra Dandan
Hasta febrero, Martín “El Toro” Rodríguez era docente en la provincia de Salta, donde llegó a dirigir la carrera de Relaciones Internacionales de la Universidad Católica local. Ayer se convirtió en el quinto acusado del juicio a Luis Abelardo Patti por crímenes cometidos durante la dictadura: era ladrón, patotero, interrogador y represor de gatillo fácil en el centro clandestino de Campo de Mayo. Llegó a Buenos Aires la semana pasada, encerrado en un camión celular en el que viajó durante dos días por tierra. “¡Pero no la pasó tan mal! –advirtió buenamente la hija de una de sus víctimas, puertas afuera del auditorio de José León Suárez, donde iba a comenzar una nueva audiencia–. ¡Por lo menos no viajó atado en un baúl ni lo tiraron al río!”
Con el ingreso del capitán retirado y experto interrogador se inició en el auditorio Hugo del Carril la tercera y última etapa del juicio oral a Patti, el ex comisario de Escobar Fernando Mene-ghini, Reynaldo Bignone y Omar Riveros. Rodríguez se sentó al lado de Meneghini, el único presente en los debates. Patti volvió a estar ausente, pese a que el Tribunal Oral Federal de San Martín encabezado por la vehemente Lucila Larrandart desestimó su pedido de ausentarse por razones de salud (ver aparte).
En la audiencia, se leyeron las acusaciones de la fiscalía y de las querellas en contra de Rodríguez, a quien se considera autor penalmente responsable de tormentos agravados al ex diputado Diego Muniz Barreto y a su secretario privado, Juan José Fernández. Autor de robo agravado en el caso de Fernández, de homicidio calificado por alevosía en el caso de Muniz Barreto y de tentativa de homicidio con alevosía por Fernández.
Argentino, casado, El Toro Rodríguez nació el 14 de marzo de 1946 en Posadas. Estuvo en la Escuela General Lemos y en 1977 en la División de Inteligencia dependiente del Comando de Institutos Militares con asiento en Campo de Mayo. Allí es donde –compiló la acusación de la Secretaría de Derechos Humanos de Nación– tomaba decisiones sobre las víctimas, obtenía información a través de la tortura, con funciones que incluyeron la inteligencia, contrainteligencia, tormentos y operaciones económicas.
Diego Muniz Barreto fue secuestrado el 16 de febrero de 1977, alrededor de las 18, en una carnicería de Escobar, a unas seis cuadras de la comisaría. Con él, secuestraron a su secretario, Juan José Fernández. Uno de los datos de la causa indica que el secuestro lo hizo el propio Patti. La fiscalía y cada una de las querellas reconstruyeron lo que les sucedió de ahí en adelante: a ambos los obligaron a subir al Fiat 128 de Fernández, los llevaron a la comisaría de Escobar escoltados por un Mercedes Benz bordó y el 18 de febrero los llevaron a la Unidad Regional de Tigre o a la seccional Primera de Tigre. Al cabo de dos horas, durante las cuales permanecieron en un calabozo, esposados y desvestidos, dos hombres los subieron a un Falcon y a un Fairlane con otras cinco personas. Los llevaron por la ruta 197, a la altura de Pacheco los encapucharon. Los obligaron a tirarse al piso y al cabo de unos veinte minutos entraron en Campo de Mayo. En el centro clandestino los golpearon y sometieron a simulacros de fusilamiento. Muniz Barreto fue objeto de torturas. Les dieron los números 150 y 151. A Fernández le robaron 400 dólares y 40 mil pesos ley que guardaba en las botamangas. Y el 6 de marzo los metieron en el baúl de dos autos para llevarlos a orillas del río Paraná. Al anochecer, les inyectaron un líquido de color blanco turbio para adormecerlos. Los cargaron adentro del Fiat. Arrojaron una piedra contra el parabrisas, y lanzaron el auto al río. Diego murió, Juan José sobrevivió. Era jugador de rugby, y su cuerpo aguantó los efectos de la inyección. Antes de irse al exilio, narró lo que había pasado ante un escribano, un testimonio que se recuperó hace sólo diez años.
El Tribunal leyó ayer partes de su testimonio, base de la acusación de la fiscalía. Fernández mencionó nombres del centro clandestino. Entre ellos, habló de Rodríguez. En un momento, dijo, escuchó que convocaban a una reunión en el Comando de Institutos Militares con el jefe del Estado Mayor. Y de pronto a alguien que llamaba por teléfono: “¿Me da con Inteligencia?”. Y mencionó al coronel Zambrano, “de parte de Rodríguez”. Y luego, en la comunicación escuchó cómo ese Rodríguez le pasaba datos extraídos de la tortura.
Otra de las claves de la acusación surgió desde adentro de Campo de Mayo. Es la declaración del sargento primero Víctor Ibáñez, celador del campo, que estuvo en 1976 y 1977, testigo de numerosos relatos y una de las personas que van a declarar en el juicio. Ibáñez presentó a El Toro Rodríguez como parte de la patota que aplicaba torturas, alguien a quien conoció en el Campito con ese apodo, que saqueaba las casas de los detenidos y sus pertenencias y durante las sesiones de tortura les hacía firmar documentación para hacerse de esos bienes. Preguntaba de dónde venían los detenidos, preguntaba sobre las organizaciones y sobre el dinero. Con él, ubicó además a Rafael López Fader –ligado al secuestro de Zivak– y al coronel: “Eran lo más tremendo del Campito –dijo–, eran gatillo fácil”.
Ibáñez era Chupete o Petete dentro del centro. Daba de comer a los secuestrados y los llevaba al baño. Mientras él estuvo, recuerda haber contado entre 2 mil y 2500 prisioneros. Cuando llegaban a 300 prisioneros había que “evacuarlos”, explicó. Mencionó tres o cuatro vuelos, eran vuelos fantasma –dijo– porque no había registros. Antes de sacarlos, les inyectaban a las víctimas algo que les provocaba un paro cardíaco y la muerte: los cuerpos eran arrojados al mar, explicó, y ésa era tarea de todos. Para la fiscalía, está probado que Rodríguez era uno de los interrogadores del centro clandestino. Que su tarea era importante: decidía la “disposición final de los desaparecidos”.
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