EL PAíS › DéBORAH BENCHOAM DECLARó DESDE WASHINGTON EN LA CAUSA SOBRE EL VESUBIO
La mujer, que tenía 16 años en 1977, habló sobre su propio secuestro, la desaparición de su novio y el asesinato de su hermano. Describió la militancia estudiantil en los años previos al golpe militar y las persecuciones durante la dictadura.
› Por Alejandra Dandan
Habló de la militancia política. De los secundarios de la UES, de las peleas para liberar el uso de los pantalones en los colegios de mujeres o el armado de los centros de estudiantes en el país, de la explosión política previa al golpe de la última dictadura. Esos ejes que estallan cada día en los juicios orales sobre los centros clandestinos de la última dictadura acentuaron los contrastes de los días después. Déborah Benchoam entonces explicó las prohibiciones, las primeras desapariciones de los secundarios, los dos disparos que mataron a su hermano y lloró cuando habló de ella, del momento en el que sus secuestradores la pusieron encima de las piernas de tres de ellos mientras la llevaban detenida. El novio de Déborah quiso quedarse en el país a esperarla: lo secuestraron y desapareció en El Vesubio. Frente a ella, a la pantalla que retransmitía su voz desde el consulado argentino en Washington, los dos viejos padres de Mauricio Weinstein la escucharon sentados, casi solos, con todo el peso del cuerpo.
Los sobrevivientes de los campos suelen decir que de lo que hablan en los juicios no es de un recuerdo. Dicen que la oralidad los sumerge otra vez en el pozo, que de alguna manera están reviviéndolo. Déborah estuvo secuestrada pero rápidamente pasó a la cárcel de Devoto por cuatro años. Cuando empezó a preguntarle por esos días, el presidente del Tribunal Oral Federal 4 le habló desde un lugar poco habitual. No la llamó por su nombre ni por su calidad de víctima, sino por su nueva profesión. Déborah es abogada y Leopoldo Bruglia le dijo: “doctora”. Eso parecía instalarla en otro lugar, un pedazo de la vida reconstruida.
Bruglia preguntó si tenía algún vínculo con los acusados que pudiese impedirle decir toda la verdad, como lo hace en cada audiencia. Déborah, que es testigo, víctima y, entonces, abogada, explicó que estaba dispuesta a decir la verdad aunque conocía a los imputados: “Mi novio y varios de mis amigos desaparecieron en El Vesubio –dijo–, y estas personas están imputadas por su tortura”.
Déborah Benchoam nació el 7 de julio de 1961 en Buenos Aires. Conoció a Mauricio a través de su hermano Rubén en 1973, cuando entraban al colegio Carlos Pellegrini. “Eran tiempos de auge político –dijo ella–, había una euforia popular de la que no éramos ajenos, mi hermano se postuló como delegado en el primer año y salió elegido representante de su curso. Empezaron las actividades en los centros de estudiantes que estaban muy activos.”
Déborah tenía doce años y observaba lo que hacían desde afuera, aunque no tanto: “Mi casa era un centro de reuniones, de discusión; mi madre era profesora y estaba activa dentro del peronismo y en mi casa albergaban a los exiliados de diferentes países: uruguayos, brasileños y chilenos”. Le habían dado alojamiento a una familia uruguaya privada de su libertad.
Eran adolescentes entre adolescentes que jugaban al truco y cantaban canciones mientras discutían el escenario político. Tenían actividades en la escuela. Pedían que los estudiantes con menos recursos puedan acceder a los libros, lograban obtener útiles gratis o en la Escuela Normal 4 que era el colegio de mujeres donde estudiaba ella, conseguían al cabo de varias batallas permiso para cursar con pantalones. “Hacíamos programas de alfabetización para niños, para personas carenciadas, algunos de los chicos iban a las villas miseria, otros hacían actividades en los colegios y fuera del colegio montábamos talleres de teatro para niños con un contenido social y de solidaridad.”
Entre 1974 y 1975 el trabajo fue libre. A fines del ’75, ella se acercó al centro de estudiantes y a la UES con el sueño de construir un país más justo, sin desigualdades sociales. Se sentían parte del peronismo de la justicia social, la independencia económica y la soberanía nacional. Mientras tanto, empezaban las restricciones. “No nos dejaban hacer tantas reuniones, había endurecimiento pero hasta después del golpe hacíamos volanteadas, pintadas y movilizaciones.”
El 24 de marzo del ’76, ella estaba en la pizzería La Cuyana de Flores en una mesa con su hermano, Mauricio y Juan Carlos Martiré. “Vimos los tanques pasar por toda la Avenida Rivadavia: sentimos en ese momento un velo de luto que se ponía sobre el país”.
Les prohibieron los centros de estudiantes, las reuniones de más de tres personas y empezaron a enterarse de los primeros detenidos y desaparecidos de la UES. “Igual nos seguíamos reuniendo –dijo–, nos juntábamos en lo que bajo una dictadura se llamaba de forma clandestina: pero para nosotros era algo normal.”
De su colegio desapareció la presidenta de la UES, Leticia Akselman. Se llevaron a otros compañeros del Nacional de Buenos Aires y del Pellegrini. Ellos decidieron dejar sus casas para protegerse: “Nos pasábamos días y noches viajando en los colectivos, durmiendo en hoteles, varias veces usamos el consultorio del padre de Mauricio para descansar tranquilos, pero siempre con el terror de lo que podía pasar”.
En junio de 1977 seguían con algunas pintadas y pedían por la restitución de los profesionales o celadores despedidos del colegio por sus posiciones políticas. “Y en ese contexto se desata una caza contra los estudiantes secundarios.”
El 24 de julio de 1977, Mauricio paró en su casa después de mucho tiempo. Un día después, cayeron a buscarlos. “Entró una patota fuertemente armada, de civil, algunos con medias en las caras, violentamente, en la casa. Destruyen la puerta de abajo, sentimos ruidos muy fuertes y tenían que haber conocido la casa porque había dos departamentos unidos, y llegaron a la pieza de mi hermano. Dormíamos los dos ahí.” Y mientras dormían le dieron dos tiros a su hermano. “A mí me sacan de la habitación: fue a sangre fría, estábamos durmiendo. Rubén tenía 17 años y yo había cumplido 16.”
A Déborah la pusieron en el pasillo de la casa. Estaba su padre, la mujer, una empleada. Tiraron a todos al piso, le vendaron los ojos, los pies y las manos y llamaron por teléfono a alguien: “Ya lo tememos a él y a su hermanita también”. Violentamente, dijo, “me llevan a un auto, donde me ponen encima de las piernas de tres militares que introducen los dedos en mi vagina y me manosean en todo el cuerpo, me dicen que me van a matar por subversiva y judía y en el transcurso pregunto dónde está mi hermano y me dicen que está en el baúl del coche”.
Llegó a un lugar que todavía no sabe cuál fue, y luego a la comisaría 50 donde estuvo un mes en calidad de desaparecida. O acostada o parada, dijo, con algún intento de violación. Luego pasó incomunicada a Devoto sin causa judicial durante cuatro años hasta que salió exiliada a los Estados Unidos con la ayuda de Jacobo Timerman, Marshall Meyer y un congresista norteamericano.
No perdió contacto con Mauricio durante los primeros meses de Devoto. Se mandaban cartas con nombres distintos a través una tía que funcionaba de correo, la misma que ahora estaba metros atrás siguiendo la audiencia. Por entonces, los padres de Mauricio intentaban convencerlo de que se fuera, lo habían llevado de vacaciones engañado a Iguazú para hacerlo cruzar la frontera. Cuando lo supo, se volvió porque estaba convencido de que tenía que esperarla a ella en Buenos Aires. Siguió clandestino. Lo secuestraron en el consultorio de su padre.
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