Vie 17.12.2010

EL PAíS  › EL TESTIMONIO DE JAIME DRI EN EL JUICIO POR LOS CRIMENES COMETIDOS EN EL CENTRO CLANDESTINO DE LA MARINA

“Si te pensás fugar, te tenés que fugar”

El único sobreviviente de la Escuela de Mecánica de la Armada que logró escapar relató ayer, en la sala de audiencias de Comodoro Py, su secuestro ocurrido hace 33 años, las torturas que sufrió y cómo consiguió fugarse.

› Por Alejandra Dandan

Jaime Dri es el único sobreviviente de la Escuela Mecánica de la Armada que logró fugarse. Esa odisea, que terminó llevándolo a Panamá, empezó con un viaje a la frontera con Paraguay donde los marinos lo llevaron a marcar compañeros. En el juicio oral por los crímenes cometidos en la ESMA, Dri explicó ayer que esa fuga fue una decisión política, pero humana a la vez: no desconocía lo que había pasado con otro de sus compañeros que intentó escaparse del centro clandestino y sabía que los marinos les habían advertido que el próximo intento de fuga iba a significar una muerte colectiva.

“Yo era un diputado peronista con gran representatividad en el Nordeste argentino –explicó–; los que habíamos sobrevivido no éramos perejiles, no quedamos vivos de casualidad, algunos sí, pero la mayoría era gente seleccionada para integrar la centroizquierda en el proyecto de gobierno que pensaba (el almirante Emilio) Massera.” Contó que ese análisis lo “llevó a decir que era una obligación para todo prisionero fugarse”.

Jaime Dri se sentó en la sala de audiencias de Comodoro Py frente a la presencia siempre inmutable del represor Ricardo Cavallo. Arriba lo escuchaba la platea del “club de la pelea”, la tribuna de amigos y familiares de los represores que siguen las derivaciones del debate entre lecturas de novelas policiales, anotaciones y chasquidos detrás de lo que van diciendo los testigos. Al lado del hombre que hasta ahora leía un libro titulado Con un muerto en el placard –y que alguna vez se quejó porque andaba por el cuarto capítulo sin que apareciera ningún muerto– se sentó, como lo hace ocasionalmente, el padre de Cavallo, un anciano con el bastón recubierto en bronce.

“Exactamente ayer –dijo Dri en el arranque– se cumplieron 33 años del día en que el personal del Ejército Argentino y de la Marina, juntamente con fuerzas represivas uruguayas, procedieron a mi detención, si le podemos llamar así, mientras me trasladaba de Montevideo sobre el camino de las playas.” Dri viajaba en un Citroën con Juan Alejandro Barri. Un auto los interceptó, otro los golpeó y volcaron. Intentó correr, consiguió entrar a una casa, pero terminó entregándose, apurado por los gritos aterrorizados de la moradora del lugar, que le pedía por favor que saliera. Dri recibió un disparo en la pierna, la primera herida de una serie de impactos en el cuerpo que iban a marcar su camino por distintos centros clandestinos. Otra bala lo rozó y lo hizo caer. “Ahí lógicamente sentí el calor de la sangre, rápidamente me esposaron con una mano atrás y me cargaron en un auto.” Estuvo secuestrado unos días en Uruguay antes del traslado a la ESMA. Lo tuvieron atado con roldanas, colgado durante horas, recibiendo descargas eléctricas. Alguna vez que la soga se cortó después de varias horas, alguien le dijo: “‘¡Y encima tenés la caradurez de soltarte!’. Imagínese que, aun en esas condiciones, me causaba gracia lo que decían”.

A Buenos Aires llegó en avión con otros prisioneros. Pidió agua durante el viaje, le dijeron que no por los efectos de la picana y esa misma persona le dijo además que no se preocupara: que en el Río de la Plata iba a tomar mucha agua. “Como ven –dijo él–, estoy aquí; en esa oportunidad no me tiraron.”

En la ESMA pasó por la picana y en las primeras horas escuchó al Tigre Acosta, que le pidió que se sacara la capucha. “¿Sabés dónde estás?” Dri dijo que no, pero se había dado cuenta. “Y ahí me da un discurso diciéndome que estábamos en un proyecto político, y me enteré de que Massera quería ser presidente.” Discutieron. Acosta le habló de un plan económico, el mismo plan que Dri todavía escucha repetir cada tanto: le dijo que ellos, los militantes políticos, querían quitarles a los ricos para darles a los pobres, pero que lo que había que hacer era aumentar la torta para repartir más. “Históricamente se probó y está probado –dijo Dri en la audiencia– que aunque la torta crezca, crezca y crezca, son cada vez menos los que tienen acceso a ese crecimiento, en la Argentina y en el mundo.”

Y entonces volvió a la ESMA: “Yo tenía claridad de que no iba a salir vivo de ahí”. Ahí adentro encontró a algunos compañeros que creía asesinados, entre ellos el Beto Ahumada y Nariz, de la Juventud Peronista de Rosario, quien poco después se fugó y detrás de él la Marina emprendió una sangrienta campaña para encontrarlo, lo asesinaron y exhibieron el cadáver a los otros prisioneros. El 24 de diciembre pudieron festejar la Navidad: “Aunque parezca mentira –contó Dri–, nos dejaron sacar las capuchas, pudimos abrazarnos todos los que estábamos en Capucha y me dijeron: ‘Esa que viene es la Gaby, Norma Arrostito’. La Gaby venía con dos bolas porque estaba con grilletes y cadenas en los pies, y nos saludó a todos los que estábamos allí”.

El escape

Dri pasó un tiempo secuestrado en la Quinta de Funes en Rosario. Volvieron a llevarlo a la ESMA. Supo que habían asesinado a Arrostito y de la fuga de Nariz. “Acosta nos reunió a todos en una rueda en el hall de Pecera y nos dijo: ‘Yo quiero saber quién es el próximo Nariz’.” Para sus adentros, Dri se dijo: “Yo soy el próximo Nariz”. Entonces escuchó la amenaza: “Acá no hay próximo Nariz, porque con el próximo Nariz que exista todos se van para arriba”.

Con el tiempo, la Marina montó un operativo cerrojo con los prisioneros para cazar en las fronteras del país a los militantes. “El 9 de julio me tomaba un avión en Aeroparque con destino a Pilcomayo a marcar compañeros que entraban y salían del país.” En ese grupo no estaba solo. Uno de sus compañeros le preguntó, durante una cena, si estaba dispuesto a fugarse. Dri le dijo que no: no sabía si era una trampa o si el otro iba a terminar denunciándolo. Dormían en una estructura de la Marina, a cargo de un soldado. Hasta ahí llegaban las balsas. Una mañana se levantó más temprano que el guardia, empezó a caminar hacia las balsas, pero en el camino se topó con un hombre de Prefectura que se le adelantó y les avisó a los que conducían las balsas que no lo dejaran subir.

“Suelen decir que los momentos de mayor debilidad son los cambios de guardia –dijo Dri–, así que el 19 de julio a la noche me fugué con la llegada del cambio de guardia.” Había llegado el reemplazo. A la nueva guardia le propuso ir del otro lado de la frontera por cigarrillos. Y le aconsejó viajar sin el arma, para no dar explicaciones.

“En la balsa, le puedo asegurar que fue un momento de profunda reflexión; uno finalmente había logrado lo que había estado buscando desde siempre, tenía la posibilidad de sobrevivir y pensaba fugarme.” Sabía que las otras fugas habían fallado, se cuestionó creerse un superhéroe, se acordó de sus compañeros, del Tigre Acosta, y dijo: “Era difícil porque yo estaba vivo, porque ese grupo que estaba en la ESMA me ayudó a sobrevivir, a ser parte de ese engendro que éramos en ese momento los sobrevivientes de Pecera”. Y siguió: “En la balsa me temblaban las piernas y me preguntaba: ‘¿Será el momento? ¿No será apresurado? ¿No será que tengo que seguir?’. Pero dije no: ‘Si te pensás fugar, te tenés que fugar, no busques excusas; o vivís a costa de lo que sea o te fugas’”. Del otro lado del río lo esperaba Paraguay.

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