EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por Luis Bruschtein
En la vulgata liberal el Estado es malo, en consecuencia el oficialismo también lo es. Y, por oposición, la oposición es buena. Como sólo es el uso lo que se conoce, es difícil discernir hasta qué punto esa vulgata es el verdadero neoliberalismo o simplemente un uso grosero de una visión más compleja. En este caso, la vulgata es el todo. En el ámbito de la información y los medios se da uno de sus usos más comunes y grotescos. La aplicación de esa máxima defectuosa –que se escucha mucho como sentencia lapidaria entre algunos periodistas– promueve consecuencias esotéricas. Por ejemplo: uno puede ser progresista (como periodista) y oponerse a un gobierno progresista. Otra más, uno puede ser progresista y trabajar en un medio conservador porque ambos se oponen al gobierno progresista. Para oponerse a un gobierno progresista, un periodista progresista tiene que descalificar lo que hace ese gobierno porque, si no, el periodista pierde la identidad con la que supuestamente convoca. Para esta clase de periodista progresista nunca puede haber un gobierno progresista, está obligado a ver en todos los gobiernos a Carlos Menem.
La máxima sobre el Estado es defectuosa porque le faltan contenidos y contextos. Tiene lagunas, entre ellas la ausencia de una definición de progresista en un contexto de atraso social, institucional y político. O ignorar el sentido de las medidas del gobierno que en ese momento está a cargo del Estado. O no tomar en cuenta el rol específico y diferente del Estado en países centrales y en países periféricos, en economías desarrolladas y en vías de desarrollo. Los contenidos y los contextos son más decisivos que la simple definición “hay que estar contra el Estado”. Para el periodista progresista que se hace cargo de ese axioma, la única independencia que concibe está en la relación con el Estado y no con los avisadores ni con las empresas conservadoras que les dan trabajo. Minimizan la dependencia que tienen de esos dos factores y, por el contrario, aprovechando este insumo ideológico, acrecientan el cuco coercitivo estatal. Para ellos, el Estado es el único que presiona. Los avisadores y las empresas no. Es la idea “vulgo-liberal” de periodista independiente.
Aunque sea difícil creerlo, muchas veces el uso de esa vulgata famosa se hace de manera honesta. Es decir, se cree a rajatabla que el Estado es el principal enemigo de la democracia y las libertades. Cuando el neoliberalismo ganó el Estado, intentó destruirlo y desprestigiarlo, primero porque necesitaba privatizar y segundo por una acción de hegemonismo cultural. Cuando los periodistas toman esa definición del Estado como el único poder de coerción, tal cual hacen muchos de los que se consideran “progresistas y democráticos” que trasladan en forma mecánica el esquema de los liberals norteamericanos, en realidad se someten a una concepción que tuvo su máxima expresión en el gobierno de Carlos Menem, pero cuyos preceptos culturales echaron raíces mucho más extendidas en la sociedad que la popularidad del ex presidente.
Cuando uno cree eso, ve eso. Pero también es cierto que la mayoría de las veces la vulgata en cuestión es nada más que una excusa oportunista. En periodismo siempre es mejor estar bien con los dueños de los medios y con los que llenan las pautas publicitarias, que en sus expresiones más comerciales forman un combo bastante amalgamado. Por lo general, tanto los grandes medios como los grandes avisadores tienen miradas muy interesadas y conservadoras y no es casual que ellos sean los principales difusores de esa idea de “independencia” periodística. Es la que a ellos les conviene. Así, el periodista “independiente” y supuestamente progre puede trabajar con ellos porque coincide en su preocupación principal, que para los tres es el gobierno cuando genera medidas que los afectan.
Los periodistas que asumen ese lugar no son todos iguales. Están los que efectivamente no tienen pruritos y se hacen más papistas que el Papa. Y hay otros que intentan maniobrar en esa relación para encontrar espacios opositores más o menos propios en tanteo y negociación permanente. Es un lugar lógico, porque el periodismo no es una profesión liberal, sino que se ejerce casi siempre en relación de dependencia. Y el que no la tiene es porque se convirtió en empresario y depende todavía más de los avisadores. Desde este lugar, los periodistas que no hacen eso son “oficialistas”.
El gobierno que ocupa el Estado democrático anula la legislación de impunidad que fueron acumulando todos los demás gobiernos democráticos anteriores. El tal periodista progre “independiente” se opone, a veces sutilmente, otras en forma lateral y otras abiertamente, pero se opone. El gobierno dispone un relacionamiento solidario con los demás países latinoamericanos. El mismo periodista progre “independiente” se opone de igual manera. El gobierno termina con el negocio truculento de las AFJP con los jubilados. El periodista progre “independiente” se opone. El gobierno lanza la Asignación Universal por Hijo. Este periodista “progre” se opone. Y así con cada medida que tome el gobierno, porque la idea no es oponerse a las medidas, sino al gobierno en general porque representa al Estado. O por lo menos, así justifica su oposición, como una suerte de “contrapeso” del poder estatal.
Resulta al final que cuando ese periodista “progre” se opuso tanto, ya se convirtió en un reaccionario que está en contra de todas las acciones progresistas y empieza hasta a elaborar teorías alambicadas sobre los derechos humanos del tipo “me tienen podrido con la dictadura” y otras que son muy conocidas.
En la otra punta de esa mirada está el periodista que reclamó desde antes esas medidas y muchas más de ese tipo y las apoya cuando se concretan. Está apoyando esas medidas y no a la estructura de poder sobre las que se sostienen, a la que puede incluso criticar. Pero es innegable que genera también una relación con esa estructura. Es inevitable que, aunque se plantee esa relación con toda la cautela, pasa a formar parte de un esquema de poder político, no igual, pero de la misma manera que los otros periodistas lo hacen del otro lado de la puja, que no abarca solamente a los periodistas sino a toda la sociedad, de la que forman parte también los periodistas y los medios donde trabajan. En ese esquema de poder están los que apoyan o simpatizan con esas medidas, de un lado. Y del otro, los que se oponen a ellas. Hay matices pero, en general, en la disputa que se establece en la sociedad a partir de cada una de esas medidas se generan dos campos y los matices no se dan por fuera de esos dos grandes grupos sino al interior de ellos. Puede haber más de dos, pero todos los demás terminan por definir su existencia real por la forma en que interactúan con los dos campos principales.
Por eso no hay oficialismo vacío, ni oposición vacía, como “contrapeso” de un Estado abstracto, como daría a entender esa vulgata liberal de donde sale el espectro falseado del periodista “independiente”. Se apoya a una cuestión concreta y se rechaza y opone a la misma cuestión y todos quedan inevitablemente involucrados en la disputa política que va a definir lo que suceda sobre la realidad.
El periodismo es una parte esencial de ese debate y, por eso, la regla no es la del contrapeso, sino la de la diversidad. En consecuencia, el ámbito de la información no puede convertirse en una corporación que homogeneice y unifique el discurso en función de sus intereses sectoriales. Ni en contra ni a favor del gobierno. Y de la misma manera no puede haber monopolio a favor o en contra. Porque la esencia del periodismo no es el contrapeso, sino el debate, la confrontación de ideas y propuestas, de miradas, concepciones y proyectos. Y el periodismo independiente es una falsedad que no puede existir porque es una de las actividades que más interactúan con los otros factores que intervienen en la realidad y sobre todo con los políticos porque, además, el periodismo es otro actor que tiene su propio peso político. La independencia surge como horizonte, como tensión, en una realidad donde juegan factores de poder que inciden todo el tiempo sobre su desempeño. El periodista no dice “soy independiente” y chau pinela, porque está en una tensión permanente que le plantea ese desafío todo el tiempo para mantener su criterio tironeando, midiendo, acomodando, disputando, con empresas, avisadores, gobiernos, grupos sociales y demás. La independencia de criterio es una lucha permanente y casi nunca se resuelve en forma absoluta, porque, además, cada quien se compromete con lo que piensa y ese pensamiento genera adhesiones, cercanías y rechazos. En ese contexto, el calificativo “independiente”es puro marketing y, en el mejor de los casos, es nada más que un justificativo para el descompromiso, que en este campo es similar al mercenarismo.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux